Su ambición y carisma siempre le llevaron a estar a la vanguardia de los asuntos de Estado. Desde que tenía 16 años, Cristina de Suecia ya comenzaba a asistir a las reuniones del Consejo del Reino, demostrando su conocimiento de las leyes y la administración del reino sin inconvenientes. Dos años más tarde había asumido el cargo de soberana y consiguió convertir su país en el más importante del Báltico, por delante de Dinamarca.
Pero sus aspiraciones monárquicas pasaban por lograr una hegemonía en todo el continente, no únicamente en el frío norte europeo. Mantuvo muy buenas relaciones con Francia y España en primera instancia. A Felipe IV llegó a regalarle el principal tesoro de su pinacoteca; es decir, el hermoso díptico de Durero, Adán y Eva, hoy visible en el Museo del Prado.
Era especialmente curioso que una monarca protestante fuera tan cercana a Felipe IV, católico por excelencia. Quizá por ello terminó abandonando el protestantismo y abrazando la fe católica. A los 28 años abdicó y marchó hacia Roma a iniciar una nueva vida sumergida en su nueva creencia y pasión por el arte.
Cristina empezó a sustituir a sus servidores provenientes de España por otros locales, hasta que consiguió expulsar por completo a los españoles
Para asesorarla en su nuevo ambiente, el papa designó al cardenal Decio Azzolini, conocido por su amplia cultura y dotes diplomáticas. Con el tiempo, el cardenal sería una de las personas de confianza de la antigua monarca. A través de él, Cristina fue conociendo las luchas internas entre los miembros del cardenalato. El cardenal Azzolini lideraba el partido que deseaba para el papado mayor independencia política de las influencias de Francia y España. Cristina se identificó con dicha posición y colaboró con los planes del grupo del cardenal Azzolini.
Así comenzó su odio hacia los españoles, quienes tenían una presencia importante en la Península Itálica. "Cristina empezó a sustituir a sus servidores provenientes de España por otros locales, hasta que consiguió expulsar por completo a los españoles, quienes, por su parte, difundieron una serie de desagradables chismes sobre ella", escribe Dario Fo en su biografía. "La reina debía a los españoles su presencia en Roma, pero estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para reivindicar su propia independencia", añade.
El sueño de volver a reinar
Cada día su odio hacia España se hacía más grande. Su sueño era conseguir que Nápoles, la ciudad sublevada contra el Imperio de los Habsburgo de España, se transformara en un próspero reino en el que podría volver a reinar.
De esta manera, se iniciaron las negociaciones para expulsar a los españoles. Marchó a París y conversó con el secretario de Estado francés un tratado donde Luis XIV facilitaría un ejército y una flota superiores a las de Felipe IV. El acuerdo, pese a estancarse durante varios meses, se concretó gracias a la intervención del cardenal Mazarino. Se fijaría como fecha límite febrero de 1657.
En un principio, España no estaba lista para defenderse de un ataque de tal magnitud. El hispanista alemán Ludwig Pfandl definió a Felipe IV como un "Hércules para el placer e impotente para le gobierno". El rey español veía cómo España perdía las riendas de Europa ante la pujante Francia de Luis XIV.
La reina, que ya no lo era pero pretendía volver a tener una corona sobre su cabeza, hasta pretendía encabezar el ejército a lomos de su caballo. Sin embargo, poco a pocos las relaciones de la reina con sus confidentes se fue deteriorando y sus apoyos desvaneciéndose. Al marchar a París, el papa ya se había mostrado aliviado debido su larga estancia en Roma y su precaria situación económica.
No sería la última vez que trataría de gobernar. A lo largo de sus viajes europeos tras su sueño frustrado, residió durante un tiempo en Hamburgo. En 1668, Juan II Casimiro de Polonia abdicó y surgieron voces que la propusieron como aspirante al trono de Polonia-Lituania. Una vez más, no tuvo el apoyo necesario. Cristina regresó a su corte en Roma y ya no volvería a viajar. Murió el 19 de abril de 1689.