"Los católicos y el clero que, en España, toman partido, están en su mayoría con los sublevados, en su minoría con los gubernamentales; y ambas partes se combaten. La mayoría participa activamente en la insurrección; así se le da el carácter de guerra de religión, de liberación de la tiranía anticlerical, de cruzada anticomunista. Los fines son buenos, pero los medios: insurrección, guerra civil sin piedad, participación de tropas islámicas de Marruecos, repugnan a una moral común. Nos preguntamos entonces si es una necesidad lo que ha empujado a los españoles a levantarse".
Estas líneas las escribió Luigi Sturzo, un cura siciliano, intelectual y hombre político, fundador de Partido Popular Italiano en 1919, en un artículo publicado a principios de septiembre de 1936 en el periódico francés L'Aube. La Guerra Civil española discurría entonces por el segundo mes de lucha fratricida, y su tesis al respecto era cristalina: ante los horrores perpetrados por ambos bandos, la Iglesia solo podía alinearse con las víctimas inocentes de un lado y de otro, sin abandonar a aquellos a quienes se había conducido al odio fanático contra la religión por ignorancia y por falta de formación religiosa.
La figura del cura, de indudable pensamiento antifascista y antitotalitario, exiliado en Londres desde 1924 por las políticas de la Italia de Mussolini, es el eje vertebrador de la última obra del hispanista italiano Alfonso Botti, Con la Tercera España (Alianza), un ensayo que se sumerge en el rechazo de un sector del catolicismo —tanto españoles, como el jurista Alfredo Mendizábal, el abogado Ángel Ossorio y Gallardo o el cardenal Francisco Vidal i Barranquer, como de otros círculos mundiales— a la "cruzada" de Franco. Sturzo fue "una de las más autorizadas voces fuera del coro" del maniqueísmo y de ese movimiento que propugnaba un desenlace pacifista a la "inútil matanza", boicoteado finalmente por diversos motivos.
"Ningún intelectual, político y hombre de la Iglesia europeo —escribe el historiador italiano— que juntara estas tres características conoció mejor que Sturzo los acontecimientos españoles de los años treinta, tuvo más relaciones epistolares y de amistad con autorizadas personalidades españolas, escribió más sobre las cosas de España en revistas y diarios franceses, españoles, británicos, belgas, suizos, estadounidenses y canadienses y, al estallar la Guerra Civil, luchó para desenganchar la Iglesia católica del bando rebelde y negociar un armisticio que abriera las puertas a una paz de reconciliación".
Sorprende descubrir la figura del cura siciliano —Botti se queja en la introducción de su reveladora obra que se trata de un personaje a quien la historiografía no le ha dedicado suficiente atención— así como sus opiniones conciliadoras en plena década de 1930, cuando Europa quedó oscurecida por los totalitarismos. En vez de fijar el foco sobre los excesos de ciertos sectores revolucionarios contra el clero, Sturzo destacaba la secuela de profundo odio que provocaría una contienda prolongada y la tarea pacificadora y mediadora que le correspondía a la Iglesia. "Nada de cruzada, nada de guerra santa", escribía: no podía ser el estado eclesiástico un bando más en liza.
"Las guerras de religión, desde las cruzadas en adelante —explicaba en otro artículo fechado a mediados de noviembre de 1936— han tenido a la religión como móvil y como finalidad (...); en la actual guerra de España, la religión no es un móvil ni una finalidad; en ambos bandos es, más bien, un medio: aquí, la defensa religiosa para valorar y generalizar la rebelión; allí, la ofensa antirreligiosa como desahogo de la plebe y excitación a la resistencia". Tras cuatro meses de horrores, aseguraba que el mundo debía "gritar horrorizado para que se suspendiese la lucha fratricida y se piense en la restauración de la paz".
El papel del Vaticano
A principios de enero de 1937 comenzaron a gestarse los primeros pasos del compromiso católico por una solución pacífica a la Guerra Civil. En la revista francesa Esprit se publicó un llamamiento, firmado por personalidades como Ossorio y Gallardo, Claudio Sánchez Albornoz, Leocadio Lobo, José Gallegos Rocafull o José Bergamín —presentados como católicos que se habían mantenido fieles al Gobierno republicano—, y dirigido a llamar la atención sobre los bombardeos de la aviación franquista sobre Madrid.
Esta organización iría poco a poco germinando en el movimiento de los Comités por la paz civil y religiosa en España, en el que Sturzo, quien consideraba que la sublevación no tenía ninguna posible justificación porque había producido un mal mayor al que pretendía oponerse, tendría un papel destacado. Si bien el hispanista Alfonso Botti señala que no se puede atribuir la paternidad de la iniciativa al sacerdote siciliano, tampoco hay que descartar que la semilla se halle en una discusión con Mendizábal, su principal confesor español. El italiano sí desempeñaría una labor indiscutible en la formación del comité británico, constituido formalmente en enero de 1938.
Pero todos estos intentos de resolver la Guerra Civil con las armas en silencio encontraron numerosas zancadillas. Una de los principales, según Botti, fue la propaganda franquista y la Carta colectiva de los obispos españoles a los de todo el mundo con motivo de la guerra de España, redactada por el cardenal Isidro Gomá y publicada el 5 de agosto de 1937. En este texto se legitimaba el golpe de Estado con la idea de que había desarticulado preventivamente una rebelión comunista, amparada en documentos apócrifos.
"Reforzó indiscutiblemente la orientación del catolicismo internacional a favor de Franco", analiza el historiador. "No plegó la resistencia de los católicos no alineados, pero obstaculizó notablemente su acción. Hizo que, si es posible, fuese aún más arduo el camino de la mediación internacional, propiciando el surgimiento de un clima todavía más desfavorable para esta. No llevó a la Santa Sede hacia las posturas del obispado español, pero acortó ulteriormente las distancias".
El papa Pío XI había tomado postura por primera vez sobre el conflicto español en el discurso de Castel Gandolfo del 14 de septiembre de 1936. Aunque no hizo ninguna invocación, plegaria o llamamiento al cese de las hostilidades, en un primer borrador de mediados de agosto sí llamaba a "cesar el derramamiento de sangre". Botti considera que este cambio de actitud del Vaticano se debe no solo a las brutales violencias contra el clero, sino más bien a la fallida respuesta de las autoridades republicanas ante sus protestas.
De ahí en adelante, la Santa Sede se fue acercando discretamente —o al menos intentándolo— hacia la causa franquista, con ejemplos como el bombardeo de Guernica. A pesar de los testimonios que indicaban que la masacre la habían cometido los bombarderos nazis, L'Osservatore Romano, el principal canal de difusión del Vaticano, hizo suya la versión de Gomá y la propaganda franquista de que la destrucción del pueblo vasco se debía a la mano de los "rojos".
Concluye Alfonso Botti que "lo que le faltó al impulso para una solución negociada del conflicto español, aun siendo solicitado desde varias partes y diversas circunstancias, fue la aportación de la diplomacia vaticana y de la Iglesia". Precisamente lo que reclamaba Sturzo. "Insistiendo en la persecución anticatólica y haciendo suya la interpretación religiosa del conflicto, la Santa Sede acabó acreditando la idea de que era este el motivo por el que se abstuvo en desempeñar un papel más en consonancia con su vocación, propugnando o sosteniendo las propuestas de solución negociada de la guerra española".