Manuel Gesteira Abuín fue movilizado a principios de 1938 para integrar una unidad del Ejército franquista destinada a participar en la ofensiva sobre Aragón. Cuando el tren que le conducía al frente hizo una parada en la estación de Ponferrada, el soldado gallego bajó con dos compañeros más a tomar café, según confesaría ante el tribunal militar. No regresó a tiempo y perdió el vagón que lo llevaba (forzosamente) a la guerra. Lo detuvieron el 18 de septiembre, cuando las tropas sublevadas ya se habían lanzado sobre Cataluña, y fue condenado a un recargo de cuatro años de servicio. Su movimiento se explica como un intento de huir de las ametralladoras y granadas, pero permaneciendo en territorio rebelde.
Mediada también la Guerra Civil, otro combatiente forzoso, A. P. Gesteira, un labrador nacido en 1916, empezó a estar muy vigilado pese a no haber incurrido en ningún acto de traición al "Movimiento Nacional": sus guardias de vigilancia se las impusieron en horas especiales y siempre controlado, para que no desertase. Sobre su figura se centraron además las investigaciones de los miembros del Servicio de Información y Policía Militar. La situación se prolongó durante varios meses porque una persona con la que compartía apellido se había escabullido de sus obligaciones militares. Pero no era ni familiar ni nada de Manuel Gesteira. Preguntado 73 años después sobre por qué no optó por la deserción, respondió con un "ni me lo planteaba".
Las historias cruzadas de los dos soldados gallegos comparten un principio común: ambos fueron movilizados de manera forzosa por el Ejército insurgente, y a su vez muestran un panorama mucho más complejo en relación con los militares de la contienda española. En su mayoría no fueron fervientes derechistas que desde el mismo 18 de julio de 1936, el día del golpe de Estado, se arrojaron a las armas contra la legalidad establecida de la Segunda República, sino simples labradores, estudiantes, obreros, abogados o profesores que en circunstancias normales no habían perpetrado ningún acto violento a los que se vieron abocados como reclutas.
Eso es lo que defiende un revelador e imprescindible estudio del historiador Francisco J. Leira Castiñeira, Soldados de Franco (Siglo XXI), que viene a desmitificar los relatos propagandísticos de que una España en armonía y completa unidad se levantó contra la "anti-España". El autor demuestra que "el Ejército rebelde se formó a través de una recluta forzosa que afectó a varias generaciones sin importar las ideologías, sus múltiples identidades o afinidades políticas" y sostiene que "la participación en la guerra no implicó necesariamente una adhesión al bando sublevado y, mucho menos, la defensa de su ideario".
La investigación, basada en documentos de archivo y entrevistas a excombatientes, viene a cubrir un vació historiográfico sobre la Guerra Civil: "No existe, hasta el momento, ni un solo estudio sobre los soldados del Ejército insurgente", avisa el doctor en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela en la introducción. Se trata de una obra con un enfoque valiente y atrevido que propone un cambio de mirada, que cuestiona si todos aquellos soldados que combatieron en el bando vencedor demostraron el mismo énfasis y afección que los que retrataron las imágenes del NO-DO y la prensa favorable a la insurrección o fueron obligados generar esa apariencia.
Leira ha dividido su trabajo en tres partes, que responden a las distintas etapas vitales por las que pasaron los combatientes. La primera se centra en el tránsito de ciudadanos a reclutas forzosos. Con el fracaso del golpe y la constatación de la insuficiente movilización civil, las autoridades franquistas dieron entrada a un régimen de violencia intimidatoria y disuasoria en los territorios que dominaban para evitar una resistencia a su causa. El 10 de agosto de 1936, todos los jóvenes de entre 21 y 25 años de Galicia, parte de Andalucía y de Castilla y León fueron militarizados. El reclutamiento, que fue un "mecanismo de control y persuasión para la sociedad de retaguardia" y utilizó los resortes del régimen republicano, se mantuvo hasta el 7 de enero de 1939, con la aprobación de constantes decretos, sobre todo en 1937.
El contexto de extrema violencia que generó en ambos bandos el fracaso del golpe y el inicio de un conflicto de duración incierta desembocaron en una nueva realidad de persecución política y social. En el bando sublevado, expone el historiador coruñés, "utilizaron la propaganda para convencer a los nuevos reclutas de que la guerra era una aventura en la que iban a ganar y, al resto de la población, de que se trataba de una forma de legitimar un régimen. El terror sirvió para descabezar a todos los individuos que pudieran realizar una oposición desde dentro y la represión se vinculó al alistamiento, dos formas de control social". En el caso gallego, de donde la investigación extrae muchas conclusiones, es muy significativo que antes de cada llamada de movilización se registrase un repunte de los asesinados represivos.
Hermanos de trincheras
Los soldados de Franco fueron un ejército enormemente heterogéneo: a los forzosos por miedo o porque no tenían otra salida se añadieron aquellos que consideraron el alistamiento como una forma de sortear la represión política —una terrible paradoja: había más probabilidades de conservar la vida dirigiéndose hacia el frente que huyendo en la retaguardia—. No obstante, la actitud más común fue la movilización sin oposición, "una integración —avisa Francisco J. Leira— que no debe presuponer una afinidad ideológica del conjunto de individuos". Y así se dan casos como el de Faustino Vázquez Carril, que luchó con las tropas franquistas hasta caer herido y luego lo condenaron a muerte al descubrirle un diario en el que simpatizaba con Manuel Azaña; o el de Julián Moreira del Río, un ciudadano de ideas progresistas destinado en el frente de Asturias que en 1937 desertó a campo republicano.
En la segunda parte se descubre uno de los aspectos más llamativos de este ensayo: constatar las abismales diferencias entre la propaganda de retaguardia y la de vanguardia. Mientras la prensa derechista glosaba la "Gloriosa Cruzada", "la Guerra de Reconquista" o el "terror rojo", en el frente la lucha dialéctica se suavizaba, centrándose en cuestiones más humanas, incluso llamando "hermanos" al enemigo republicano a través de las locuciones de trinchera —como dato curioso, en septiembre de 1937 el Servicio Nacional de Propaganda organizó un curso de 20 horas ofertando 40 de estas plazas—, o la utilización de la palabra "democrático" para referirse al republicanismo y a otros movimientos rivales que no fuesen el comunismo.
Esta propaganda de trincheras buscaba "que los miembros del Ejército republicano se rindiesen o desertase, pero no debido a amenazas, sino a aspectos cotidianos de la guerra como el hambre, los piojos, el miedo y la violencia", desgrana el historiador en esta obra que ha sido reconocida con el Premio Miguel Artola. "Las proclamas estaban elaboradas de tal forma que pareciese que las escribía un antiguo soldado del Ejército republicano integrado en las filas insurgentes".
Y de la misma forma que la represión franquista se reveló en el mejor mecanismo de control en las capitales de provincia y pueblos, en el frente los soldados también estuvieron sometidos a fuertes medidas disciplinarias que se fueron robusteciendo a lo largo de la contienda, sobre todo a partir de la reorganización de la tropa en octubre de 1937 tras la unificación de las fuerzas sublevadas bajo el partido único de FET de las JONS. "En la segunda etapa, dentro de la guerra total, [se] fueron perfeccionando las medidas de vigilancia con el objetivo de cohesionar las unidades militares, evitar deserciones, sediciones e ir asentando los pilares del Nuevo Estado", desvela Leira. "Se impuso a los combatientes una dura sumisión al Ejército, el miedo a represalias [incluido el fusilamiento] si actuaban de una forma distinta a la marcada por los mandos y también si lo hacía uno de sus compañeros".
A un soldado, por ejemplo, se le abrió en 1937 un juicio por exclamar: "Bueno, bueno, a lo mejor fueron ellos y les echaron la culpa a los otros", tras leer una noticia en el periódico en la que se aludía a la quema de una iglesia por milicanos —el incendio de la localidad de Guernica, sin ir más lejos, también se atribuyó desde el bando sublevado a los "rojos" y no a la aviación nazi—. Por estas declaraciones fue acusado de rebelión, castigado con un recargo de cuatro años en el servicio y enviado a primera línea de combate. Asimismo, en las trincheras se registraron situaciones dispares como automutilaciones, deserciones, difusión de propaganda contraria e incluso tentativas para matar a Franco (!!).
La última parte del libro la dedica Francisco J. Leira al proceso de desmovilización militar y a la influencia de la guerra en la tropa, con una conclusión llamativa: "Los excombatientes adoptaron, y es esta una afirmación hecha con toda la cierta cautela, un cierto consenso o consentimiento durante la dictadura, pero la mayoría no fueron ni se hicieron franquistas en el frente. Allí buscaron salvar su vida un día tras otro. Aprendieron valores similares como la disciplina, la sensación de vigilancia y el conocimiento de un régimen que iba a penalizar cualquier acción disonante".
Una obra, en definitiva, que devuelve la voz al soldado raso, invisible, silencioso, y que muestra un panorama mucho más complejo de la Guerra Civil y esa simplificación metafórica de las dos Españas enfrentadas. "El franquismo —sentencia el historiador— se apoderó del recuerdo y memoria de todos los soldados reclutados imponiendo una interpretación ad hoc de su papel, cubriéndolos de tintes heroicos y mitificando su recuerdo para legitimarse, sin importar que fuesen de una u otra ideología, que fuesen más o menos convencidos al campo de batalla, que intentasen desertar o se lo pudiesen plantear".