El último Orient-Express que completaba el trayecto directo entre París y Estambul debía abandonar la Gare de Lyon en la noche del 19 de mayo de 1977. Todas las crónicas y escritores fechan ese día la muerte del tren que fue por sí mismo una forma de civilización que conectó los pueblos y la diversidad europea. Pero como si hubiera querido vengarse de esa amarga despedida, riéndose de los treinta mil sobres conmemorativos que había emitido la compañía ferroviaria como una suerte de lápida, el convoy partió con diecisiete minutos de retraso, sumergiéndose ya en la madrugada del 20.
Un error, resume Mauricio Wiesenthal, que da fe de la deshonrosa oscuridad en la que murió el "tren de Europa". El autor y profesor de Historia de la Cultura recoge esta elocuente anécdota en su nuevo libro Orient-Express (Acantilado), una obra que combina sus memorias y experiencias personales en esos vagones de lujo, decorados con marqueterías art-decó, mágicos, con la nostálgica biografía de un vehículo que se reveló en el icono de una época, una máquina que proveyó de diversidad a un todo un continente, "un símbolo —escribe— de un tiempo que soñaba con vencer las barreras de las nacionalidades".
El moderno proyecto, que buscaba abrir las fronteras europeas, conquistar los mercados balcánicos y facilitar el comercio con Turquía —la puerta de entrada a Oriente— creando una vía de comunicación a través del Danubio, nació en 1883. La idea se le ocurrió al empresario belga Georges Nagelmackers, que en 1876 había fundado en Bruselas la Compagnie Internationale des Wagons-Lits. El viaje entre la capital francesa y Estambul —años más tarde el punto de partida se remontaría a Londres— se prolongaba sesenta y siete horas y treinta y cinco minutos. Una opulenta odisea en la que se servía caviar para desayunar; un despacho, también, donde se debatía el futuro de medio mundo.
Su aura de progreso e ideales modernistas se gestó y sobrevivió a dos guerras mundiales —en la de 1914-1918 sus vagones fueron reconvertidos en hospitales—, pero el Telón de Acero se erigió también como un muro en medio de las vías. "Desde 1962, condenado a muerte por los caprichos de las dictaduras comunistas, fue siendo troceado y maltratado, humillado con tan mala intención que en Bulgaria lo enganchaban a un convoy de mercancías", lamenta Wiesenthal, que ya en 1979 escribió otro aplaudido libro sobre el tren, La belle époque del Orient-Express.
Él, que escribe desde estos tiempos "inciviles" guiado por la nostalgia del mundo de ayer, desde lo más profundo de la memoria del tren, iba subido en uno de los vagones que completaron aquel último viaje. "Murió como los últimos reyes del Ancien Régime, sin otro delito que haber sido 'el rey de los trenes'. Había sido uno de los primeros intentos de dar realidad a una Europa unida", narra el escritor barcelonés. "Lo mataron sencillamente porque era noble, simbólico y representativo de un mundo más bello. Lo asesinaron unos sermoneadores de la filosofía y de la política que se gloriaban de estar creando un mundo nuevo, igualitario, popular y más justo".
Espías, escritores, sabios...
En las páginas del libro, que desbordan erudición y amor por la cultura, Mauricio Wiesenthal recoge todo tipo de leyendas e intrigas relacionadas con el Orient-Express. Porque su historia la conforman personajes como Mata Hari, la vedette y espía que cosechó sus mejores informes de espionaje durante la Gran Guerra en los vagones de este tren; Eduardo VII, que viajaba bajo el nombre falso de duque de Lancaster y rodeado de hermosas mujeres; Stefan Zweig, que tenía la costumbre de desplazarse cada primavera desde Viena a París; Basil Zaharoff, conocido como "el mercader de la muerte", que se enriqueció traficando con armas en todas las guerras desde finales del siglo XIX hasta los años treinta del XX, cerrando muchos de esos oscuros negocios en el mítico convoy...
También Leopoldo II de Bélgica, un rey tremendamente rico por la salvaje explotación que perpetró en el Congo, que contaba con un vagón especial en el que viajaba con la bella bailarina Cléo de Mérode. Fue tacaño y nada generoso con los trabajadores que atendían sus incontables caprichos y mantuvieron sus viajes en discreción. O Boris III de Bulgaria, envenenado por los nazis en 1943. Otro pasajero habitual perteneciente a la familia real británica fue Eduardo VIII, que tuvo que abdicar al casarse con la modelo estadounidense Wallis Simpson. Pero hay muchísimos más: Coco Chanel, Colette, Marlene Dietrich, Paul Morand, la emperatriz Sissi, Jacquéline Baker y un largo etcétera.
Su estela y elegancia generaron una fascinación enorme. De ello da buena muestra la literatura de espionaje que se gestó alrededor de sus vagones: además de la icónica novela de Agatha Christie, Asesinato en el Orient-Express, sobresalen otras como Desde Rusia con amor, de Ian Fleming, o El tren de Estambul, de Graham Greene. Novelas de suspense en ciertas ocasiones rebasadas por los hechos de la realidad: en las zonas más orientales del trayecto se registraron casos de secuestros, numerosos asaltos —los ladrones dormían a los pasajeros con aerosol y saqueaban sus equipajes— e incluso atentados, como el perpetrado por Szilveszter Matuska en 1931, que voló con dinamita un viaducto cerca de Budapest. Murieron veinte personas y hubo cientos de heridos.
Otro de los aspectos más interesantes del libro de Mauricio Wiesenthal es el descubrir el verdadero mercado de reliquias en torno al Orient-Express —en el que el autor también aparece como testigo, como un protagonista más de las pujas— y cómo sigue el rastro de algunos de los históricos vagones que aún hoy siguen circulando por las vías del continente. Un caso muy llamativo es el del Pullman 4163, un elegante coche salón adquirido por un agente del rey Hassan II de Marruecos y en el que se rodó la escena de Asesinato en el Orient-Express de Sidney Lumet en la que el detective Henri Poirot reúne a todos los sospechosos del crimen. Un pedacito de una historia de Europa que hoy se contempla con nostalgia.