Una última misión en tierras indígenas y en nombre del rey reclama la espada de Juan de Toñanes, un afamado conquistador, amancebado con una nativa, que ahora sobrevive casi como un mendigo en la Nueva España: dar caza a un indio hereje con quien comparte nombre y a quien apodan el Padre, siempre remontando hacia el norte. Así arranca Ni siquiera los muertos (Sexto Piso), la última y cautivadora novela de Juan Gómez Bárcena (Santander, 1984), una de las nuevas figuras del panorama narrativo español, que propone un viaje y una persecución atípicas que se prolongan durante cinco siglos de opresión, violencias y utopías.
El libro arranca con los conquistadores en el siglo XVI y se cierra con el muro de Trump, en el presente. ¿Es una novela histórica, de viajes, de aventuras… o un híbrido de todo?
Buscaba que fuera un artefacto que mezclara todo tipo de géneros. La idea de defraudar las expectativas del lector a medida que avanzaba la novela y al mismo tiempo generar nuevas. Salvando las distancias, como hace Hitchcock en Psicosis a partir del momento de la ducha. Empieza siendo una novela histórica, de aventuras, poco a poco va cambiando al western, luego pasa a ser novela social, política, actual. Quería proponer un viaje a través de diferentes géneros, y que se fuera acoplando en cada momento al escenario y al conflicto que tocaba representar.
Lo que se dibuja con más nitidez es una reivindicación de los grandes perdedores y olvidados de la historia, personificados en las gentes de México.
La mayoría de personajes son descartes o deshechos del sistema, personas que están siempre marginadas del poder. El protagonista, a pesar de ser un conquistador —generalmente los imaginamos llenos de riqueza, aunque estadísticamente eran hombres pobres—, no tiene ningún poder. Es una orientación benjaminiana de la novela: mostrar todo lo que no entra en el sistema del poder de cada época. Podríamos decir que es una especie de historia a contrapelo, una historia de los últimos cinco siglos pero siempre desde la posición del desfavorecido.
En este sentido, la violencia es uno de los hilos conductores de la novela. Una faceta del ser humano que el progreso no ha logrado enterrar. Las luchas y las guerras son inherentes.
Me interesa mucho la violencia porque no desaparece nunca, solo se transforma hacia una cierta invisibilización o sutiliza, lo cual no quiere decir que no se siga ejerciendo. Y a veces se dan paradojas: una de las partes más violentas de la novela es la que transcurre en Ciudad Juárez en nuestros días. En nuestro tiempo lo que ha sucedido es que la violencia explícita se ha orillado a ciertas regiones del mundo mientras que en las regiones que aparentemente no tiene lugar ha asumido otros rostros, late debajo de prácticas que no parecen violentas en absoluto.
La conquista desbarató el sistema inmunológico, el sistema social y el deseo de vivir de los indios
¿Como cuáles?
La violencia que se ejerce a través de los discursos, es decir, la idea inherente al neoliberalismo que en cierto modo nos lleva a la conclusión de que aquellos que son pobres lo son porque no han hecho lo suficiente por su riqueza o su autorrealización. Creo que es un mito muy arraigado en EEUU que hace que hoy en día el pobre nunca esté orgulloso de ser pobre; o la violencia que ejerce la burocracia. Que haya una permanente dilación de la que difícilmente podemos zafarnos, por ejemplo para algo tan simple como cambiarnos de compañía telefónica, que nos manden a otros departamentos, consiguen lo que se proponen: hacer que perduremos en sus dominios.
¿Qué nexos de unión hay entre el discurso de Trump y la acción de los conquistadores?
Efectivamente, busco que haya algún tipo de vínculo. Hay diferencias obvias: la forma de ejercer la violencia de los conquistadores era más directa; sin embargo, el espíritu de dominio y segregación, la idea de que hay una parte de la población privilegiada per se, ya sea por ser blanca, por ser cristiana, por tener los valores de norteamérica como sería el caso de Trump, está vigente en ambos.
Hay cierto discurso que se escucha en la novela entre una serpiente y una granjera, una fábula de Esopo, que luego reproduce el propio Trump en un discurso. Algo que por cierto es auténtico. La utiliza para burlarse y despreciar a los migrantes centroamericanos. Entonces nos encontramos cómo Trump, alguien bastante inculto, recurre a una fábula de Esopo, la cual ya había servido como ingrediente de la opresión de los españoles en el siglo XVI, que habían utilizado discursos muy parecidos para despreciar a los indios. Han cambiado los rostros y las formas de esa expresión de violencia, pero el discurso ha permanecido idéntico.
La enésima manifestación de eso que dijo Marx de que la historia se repite primero como tragedia y luego de farsa. La historia es como un péndulo.
Estoy muy de acuerdo con esa concepción. La historia tiene mucho de péndulo, de ciclo que se repite. Es algo en lo que intento insistir en la novela cuando vemos pasajes que se repiten de forma idéntica. Estamos siempre encerrados en esa repetición y Trump puede ser esa repetición en forma de farsa.
La trama arranca en 1545, con una epidemia que está matando (y mató) a millones de indios. Un episodio que le brinda gran actualidad al libro.
Fue una inmensa casualidad, la novela estaba terminada desde mucho antes. Decidí comenzar en esta epidemia, que es muy desconocida en la historia pese a ser una de las mayores que han asolado al mundo. Parte de su falta de interés es que nunca se llegó a saber cuál era el agente viral y, al mismo tiempo, por ese racismo implícito del que estamos hablando: solo afectó a indios. No gozó de demasiada atención por parte de la Corona, aunque mató a entre 15 y 18 millones de personas.
Pero en un pasaje de la novela, Juan de Toñanes dice: "Nosotros somos la peste".
Aunque no sabemos si esa epidemia la trajeron o no los españoles, lo que es evidente es que hay una gran concordancia de fechas entre el momento de la conquista y la epidemia. Sí parece evidente que de alguna manera la conquista desbarató tanto el sistema inmunológico de los indios como su sistema social como su propio deseo de vivir. Es algo que reflejan las crónicas: hubo muchos suicidios colectivos en esa época. Y decidí empezar ahí porque quería hablar de la descomposición del mundo indígena, de ese sistema que entraba en crisis, del mundo azteca, y me pareció que la epidemia podía ser una representación simbólica interesante de esa decadencia.
Si fuera representante de la Corona pediría perdón por la conquista
Desde un punto de vista histórico, ¿fue la conquista una masacre, un genocidio como defienden algunos?
He leído mucho sobre el tema y diría que no estamos ante un genocidio porque requiere de una cierta consciencia, cosa que no existió en absoluto. No hubo una voluntad de exterminar a la raza indígena, como es evidente por el mestizaje que se emprendió ya desde el minuto uno; como el hecho menos agradable de que lo que realmente buscaban los españoles eran masas de esclavos. Tampoco soy de los bienpensantes que creen que fue simplemente una sustitución de la cabeza del poder y que todo quedó igual. Hubo una transformación violenta basada en matanzas colectivas de las que tenemos bastantes fuentes, como Bartolomé de las Casas, aunque parece que son bastante exageradas.
Sabemos que al mismo tiempo se registraron epidemias y no hubo gran un esfuerzo por ayudar a la población indígena. Hubo la voluntad de crear un corpus jurídico que favoreciera el esclavismo incluso cuando se había decretado que no podían ser esclavos… y el hecho es que en poco menos de un siglo el 95% de los indígenas había muerto. Tampoco quiero señalar que pese a la imagen terrible que tenemos de la Iglesia en este proceso, en las fuentes he encontrado algunos momentos muy luminosos. Algunos autores y anécdotas que aparecen en las crónicas de Indias muestran que algunos religiosos fueron particularmente humanitarios y modernos en la manera de tratar a los indios.
¿La Corona española debería pedir perdón por unos hechos acontecidos hace cinco siglos y en los que los valores humanos eran totalmente diferentes a los de la actualidad?
Frente a la opinión más dominante que he visto aquí en España, no hablaría de una obligación o una necesidad, pero si yo fuera representante de la Corona sí pediría perdón. La corona es en sí una perpetuación de un sistema que viene del Antiguo Régimen, y es verdad que en aquella época lo que ocurrió en las Indias quizás era muy natural —no se si esta es la palabra—; pero también es cierto que hoy desde nuestros parámetros sabemos que no fue positivo en absoluto. Creo que no nos hace daño a nadie reconocer que si bien el Imperio español hizo también hallazgos, descubrimientos, contribuyó a cierto progreso humano, también realizó acciones terribles por las que no existe ningún problema en que pidamos perdón. Por otro lado, López Obrador, además de preocuparse por el pasado colonial español, debería hacerlo por la situación de los indígenas actuales, sobre la cual su gobierno y gobiernos anteriores no han hecho mucho por mejorar.
¿De qué casos particulares bebe el personaje del indio Juan?
Tiene mucho de ficción pero está basado en dos anécdotas: una que encontré en las crónicas de Indias relacionada con niños hijos de tlaxcaltecas y aztecas nobles, que fueron internados de manera forzada en colegios franciscanos, donde se les inculcó un fanatismo en la religión cristiana hasta el punto de que luego se sirvieron de ellos para ver quiénes denunciaban a sus padres por seguir practicando cultos paganos. Algunos de estos niños se agruparon en cuadrillas violentas y fueron derribando templos y quemando ídolos, e incluso hay un caso de una cuadrilla que mató a un sacerdote azteca.
Me interesó mucho este grado de violencia que está dirigida contra su propia población. Pero lo que más me llamó la atención es que cuando estos niños crecieron continuaron estando marginados dentro del nuevo sistema colonial español, por ejemplo, diciéndoles que nunca se les va a permitir ser sacerdotes. Les están obligando a romper los lazos con su propia comunidad pero al mismo tiempo no se les conceden otros para introducirse en el nuevo tejido social. También me interesó mucho la referencia a otro indio que al parecer estaba tan fascinado con la religión cristiana que decidió lanzarse él solo a predicar por las tierras sin conquistar, hacia el norte.
Lo que realmente buscaban los españoles en América eran masas de esclavos
Es un personaje que va cambiando de rostro, que se difumina a lo largo de la novela. ¿Qué querías reflejar con ello?
Este indio representa casi siempre el poder, y sobre todo esas utopías que van larvándose pero que cuando son llevadas a la práctica esconden nuevas lógicas de dominación. A pesar de esos cambios, en el fondo siempre se convierte en un nuevo agente del poder que tiene que ser destruido. También quería mostrar la evolución del capitalismo, asociado desde el primer momento con el protestantismo, uno favorece al otro. A lo largo de la novela estamos ante una evolución del capitalismo, del incipiente que promete la igualdad y la desaparición del concepto de raza y que llega al neoliberalismo actual que promete más libertad para los flujos monetarios que para los seres humanos.
¿Qué ha sido lo más difícil de acometer en esta novela? ¿Ir evolucionando y adaptando el lenguaje en función del tiempo en el que transcurre la narración?
Esa es una de las dos cosas que más me han costado: se trataba intentar que el lenguaje fuera adaptándose a cada época, no de un modo paródico, no se trata de que parezca un texto del siglo XVI al principio, pero sí hay muchas fórmulas, muchas expresiones, mucho sabor que remite a las crónicas de Indias. Me encantaba la idea de una novela que no tuviera un estilo cohesionado, que se va transformando. Algo que también me costó mucho es cómo sintetizar esa historia de cinco siglos en 400 páginas, en qué tipo de detalles me tengo que fijar para que el lector entienda que ha habido un cambio de época sin haberlo dicho y para captar el sabor o el clima de esa nueva forma de pensamiento.