José Manuel Sánchez Ron (Madrid, 1949) acaba de escribir la obra definitiva sobre la historia de la ciencia en España. Más de mil páginas —notas incluidas— que arman un ambicioso ensayo lleno de personajes fascinantes, expediciones pioneras y notables avances, pero que también destila un cierto tono pesimista: el de unos deseos y esperanzas de unos pocos españoles que "miraron más allá" de lo cotidiano y que se vieron frustrados por el desinterés del conjunto de la nación. El país de los sueños perdidos (Taurus), considera el académico de la RAE y Premio Nacional de Ensayo 2015.
El título es muy sugerente. Ya aventura un resultado insuficientemente satisfactorio.
Está cargado de significado y es una referencia a que a lo largo de la historia ha habido no pocos españoles que pensaban que su país sería mejor con una ciencia más poderosa, y sus sueños finalmente se perdieron. Con los momentos más altos o más bajos que pueden existir en la ciencia española, lo que es patente ahora es que no somos un país líder en investigación científica; y no le hemos sido nunca salvo en pocos casos como el de Ramón y Cajal.
¿La ciencia en España ha sido despreciada?
No ha constituido ni de lejos uno de los valores principales de la nación. Hay que hacer la salvedad del siglo XVI, en el que ciencia y técnica —lo que ahora llamamos tecnología— estaban muy estrechamente relacionadas. El Imperio español necesitaba entonces de personas con conocimientos astronómicos y matemáticos para llegar a América, para que los marinos pudieran encontrar la ruta hacia el Nuevo Mundo. La ciencia técnica en España en el siglo XVI no está mal.
Luego también está el país de las tres culturas, el momento en que la Península se convierte en algo así como el eslabón que transmite la cultura científica árabe que a su vez había rescatado no poco de la ciencia griega. España desempeñó un papel importante. Y hay momentos también como el de Alfonso X el Sabio, cuyas tablas astronómicas durante mucho tiempo fueron las canónicas.
San Isidoro de Sevilla, la Escuela de Traductores de Toledo, los escenarios abiertos por el descubrimiento del Nuevo Mundo... Una estela favorable que se rompe en el siglo XVII. ¿Por qué?
El Imperio español apostó por una ciencia útil, que tuviese utilidad práctica para beneficiar a la nación. Felipe II establece una Academia Real Matemática, pero el interés estaba sobre todo en aplicar esos conocimientos a la náutica. Hay textos que también menciono de autores hispanos que son traducidos y conocidos ampliamente en Europa. Pero en el siglo XVII, que es fundamental para la revolución científica —se buscan las leyes que rigen el funcionamiento de la naturaleza—, ya no hay esa presencia de técnicos españoles. Se desvanece completamente.
Cuando vemos en conjunto la historia de la ciencia española nos damos cuenta de que son otros los valores que rigen. En algún pasaje señalo que la religión católica, frente a lo que se ha dicho, no favoreció el conjunto. Uno de los valores que predominan en España es que queremos salvar nuestra alma más que ganar el presente a través del conocimiento de la naturaleza.
No somos un país líder en investigación científica, y no lo hemos sido nunca salvo en pocos casos como el de Ramón y Cajal
El siglo XIX tampoco fue beneficioso para la ciencia en nuestro país...
En el maravilloso siglo XVIII, el de la Ilustración, hay movimientos como el de los llamados novatores, pero entramos en el XIX —fantástico con el electromagnetismo o la teoría de Darwin— y en España se produce la invasión francesa, luego la restauración con uno de los peores monarcas de la historia de España, Fernando VII, la Primera República, la Restauración de nuevo, la pérdida a finales de siglo de los últimos vestigios del imperio. Y la ciencia —esto es algo que hay que resaltar, válido en el pasado y el presente— necesita estabilidad.
Desde el punto de vista institucional, en Inglaterra se crea la Royal Society en 1660; en Francia, la Académie des sciences se funda en 1666. Mientras que la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de España aparece en 1847. Casi dos siglos más tarde.
Al menos al otro lado del Atlántico sí se registraron importantes avances científicos con sello español.
En los siglos XVII y XVIII, en América, se hace lo mejor de la contribución española a la ciencia universal. Cuando se descubre el Nuevo Mundo, los conquistadores se encuentran con una naturaleza biológica —plantas, animales, antropología— completamente diferente, y tienen que estudiarla y conocerla. Se establecen a lo largo del siglo XVIII expediciones científicas para conocer sobre todo la botánica.
Una contribución que, sin embargo, no frenó la aparición de una corriente que hablaba de una "enfermedad de la ciencia española".
La llamada "polémica de la ciencia española", como digo en la introducción, no me interesa mucho porque no es mi intención tratar de identificar si aquí hubo tal español que hizo esto y aquello. Mi libro es un libro de historia de la ciencia, pero me he esforzado por que sea algo más. La moraleja que cabría decir es que he tratado de identificar las razones, que son sociales, económicas, políticas y geográficas, por las que sucedió lo que sucedió. De esta manera, es no solo una contribución a la historia de la ciencia en España sino a la propia historia de España.
¿La llamada leyenda negra ha influido de alguna forma en la consideración que se tiene sobre la ciencia en España?
Sí, el caso más llamativo es el de América. Ahí es donde sobre todo se ha fundamentado esa leyenda negra. Desde el punto de vista de las contribuciones al conocimiento de la naturaleza —botánica, antropología, mineralogía— esa historia no se sustenta. Tampoco desde el punto de vista del mestizaje, que tiene una dimensión moral mucho más elevada que la de otros imperios en los territorios que colonizaron.
En lo que se refiere a la ciencia sí que hay esa cita que pongo al principio del libro de donde nace la "polémica de la ciencia en España" [una entrada de la Encyclopédie méthodique en la que se afirma que España "quizá sea la nación más ignorante de Europa"]. Debemos quedarnos con lo sustancial: cómo es que la contribución a la gran ciencia, esa que queda inmortalizada en los libros y que nos ayuda a vivir mejor, de un país con la historia de España ha sido tan pobre.
Uno de los valores que predominan en España es que queremos salvar nuestra alma más que ganar el presente a través del conocimiento de la naturaleza
¿Fue entonces el Premio Nobel de Ramón y Cajal una suerte de excepción?
Fue una persona extraordinaria, pero qué casualidad que solo surja una figura así en el campo de la medicina. Es que tiene maestros: Aureliano Maestre de San Juan le enseña las técnicas de investigación con el microscopio, Luis Simarro las técnicas de tinción… Estadísticamente podríamos pensar que nacieron también españoles y españolas con capacidades sobresalientes en otras disciplinas para dejar sus nombres en letras doradas en esa historia universal de la ciencia y, sin embargo, no los tenemos.
El capítulo dedicado a José Echegaray es un buen ejemplo en ese sentido. Es recordado como el primer Premio Nobel español... en Literatura en 1904, dos años antes al de Ramón y Cajal. Pero hay una cita preciosa de Echegaray en sus memorias donde dice que si hubiera tenido dinero se habría dedicado a las matemáticas, que es lo que realmente le gustaba, y no a los dramas. Fue el mejor matemático español del siglo XIX.
Más allá de Ramón y Cajal o Severiano Ochoa, tampoco parece haber existido un esfuerzo educativo por dar a conocer a las grandes figuras científicas españolas.
Creo que no. Hay que salir a la calle y preguntar quién fue Celestino Mutis, los hermanos Elhuyar, Augusto González Linares, Enrique Moles, Blas Cabrera, Ignacio Bolívar… Esos nombres son absolutamente desconocidos. Se conocen más nombres de políticos, artistas o escritores, que no digo que no se lo merecieran, pero si establecemos una desigual tabla de comparación, podemos decir que méritos también tenían estos…
Me gustaría que en las escuelas e institutos, que es donde se marcan la cartas de la baraja para luego tener una cierta cultura en la que la ciencia debería tener una presencia mucho mayor que la que tiene en la actualidad, se diera una somera idea de las líneas generales de lo que fue la historia de la ciencia en España y algunos de sus principales protagonistas.
Y este desconocimiento se suma a la llamada "fuga de cerebros". En el libro demuestra que este fenómeno se registró ya antes de la Guerra Civil.
He prestado atención a una institución que se crea en 1907 a raíz del llamado regeneracionismo. Hay muchos intelectuales y científicos que dicen: "Hemos perdido ante EEUU no porque sean más bravos, se nos ha derrotado en el laboratorio y en la escuela". La Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, aparte de crear algunos centros de investigación, daba becas, pensiones se llamaban entonces. En algún caso algunos de esos becados no volvió a España. Es un ejemplo temprano de "fuga de cerebros" que luego se manifestó de una manera mucho más intensa.
Cierra el libro con una reflexión que deberíamos hacer como país, y que resuena con mayor fuerza en plena pandemia: necesitamos de la ciencia para ser más que un país de servicios.
Estamos viviendo un momento en el que se ve la servidumbre que es que una parte importante de la riqueza española dependa del turismo, de los servicios, del ocio. Este sector ha sufrido de una manera catastrófica y España lo sentirá muchísimo más desde el punto de vista económico.
Si fuéramos un país que tuviera como uno de sus puntos de riqueza el conocimiento, los beneficios del I+D+i, seguramente estaríamos mejor situados para superar esta coyuntura. Una de las enseñanzas que brinda el libro es que necesitamos la ciencia para ser mejores, más libres e informados y no meros transeúntes en ese azaroso viaje que es la vida. Pero no solo para eso: necesitamos la ciencia, la investigación científica, para ser algo más que un país de servicios.