A las dos de la tarde, bajo un sol infernal, y tras una marcha de unos 23 kilómetros desde Adrianópolis, una ciudad antigua ubicada al noroeste de Turquía, las legiones del emperador Valente avistaron al fin el círculo de carros que delimitaba el gran campamento bárbaro. El augusto del Imperio romano de Oriente estaba ansioso por infligir personalmente un severo correctivo a las tribus que llevaban años causando estragos en las fronteras del Danubio. Era el 9 de agosto de 378 y Roma estaba a punto de presenciar una de las mayores catástrofes bélicas de su historia.
Valente acudió al campo de batalla con un ejército formado por unos 40.000 hombres. Enfrente tenía a una alianza bárbara (tervingios, greutungos, alanos, hunos, carpos, sármatas, etcétera) encabezada por un caudillo de nombre Fritigerno que debió reunir, como mínimo, a 35.000 guerreros, aunque algunos especialistas calculan que esa cifra probablemente igualó a la de sus enemigos. Al término del enfrentamiento, 25.000 romanos yacían muertos o habían sido apresados; y lo que es peor: en la nómina de bajas había que contar al mismísimo emperador, cuyo cuerpo había sido carbonizado vivo.
"Roma nunca volvería a ser la misma y los godos, ciento veintisiete años después de la batalla de Abrittus, volvían a dar muerte a un emperador romano [en 251 fue Dacio el princeps que murió en combate junto a otros 20.000 soldados más]. Pero esta vez, y al contrario de lo que sucedió tras Abrittus, los godos no serían expulsados del Imperio, sino que lo socavarían profundamente", explica el historiador José Soto Chica en su última y magnífica obra Los visigodos. Hijos de un dios furioso (Desperta Ferro).
Lo que sucedió aquella jornada de 378 en la batalla de Adrianópolis fue, según el escritor Rufino de Aquilea, contemporáneo a los acontecimientos, "el inicio del terror para el Imperio romano", la primera de una serie de desgracias que conllevarían al saqueo de Roma en 410 por el jefe godo Alarico. ¿Pero qué falló en la estrategia de Valente? ¿Por qué sus legiones se hundieron ante las cargas de la caballería bárbara?
El primer error del emperador fue precipitarse y no aguardar el refuerzo de las tropas occidentales de su sobrino Graciano, que se habían visto retrasadas por culpa del ataque de una banda guerrera de jinetes alanos. El segundo, según Soto Chica, consistió en perder el tiempo en unas negociaciones sin sentido con los emisarios de Fritigerno cuando su ejército ya se estaba desplegando sobre el campo de batalla y los soldados, golpeados por la sed y el hambre, se achicharraban dentro de sus armaduras.
Un infierno
Las hostilidades entre ambos ejércitos se desencadenaron cuando los romanos todavía no habían sido capaces de formar una línea compacta, con el flanco izquierdo expuesto. Los arqueros y la infantería ligera de Valente fueron rechazados y puestos en fuga. La caballería goda y alana, "como un rayo que se precipita entre las montañas", en palabras del historiador Amiano Marcelino, también contemporáneo de los hechos, respondió con una carga devastadora.
A partir de ahí, el choque entre ambos ejércitos se convirtió en una batalla "apocalíptica", en un infierno, especialmente para los legionarios. "Se luchó con saña durante horas manteniéndose la formación cerrada", narra Soto Chica. "Rechazando una y otra vez a los bárbaros, mientras que la tierra se llenaba de cadáveres de las propias filas y de las enemigas y el suelo se volvía fangoso a fuerza de tragar sangre. Se peleó con desesperación bárbara y romana, los combatientes se alzaban sobre los cuerpos muertos y heridos que yacían por doquier y que, golpe a golpe, se iban apilando hasta formar montañas de carne muerta y ensangrentada".
Finalmente, las legiones se quebraron y emergió el pánico. Los soldados emprendieron una desesperada huida hacia Adrianópolis mientras eran perseguidos por los jinetes bárbaros, que les acuchillaban y alanceaban sin piedad. Del desastre, equiparable a los de Cannas, Carras o Teutoburgo, tampoco logró zafarse el emperador Valente. Herido y aislado de parte de su guardia, fue conducido por sus servidores hasta una granja cercana. Sin embargo, el refugio pronto se convertiría en su tumba: una partida de guerreros godos, enfurecidos por las flechas que salían del edificio y sin saber quién se escondía ahí dentro, le prendieron fuego.
La derrota imperial no fue resultado de una insalvable inferioridad numérica o por la desmoralización de unos poco combativos soldados, como han apuntado algunos autores. "No, los romanos aguantaron horas enteras peleando en orden y sin casi esperanza y eso solo se hace a fuerza de disciplina y valor", analiza José Soto Chica, y para ello pone algunos ejemplos de la narración de Amiano Marcelino, que contó con información de la batalla de primera mano: "(...) puesto que lo compacto de las formaciones quitaba toda posibilidad de huir, también los nuestros, despreciando su propia muerte, empuñaron sus espadas y mataban a sus enemigos".
La explicación reside en algo más sencillo: la mala información de los exploradores romanos, que no supieron calcular con precisión las cifras del ejército de Fritigerno, y el pésimo liderazgo de Valente, que pensó más en su prestigio político que en las consideraciones militares. Si hubiera esperado a unir a su contingente los refuerzos de Graciano, los efectivos romanos se habrían multiplicado y el destino del enfrentamiento probablemente habría sido otro.
"La batalla de Adrianópolis no fue la batalla de un Imperio decadente y condenado a caer ante el empuje de unos bárbaros dinámicos y renovadores. La prueba de ello es que el Imperio que fue derrotado, el de Oriente, aguantó y se mantuvo en pie durante mil años más. Pero sí fue el comienzo de una nueva fase en la relación entre romanos y bárbaros y el comienzo de la verdadera génesis del pueblo visigodo", valora Soto Chica, autor de una esclarecedora e imprescindible obra sobre los orígenes de esa tribu que convirtió Hispania en una gran potencia occidental.