Pocas cosas seducen más al cine en sus inmersiones históricas que una buena leyenda. Como paradigma se puede poner la película El Cid (1961) de Anthony Mann, en la que Charlton Heston interpreta a un Rodrigo Díaz de Vivar cabalgando a la batalla —y ganándola— después de muerto. La lista podría ser eterna, pero este caso sirve como ejemplo del poder de las imágenes en el imaginario popular. La gran pantalla siempre ha reinterpretado el pasado a su antojo.
Si hoy en día se pregunta a cualquier ciudadano medio cómo eran los espartanos, lo más probable es que recurra a la representación de la película 300 (Zack Snyder, 2006): hombres tremendamente musculados con barba de pico y apenas cubiertos con un taparrabos y una capa roja, y pertrechados con un escudo, el hoplon, y una lanza de acometida. Pero exceptuando el armamento, se trata de una figuración adaptada del cómic homónimo de Frank Miller, en el que estos antiguos guerreros directamente combaten desnudos.
"Los espartanos tenían extraordinarias armaduras de bronce. Se iban a enfrentar a un ejército persa compuesto principalmente de arqueros. Eran muy valientes pero no tontos. De hecho, la infantería pesada griega, los hoplitas, basaba su eficacia en la unidad de la formación y en la utilidad de sus protecciones", explica Guillermo Díaz, autor del recién publicado Grandes batallas en la pantalla (Edaf). En las Termópilas, un embudo geográfico, su impenetrable falange logró frenar las oleadas de las tropas enemigas hasta la traición del célebre Efialtes, que indicó al rey Jerjes un paso alternativo.
La película 300 es una de las cinco —además de Troya (Wolfgan Petersen, 2004), Alejandro Magno (Oliver Stone, 2004), Espartaco (Stanley Kubric, 1960) y Gladiator (Ridley Scott, 2000)— que el diputado, crítico de cine y divulgador histórico, analiza en su nuevo ensayo. En esta desmitificadora y estupenda obra, el autor radiografía la forma en que Hollywood ha representado la realidad de la guerra en la Antigüedad y la enfrenta a lo que de verdad cuentan las fuentes clásicas y las investigaciones más recientes.
La conclusión está clara: "Lo más tergiversado por el cine es la Antigüedad porque está muy espectacularizada. Todo era mucho más duro y austero en algunos aspectos y más grandioso en otros. Un frente de batalla, por ejemplo, ya tenía kilómetros en aquella época. Y también es cierto que la muerte era mucho más sucia y horrible de lo que se ve en las películas", apunta Díaz.
El punto de partida del libro es una hipótesis que sorprenderá a muchos: en las batallas de la Antigüedad moría mucha menos gente de lo que nos muestran las ficciones. Enfrentamientos como Maratón [hoplitas contra persas] o Gaugamela [una de las más célebres de Alejandro Magno] disponían un frente con dos marabuntas de guerreros que chocaban unos contra otros. "Muchísimos soldados ni siquiera llegaron a ver el enemigo y solo se produjeron bajas en primera línea, donde el aguante físico era limitado", señala el autor, y zanja: "La gran masacre, el gran número de bajas, se registraba cuando uno de los bandos entraba en pánico y rompía la formación. Entonces se iniciaba la persecución de una masa informe en desbandada por un ejército organizado que sí ponía en marcha una cacería. Ahí se registraban esas decenas de miles de muertos de las que hablan las crónicas".
Principales mentiras
En Grandes batallas en la pantalla, Guillermo Díaz desvela los errores históricos de este repóker de películas y los enfrenta a la verdadera forma de combatir de las temibles falanges griegas, un "erizo gigante" con sus lanzas de seis metros, o de las invencibles legiones romanas y su arma más mortífera: el gladius hispaniensis. También propone una aproximación más verosímil a célebres acontecimientos como la revuelta esclava dirigida por Espartaco que puso en jaque a Roma o la batalla de las Termópilas, en la que la coalición griega estaba formada por un total de 7.000 efectivos y no solo por los 300 espartanos de Leónidas.
Troya es la cinta que más imprecisiones contiene. "Teniendo en cuenta la población mundial en la Edad del Bronce, era imposible juntar un ejército de 10.000 hombres y ese ingente número de barcos, inspirado en el desembarco de Normandía, como se ve en la película. Es una aberración histórica", destaca el autor, como la presencia de la caballería. Además, en aquella época, la responsabilidad de los combates recaía en los nobles, que eran entrenados en la agogé, un entrenamiento que ensalzaba su valentía y su capacidad de lucha: "Eran sus intereses los que estaban en juego: la ampliación de su territorio, el saqueo de mercancías, una venganza... Lo normal eran los combates de campeones. Las guerras se decidían con muy pocas bajas porque no se lo podían permitir".
La antítesis a Troya puede ser Alejandro Magno, filme que según Guillermo Díaz representa alguna de las mejores batallas del cine contemporáneo. "Ahí se ve que un frente tenía kilómetros, que los combates estaban perfectamente planificados de antes y la estrategia que utilizaba Alejandro Magno: el yunque y el martillo. Se ponía como cebo a sí mismo para que salieran en su persecución, despejando el camino hacia el rey persa, y giraba de una forma perfectamente entrenada a una velocidad que nadie era capaz de hacer, y se lanzaba contra su enemigo que había quedado desprotegido".
En cuanto al mundo de la Antigua Roma, el escritor aborda tópicos sobre las luchas de gladiadores —no todas eran a muerte, ni el emperador o el mecenas de los juegos decidía con un gesto del pulgar quién vivía o moría y había árbitros que paraban el enfrentamiento si se rompía alguna de las armas— y sobre las tácticas de los legionarios, "una máquina de picar carne".
"Gladiator es unos de los inicios más bonitos del cine moderno, pero el avance de la legión romana no era precisamente lento, como se muestra en la película", explica Guillermo Díaz. "Se acercaban al enemigo de forma cohesionada y lanzaban una jabalina ligera. Cuando estaban más cerca empezaban a trotar, manteniendo la formación, y lanzaban el pilum, una lanza pesada con una primera parte metálica de hierro dulce que se doblaba si impactaba contra el suelo, y luego se lanzaban a la carrera. Desenvainaban el gladius y, protegidos detrás de su escudo de teja, buscaban el cuello, la barriga o la ingle. Estaban entrenados para clavarla cuatro dedos".
En el salto de la Antigua Grecia a la Antigua Roma, el autor señala la necesidad de una película que recree cómo habría sido un choque entre esas diferentes filosofías de entender la guerra, de una concepción más deportiva y heroica a otra más brutal. "La gran pregunta es saber si Alejandro Magno hubiese sobrevivido a las fiebres que lo mataron, se hubiese sabido adaptar a la hora de enfrentarse a los romanos". Ahí está la novela de Javier Negrete, Alejandro Magno y las Águilas de Roma (Minotauro), para el director que se atreva a adaptarla al cine.