Antes del amanecer del miércoles 24 de junio de 1812, el enorme ejército de Napoleón Bonaparte, formado por unos 615.000 soldados y alrededor de 250.000 caballos —era la fuerza invasora más grande en toda la historia de la humanidad hasta ese momento—, atravesó el Niemen hacia Rusia. Desde que su héroe Julio César cruzó el Rubicón en el año 49 a.C., embarcándose en la destrucción de la República romana y provocando una guerra que asolaría al mundo, el cruce de ningún río había estado tan cargado de presagios y simbolismo.
El día anterior, mientras reconocía el curso del agua, el caballo del emperador francés se asustó al ver una liebre y le tiró en la orilla, dejándole una cadera amoratada. "Es un mal augurio, ¡cualquier romano se daría cuenta", exclamó alguien. Teniendo en cuenta la afición del corso por la Antigüedad, es probable que él fuese el autor de la frase. Menos de dos meses después, la Grande Armée había capturado Moscú y el traspié en el Niemen parecía una anécdota. Pero el gélido invierno y una concatenación de decisiones erróneas se convirtieron en una auténtica catástrofe.
En la campaña rusa, Napoleón perdió a medio millón de hombres entre muertos y capturados. Su aura de imbatibilidad se esfumó de golpe. "¡Qué carrera ha destruido! Con la gloria obtenida podría haber llevado la paz a Europa, y no lo ha hecho. Se ha roto el conjuro", presumió el zar Alejandro I.
El cruce de un río y los acontecimientos que se desencadenaron a raíz de ese movimiento no es lo único que conecta a Julio César y Napoleón Bonaparte. La biografía del corso —en las pocas veces que se refirió a sus antepasados italianos afirmó que era un heredero de los antiguos romanos: "Pertenezco a una raza que funda imperios"— está plagada de referencias y lecciones sobre las gestas del general y dictador del siglo I a.C. También de otros héroes antiguos como Alejandro Magno. Desde que en el colegio se empapó de las obras de Plutarco o Polibio, el futuro emperador galo soñó con imitar las conquistas de esos hombres irrepetibles, con que su nombre apareciese junto a los gigantes del pasado.
"La lectura de la historia hizo que enseguida me sintiese capaz de alcanzar las mismas cotas que los hombres a los que situamos en las cumbres de nuestros anales", reconoció el propio Napoleón al marqués de Caulaincourt. Estudiar sus campañas no solo fue un acicate simbólico, sino también una enseñanza práctica: "La historia clásica le proporcionó una enciclopedia de tácticas militares y políticas y un catálogo de citas a las que recurriría durante toda la vida. La inspiración fue tan profunda que en ocasiones, al posar para un retrato, colocaba la mano en el chaleco, a imitación de los togados romanos", describe Andrew Roberts en su estupenda biografía Napoleón. Una vida (Ediciones Palabra).
Napoleón Bonaparte murió el 5 de mayo de 1821, hace exactamente dos siglos, desterrado en la isla de Santa Elena tras su derrota definitiva en la batalla de Waterloo (1815). Independientemente de los debates y las polémicas que siguen envolviendo su figura, el corso ocupa un puesto de privilegio en el Olimpo de los grandes personajes de la historia. El premier británico Wiston Churchill lo definió como "el mayor hombre de acción nacido en Europa después de Julio César".
Motivar a las tropas
En las vidas de Alejandro Magno y sobre todo de Julio César, Napoleón halló ejemplos y actitudes en las que amparar sus decisiones personales, políticas y militares, desde el golpe de Brumario que le brindó el poder hasta la eliminación de los privilegios hereditarios del Antiguo Régimen, pasando por el divorcio de su esposa Josefina —la emperatriz no le había dado descendencia y él conocía las luchas sangrientas por el poder que se habían desencadenado tras la muerte de sus dos héroes—.
El corso, que tampoco veía separación entre las esferas política y militar, siguió el modelo que personificaba el dictador romano como legislador, ingeniero civil y forjador de la nación. De hecho, al ser nombrado primer cónsul vitalicio por el Senado en 1802, Napoleón dejó caer que se había visto arrastrado con reluctancia al poder de por vida, en un claro símil a cómo rechazó Julio César hasta en dos ocasiones la diadema de laurel romana. "Consideráis que debo realizar otro sacrificio para el pueblo. Lo haré si la voz del pueblo ordena lo que vosotros habéis autorizado", esbozó, convocando un plebiscito entre los franceses claramente amañado —3.653.600 personas votaron a favor y solo 8.272 en contra—.
El emperador, que al llegar al Palacio de las Tullerías reunió una colección de estatuas de sus dos héroes principales y otra veintena de personajes históricos como Aníbal, Escipión, Cicerón, Federico el Grande o George Washington para decorar la galería principal, destacó también por su cualidad extraordinaria en saber cómo arengar a sus tropas. "Hay que hablarle al alma, es la única forma de electrizar a los hombres", dijo. Sus discursos para despertar el orgullo de los regimientos y el fervor patriótico, plagados de referencias a la historia clásica y donde empezaban a gestarse sus victorias, se clavaban en postes en los campamentos para ser releídos y rememorados.
"Tenían el propósito de que sus soldados sintiesen que sus vidas —y, llegado el caso, su muerte en batalla— importaban, y que eran parte integral de un todo mayor que resonaría en la historia de Francia", explica Andrew Roberts. "Napoleón aprendió muchas de las lecciones esenciales de liderazgo de Julio César, sobre todo de su costumbre de amonestar a las tropas que consideraba que no habían alcanzado lo que se esperaba de ellas".
Al poco de ser nombrado emperador, creó unas insignias aquilinas, al más puro estilo de las legiones romanas, que representaban los colores de cada regimiento. "La pérdida de un águila es una afrenta al honor del regimiento que ninguna victoria, ni la gloria obtenida en cien campos de batalla, puede enmendar", señaló Napoleón. A pesar de esta dureza, el corso no fue un general excesivamente cruel, sino que se preocupó por la alimentación y las condiciones salubres de sus soldados, con los que pasaba tiempo entre bromas y tirones de orejas.
Otros episodios concretos de su biografía evidencian las conexiones de Napoleón con el pasado antiguo. Las campañas de Egipto y Siria (1798-1799) se revelaron en la oportunidad de caminar sobre las huellas de sus dos mayores héroes. Como Napoleón sabía que Alejandro Magno se hizo acompañar de hombres ilustrados y filósofos durante sus conquistas en Egipto, Persia y la India, reclutó a 167 geógrafos, botánicos, químicos, historiadores, astrónomos, pintores, músicos, periodistas y aeronautas, entre otros eruditos. La expedición fue más exitosa en el plano cultural, intelectual y artístico —se halló la Piedra Rosseta— que a nivel militar o estratégico.
Tras ser nombrado primer cónsul y reanudar las hostilidades contra Austria, Napoleón ingenió una operación que sería uno de los mayores hitos de la historia militar —y que desembocaría en la batalla de Marengo, uno de los triunfos que contribuyó al mito de su imbatibilidad—: cruzar los Alpes con su ejército, algo que desde Carlomagno, y antes Aníbal, nadie había repetido. Su gesta la hizo inmortalizar en una pintura de Jacques-Louis David, en la que su nombre aparece colocado a la altura del emperador franco y el general cartaginés.
Una de las operaciones que el corso nunca pudo llevar a cabo fue la invasión de Gran Bretaña. Para finales de 1804 había armado un plan que suponía una flota formada por más de 1.831 embarcaciones de todo tipo y 167.000 soldados. En esa obsesión con el mundo clásico, Napoleón mandó publicar libros y artículos acerca de las invasiones con éxito de Inglaterra desde la época de Julio César, a la que empezó a definir como Cartago. También escogió la abeja, apropiándose de las joyas halladas en la tumba del rey franco Childerico, del siglo V, como emblema personal y familiar, conectando así la casa Bonaparte con la antigua dinastía merovingia, fundadora de la soberanía francesa.
Napoleón definió en una ocasión a Julio César como "un hombre de inmenso genio y de inmensa audacia, a la vez y en la misma persona". La incógnita es saber qué habría dicho el general romano de haber tenido constancia de la vida política y militar del emperador francés.