Una de las principales dificultades a las que se enfrentan los arqueólogos e historiadores a la hora de investigar el pasado, sobre todo la Prehistoria, radica en responder al interrogante de qué hacían los antiguos seres humanos con sus muertos. Especialmente ardua resulta la tarea si se reduce a épocas y espacios geográficos concretos, como la cultura celta de la Edad del Hierro europea, caracterizada por la escasez de restos funerarios y la "invisibilidad" de tumbas. Sin embargo, las recientes excavaciones y el estudio de una necrópolis hallada en Monte Bernorio (Pomar de Valdivia, Palencia) han abierto un escenario inédito y logrado desvelar algunos de los grandes misterios sobre los rituales de enterramiento de estos pueblos.
El yacimiento, un gran oppidum o ciudad fortificada ocupada desde el siglo VIII a.C. y que actuaba como una de las capitales de los cántabros, fue sistemáticamente destruido por las legiones romanas a finales del siglo I a.C. Antes, los habitantes del castro, ubicado en un lugar estratégico para las comunicaciones entre la costa y la Meseta, desarrollaron una cuidadosa ceremonia para despedir a sus seres queridos en la que combinaban restos humanos y animales, objetos materiales y fuego. Los resultados de la investigación, realizada durante más de una década por especialistas del Instituto Monte Bernorio de Estudios de la Antigüedad del Cantábrico (IMBEAC) y varias universidades europeas, acaban de publicarse en la revista científica Journal of Field Archaeology.
"Hemos constatado que las necrópolis celtas no solo eran sitios para enterrar gente, sino que había otros cultos, distintas fórmulas rituales que tenían que ver con la memoria de los muertos, y que incluso después de que hubieran sido enterrados se seguían haciendo fiestas para conmemorarlos", explica Jesús F. Torres Martínez, director del IMBEAC y uno de los firmantes del artículo junto a Manuel Fernández-Götz, Santiago Domínguez- Solera, David Vacas-Madrid, Mariano Serna- Gancedo, Gadea Cabanillas de la Torre, Marcos Galeano & Ricardo Fernandes. "Demostramos que este mundo funerario era más complejo y tenía más variantes de las que a simple vista parece".
El ritual funerario que se ha podido reconstruir tenía "un orden y un criterio establecidos". El cuerpo del difunto, con sus ropas, adornos, recipientes de cerámica y restos animales, se quemaba en una hoguera. Al mismo tiempo, los vivos celebraban un banquete en el que consumían carne de toro, oveja, ciervo o jabalí procedente de presas domésticas y otras que habían sido específicamente cazadas para la ceremonia. Esos huesos se guardaban para ser arrojados como una especie de ofrenda sobre la tumba.
Los otros elementos involucrados en el festín —tierra, cenizas, carbón y fragmentos cerámicos— también serían seleccionados en una pequeña cantidad y se mezclaban con algunas esquirlas del cuerpo humano incinerado. Todo ese conjunto se enterraba en una pequeña tumba de forma circular u ovalada, cerrada con piedras o pequeños túmulos de tierra. Los arqueólogos denominan este proceso como la práctica del pars pro toto, según la cual los restos humanos y los objetos están simbólicamente representados por una sola parte del cuerpo/artefacto.
Los investigadores, por lo tanto, apuntan que la necrópolis de Monte Bernorio no solo fue usada como cementerio para depositar ajuares o restos humanos fragmentados, sino que evidencia "prácticas culturales intencionales diseñadas para hacer invisibles los restos de algunos de los fallecidos, mientras que al mismo tiempo se conmemoraba su memoria". Además, las evidencias de fauna halladas en la parte superior de algunas de las sepulturas apuntan a un culto al recuerdo de los fallecidos que habría tenido lugar después del funeral.
Nuevo escenario
El equipo de investigación del IMBEAC y colaboradores ha llegado a estas conclusiones tras estudiar más de una treintena de túmulos o tumbas, datadas por radiocarbono entre los siglos III-I a.C., descubiertas en la denominada Área 7 de Monte Bernorio, una zona de enterramientos situada en las cercanías de la puerta sur del oppidum. No es el único cementerio documentado en el yacimiento. En 1890, Romualdo Moro, por encargo del marqués de Comillas, halló una necrópolis tumular en la que recuperaría los célebres puñales de tipo Monte Bernorio; y a mediados del siglo pasado, Julián San Valero Aparisi documentó otros dos túmulos de incineración con ajuares metálicos.
Las sepulturas del Área 7, rodeada por un foso que delimitaba el espacio sagrado, fueron identificadas durante dos campañas de excavaciones, entre 2007-2008 y 2015-2016. En cuanto al primer grupo, llama la atención, además de la presencia de los materiales quemados descritos, el complejo sistema de conexión entre los hoyos, un "deliberado, repetido e intenso uso del mismo espacio, lo que sugiere un significado simbólico y ritual al área". Los objetos resultaron más modestos que los de las sepulturas prospectadas décadas atrás, fechadas en los siglos V-IV a.C., cuando se incluían armas y ajuares masivos como parte del enterramiento.
El material recuperado en las dos intervenciones arqueológicas fue estudiado posteriormente en el laboratorio. A simple vista no era posible identificar restos de huesos humanos entre las cenizas, pero los análisis científicos han confirmado que los cántabros del I milenio a.C. enterraron de forma intencionada solo una mínima porción de los cuerpos de sus familiares y amigos. "Lo importante, quizás, no era tanto la preservación del cuerpo en sí, sino la perpetuación de una impresión tangible y un recuerdo del difunto y su funeral", describen los arqueólogos. Es decir, que el ritual tenía más trascendencia que el propio cadáver en el viaje del difunto al mundo de los muertos.
La necrópolis de Monte Bernorio refleja un ejercicio de cremación identificado en otras partes de la Iberia y la Europa de la Edad del Hierro, pero con dos rituales asociados: el de la desaparición del cuerpo y otro para conmemorar la muerte a través de una ceremonia y un lugar de entierro. "Por lo tanto, no podemos hablar de 'invisibilización', ya que la memoria de los difuntos se hizo visible a través del acto de cremación, la propia necrópolis y sus estructuras funerarias y rituales, incluyendo algunas evidencias del culto posterior a los antepasados. Esta y otras necrópolis similares fueron lugares rituales para la memoria de los muertos con una ausencia (casi completa) de restos humanos".
El arqueólogo Jesús F. Torres Martínez considera que este trabajo abre un nuevo escenario para la investigación del mundo funerario celta, más difícil de definir por esa 'desaparición' de los cuerpos: "A veces la gente excava túmulos que están vacíos e igual lo que hay que hacer a partir de ahora es analizar los suelos buscando esquirlas de huesos y fragmentos de cerámica, prestarle más atención a muchos espacios que pueden ser considerados como basureros o difícilmente clasificables".
No obstante, queda un gran interrogante por resolver: identificar el lugar donde se quemaban los muertos para que desaparecieran. La principal hipótesis de los investigadores es que la cremación tuviese lugar al lado de los ríos, sobre cuyo cauce se arrojarían las cenizas y los huesos, en un ritual similar al antiesti que aún se practica en la India. Pero todavía no se ha podido confirmar arqueológicamente. Al mundo funerario celta le quedan todavía muchos secretos por desvelar.