En el año 174 d.C., durante la campaña contra la tribu germánica de los cuados en el curso alto del Danubio, las tropas de Marco Aurelio lograron esquivar una aniquilación segura. Un contingente mucho más numeroso de bárbaros había rodeado a la legión romana en una jornada de condiciones extremas: el calor sofocante y la escasez de agua, pensaron los locales, acabarían por rendir a su enemigo. Exhaustos y heridos, los soldados del emperador resistían a duras penas, cuando entonces se desató un diluvio torrencial que les permitió salir de la trampa.
Según una versión de la historia, el conocido como "milagro de la lluvia" fue posible por los conjuros del mago egipcio Arnufis, amigo personal de Marco Aurelio, que incitó la ayuda de varios dioses. Sin embargo, este suceso también fue recogido por el historiador romano Dion Casio, aunque su texto lo conozcamos de forma fragmentada y a través de un resumen de Xifilino, un monje del siglo XI.
Siguiendo las palabras de este último, la legión del emperador, la Legio XII Fulminata, que significaba "relámpago" y utilizaba un rayo como emblema, estaba formada por cristianos de Melitene, una ciudad en la antigua provincia oriental de Capadocia. Un oficial le dijo a Marco Aurelio, cuando el desastre ya parecía imposible de evitar, que esos hombres podían conseguir cualquier cosa con sus oraciones. El césar, ante la falta de alternativas, les pidió que rezaran y entonces apareció la lluvia, como la intermediación del dios cristiano.
Aunque probablemente sea un relato apócrifo y legendario, un diluvio decisivo se precipitó sobre los ejércitos de Marco Aurelio en algún momento de las guerras libradas bajo su reinado en la cuenca danubiana, como así quedó tallado en la columna erigida en Roma que celebra estos triunfos. El episodio, que refleja la superstición, los augurios y los cultos que encarnaron los legionarios que convirtieron al Imperio romano en el ejército más poderoso de la Antigüedad, lo recoge el historiador Guy de la Bédoyère en su nueva obra, Gladius (Pasado&Presente).
Tras reconstruir las biografías de las mujeres más poderosas de la Roma imperial, el autor británico desgrana en su último ensayo cómo fue vivir, luchar y morir en los ejércitos de la Urbs. No es un tratado de historia militar al uso en cuanto a organización, equipo y tácticas de los soldados, aspectos que también se tratan, sino una historia de las legiones a través de nombres propios, de las inscripciones y testimonios arqueológicos que han sobrevivido hasta la actualidad y describen la experiencia bélica de unos hombres que combatieron desde Britania hasta Siria.
Ese es uno de los aspectos más interesantes del libro: descubrir las microhistorias de los soldados, como la de Vinio Valente, un pretoriano forzudo que vivió en época de Augusto y se dice que podía sostener en volandas carretas de vino mientras las descargaba; o la del tracio Maximino, que encabezó una rebelión contra el último emperador de la dinastía severa, Severo Alejandro, al que derrocó y mató, convirtiéndose en princeps hasta que en 238 también fue asesinado; o la de Petronio Fortunato, que resistió hasta los 80 años tras una destacada carrera militar en legiones que combatieron en las fronteras de todo el Imperio.
Victorias e ignominia
De la Bédoyère indaga en la cambiante y heterogénea estructura del Ejército romano, en el sistema de alistamiento y levas, en el entrenamiento, las promociones y los castigos, como la brutal decimatio, en las pagas —el salario de un soldado del año 14 d.C. era de 225 denarios, que en época de Domiciano (81-96) ascendió a 300, unas cifras sometidas a deducciones por comida, vestimenta y equipo— y la eficaz logística, etcétera. Por las páginas de Gladius —en referencia a la célebre espada hispana adoptada por los militares itálicos— discurren los grandes triunfos militares de Roma, como los de Julio César en la Galia, y también las mayores derrotas, con Cannas, en 216 a.C., frente a la mayor destreza del cartaginés Aníbal, a la cabeza.
La obra también permite seguir las sorprendentes odiseas de algunas legiones, como la Legio IX Hispana, que desapareció sin dejar rastro tras haber desempeñado un papel fundamental en la conquista del norte de Britania en tiempos del gobernador Agrícola (78-84), o la ya citada Legio XII Fulminata, una compañía con un historial aciago, marcado por la ignominia: en el año 62, durante el conflicto romano-parto, fue duramente derrotada en la batalla de Rhandea. Una década más tarde, en la primera guerra judeo-romana, su dignidad se arrastró todavía más por el fango, cayendo de forma vergonzosa en Bet Horón.
"Flavio Josefo afirma que se perdieron 5.300 soldados de infantería y 480 de caballería, unas pérdidas enormes para un ejército de Roma y, de hecho, las más altas sufridas en una provincia que en teoría se hallaba bajo control romano. Y aún más preocupante era el hecho de que el enemigo había sufrido muy pocas bajas", resume el Guy de la Bédoyère..
Aunque no todos los miembros de esta unidad quedaron deshonrados. Cayo Velio Rufo, primipilo —el centurión de más alto rango— de dicha legión, recibió la corona vallaris, la "corona castrense", además de collares, medallas y brazaletes de Vespasiano y Tito por ser el primer hombre en superar las murallas durante la guerra judeo-romana de 66-70. Tales honores, sin embargo, no sirvieron para limpiar la manchada reputación de su compañía. Dos décadas más tarde fue condecorado de nuevo por su papel en varios asedios durante la guerra contra varias tribus de Europa central, como los marcomanos. Su destacable carrera fue conmemorada en una estela hallada en Baalbek (Siria).