En los seis años que llevaba como procónsul en la Galia, Julio César no había recibido un revés de semejante calado como el fallido asalto al oppidum de Gergovia, la capital de la tribu de los arvernos, mediada la primavera del año 52 a.C. Durante esa jornada, reconocería el militar, "perdimos algo menos de 700 hombres, así como 46 centuriones, caídos en combate". La derrota le dejó aislado en territorio enemigo, solo con una parte de sus legiones, y alentó la rebelión de los pueblos galos, cuya alianza pasó a estar dirigida por un único caudillo: Vercingétorix.
El jefe de los bárbaros, espoleado por ese influjo de éxtasis victorioso, consideró que era el momento decisivo para aniquilar a los romanos. Pensó que las tropas de César huían de la Galia y, al paso de un valle, buscando una encerrona, ordenó el ataque. Pero al futuro dictador no se le ganaba la partida tan fácilmente, ni tampoco su ejército había quedado tan debilitado: la caballería germánica, compuesta por unos 400 jinetes con monturas y armamento muy superior, propició un severo correctivo al enemigo. El desastre obligó a Vercingétorix a adoptar una estrategia defensiva y se retiró con sus 80.000 hombres a la ciudad fortificada de Alesia, baluarte de los mandubianos.
En esa inexpugnable plaza, al norte de la actual Dijon, tuvo lugar la victoria más grande y asombrosa de toda la carrera militar de Julio César. Una batalla en la que demostró su afilada pericia bélica y que cobra nueva vida en el libro César contra Vercingétorix (Punto de Vista), del arqueólogo e historiador Laurent Olivier, galardonado el año pasado con el Prix Louis-Castex de la Academia Francesa. Se trata de un sugerente ensayo que narra la guerra de las Galias a través de la confrontación de los dos líderes antagónicos de ambos bandos.
El plan de César en Alesia consistió en armar un asedio que bloquease a las fuerzas galas, agotarlas y luego lanzar un gran ataque con sus seis legiones —en total manejaba un ejército de 40.000 soldados—. A mediados de agosto del año 52 a.C., los romanos comenzaron la construcción de una primera línea de fortificaciones. Tenía unos 15 kilómetros de circunferencia y formaba una suerte de corona en la que se distribuyeron veintitrés campamentos y fortalezas para proteger a las tropas.
A pesar de la superioridad numérica, la única opción de victoria para los de Vercingétorix residía en la aparición de un segundo y gigantesco ejército galo que rompiese la férrea maraña defensiva del enemigo. Y eso debía ocurrir pronto: las despensas del oppidum solo disponían de reservas de trigo para un mes. De hecho, el hambre pronto empezó a golpear a la ciudad, registrándose una escena desoladora: el líder arverno ordenó la expulsión de todos los no combatientes —enfermos, mujeres y niños—. César, por su parte, prohibió rotundamente que cruzasen sus muros, quedando en tierra de nadie y muriendo víctimas de la sed y el hambre al cabo de unos días.
El procónsul romano sabía de los planes galos y decidió duplicar su sistema de asedio con una nueva línea exterior, esta de 20 kilómetros de extensión. En los fosos, de 1,5 metros de profundidad, clavaron un bosque de estacas puntiagudas y excavaron ocho hileras de pozos cónicos también rellenos de pilotes afilados, cubiertos con maleza para esconder la trampa, cuyo objetivo no solo era detener a los atacantes, sino también herirlos con el fin de romper las oleadas de asalto. Ese entramado defensivo es uno de los más espectaculares que jamás se hayan ingeniado.
La información de César se demostró acertada. En torno al día 20 de septiembre, el gran ejército de refuerzo galo, compuesto por más 200.000 efectivos y encabezado por alguno de los antiguos aliados del militar, ahora traidores a su causa, se presentó frente a la muralla romana. "El objetivo será asegurar la unión entre estas fuerzas internas [de Alesia] y externas para después aplastar a los romanos desde dentro de sus propias líneas de defensa", describe el arqueólogo e historiador. Pero las dos primeras embestidas, desarrolladas en los días inmediatos, presenciaron la estoica resistencia de las legiones.
Rendición gala
La tercera batalla, que tuvo lugar el 26 de septiembre, fue la definitiva y la más feroz. Los galos atacaron desde fuera el punto débil de las líneas de César —la colina ubicada al norte de la meseta de Alesia— mientras Vercingétorix empujaba desde dentro, buscando la dispersión de los efectivos romanos. "El clamor que surgió detrás de los ejércitos contribuyó considerablemente a atemorizar a nuestro pueblo porque ven que su destino depende de la salvación de los demás", relató el futuro dictador en sus Comentarios sobre la guerra de las Galias.
Después de una lucha encarnizada, de nuevo la caballería germánica emergió para decantar la balanza: irrumpió por detrás de los miles de galos del exterior y cortó la retirada a su campamento con un baño de sangre. Al cuartel general del procónsul llegaron hasta 74 estandartes enemigos. La masacre de sus hipotéticos salvadores desalentó a los sitiados, que se vieron forzados a huir de nuevo al interior del oppidum. César aseguró que si sus soldados no hubiesen estado exhaustos por tantas intervenciones, le habría sido posible destruir "todas las fuerzas del enemigo".
Superado en número por el ejército al que asediaba, y todavía en mayor inferioridad respecto al que lo asediaba a él, el genio militar se había impuesto a ambos. A la mañana siguiente, vistiendo su más reluciente armadura, Vercingétorix salió de Alesia y se arrodilló ante Julio César, el hombre más sobresaliente de la República. Lejos de mostrar indulgencia, ordenó que encadenaran al cabecilla de la rebelión de la Galia. La guerra se había ganado, aunque a un coste brutal: un millón de muertes, según las fuentes antiguas, en siete años de conflicto.
El libro de Laurent Olivier resulta de gran interés por la viveza y detallismo con los que se narran estos hechos históricos, por la contraposición de las distintas versiones que ofrecen las fuentes disponibles y por la combinación de este relato con las investigaciones arqueológicas en los escenarios bélicos, que arrancaron ya durante el reinado del emperador Napoleón III. De hecho, esta crónica arqueológica es de lo más revelador del libro.
Sin embargo, el texto se hace bastante agotador cuando el autor, en su intento de describir las variopintas reinterpretaciones de la figura del caudillo galo o las obvias lagunas que perviven sobre el pasado —todavía más de uno de hace dos milenios—, convierte el ensayo en una concatenación de reflexiones filosóficas sobre la realidad y la ficción. El lector también enarcará las cejas al toparse con ciertos dejes presentistas, como cuando se habla de "crimen" de Julio César o se utiliza el calificativo de "héroe libertador" para Vercingétorix.