Los antiguos romanos tenían la necesidad de solicitar la protección de los dioses para cualquier acto de su vida cotidiana. Esa inquietud y obsesión por el abrigo divino desembocó en un panteón infinito, incalculable. Laverna, por ejemplo, era la protectora de los ladrones; Deverra, la diosa de las escobas que auspiciaba la limpieza ritual y la purificación de los templos y hogares; Liber, en las relaciones sexuales, permitía que se liberara el esperma que Libera, su esposa, recibía en el cuerpo femenino. Petronio en su Satiricón, resumió en una frase este exagerado politeísmo: "Nuestra región está tan poblada de divinidades que resulta más fácil encontrarse con un dios que con un hombre".
Sin embargo, ese amplísimo abanico de deidades nada tenía que ver con un intento de fortalecer la fe. Esa creencia abstracta no existía en la Antigua Roma: muy pocos se inquietaban con preguntas del estilo ¿hay algo después de la muerte? La religiosidad de los habitantes de la Urbs y del Imperio era totalmente interesada. "Los romanos planteaban a los dioses como los mejores ciudadanos de todos, los hacían parte de su sociedad", explica el arqueólogo y divulgador Néstor F. Marqués. Era una práctica religiosa "vivida": los mortales realizaban sus ofrendas —de animales, incienso o vino— como una suerte de invitación a los dioses a compartir un banquete, y esperaban de ellos algo a cambio en el presente.
Marqués, experto en la Antigua Roma y en las nuevas tecnologías aplicadas al patrimonio histórico, analiza todo el amalgama de creencias —religiones, ritos y supersticiones— que desarrollaron los romanos en su nuevo ensayo, ¡Que los dioses nos ayuden! (Espasa). Una obra de divulgación, muy atractiva a pesar de la complejidad del tema y sumamente reveladora, que se añade a sus dos trabajos anteriores sobre la vida cotidiana según el calendario y la historia falseada, plagada de mentiras y propaganda, de la fascinante civilización que nació a orillas del Tíber, que se consideraba a sí misma la más religiosa que existía sobre la faz de la tierra.
"He hecho un paseo muy amplio por la religiosidad del mundo romano y todas sus religiones, incluyendo la cristiana, que también es romana. Es muy interesante ver ese desarrollo y por eso el libro sigue el esquema del ciclo de la vida —nacimiento, crecimiento, madurez y muerte y resurrección—, el largo camino que hace el sistema religioso y que se mantiene hasta nuestros días", detalla el arqueólogo. "La religión es un elemento muy conocido, pero a la vez muy desconocido para todo el mundo: quien no es religioso lo conoce de oídas y quien no es religioso no se plantea muchas veces de dónde viene todo eso".
En el libro, Marqués destripa muchos bulos históricos, como a él le gusta calificarlos, relacionados con el mundo de las creencias romanas. "Cuando pensamos en ellos los vemos como unos supersticiosos que adoran a los dioses y matan animales o que se van de bacanales y orgías, pero es una imagen que no tiene nada que ver con la realidad", detalla. La de la superstitio, entendida con una veneración desmedida de las divinidades y no como una creencia o acción que es contraria a la razón, como la entendemos ahora, es una de las principales tergiversaciones en su opinión.
Un paisaje mitificado por el cine, la literatura, la pintura historicista del siglo XIX o las más recientes series. Marqués, que también dirige el exitoso proyecto divulgativo de Antigua Roma al Día, menciona una escena con la que abre Rome, de la cadena HBO: Atia, la madre de Augusto, bañándose en la sangre de un toro que acaba de ser sacrificado. "Hay que verlo como algo menos sangriento, menos bárbaro y muchísimo más civilizado: lo que buscaban los romanos era la teología cívica, la de los ciudadanos integrados con los dioses y viviendo en armonía en el día a día", señala el investigador.
Cristianismo
Muchas de las imágenes actuales que existen sobre el universo romano de las creencias son reinterpretaciones posteriores realizadas por autores cristianos. Como explica de forma realmente iluminadora el historiador Tom Holland en Dominio (Ático de los Libros), el cristianismo ha influido tanto en la civilización occidental que ya pasa desapercibido. Marqués, en la misma línea, advierte de la necesidad de aislarse de la visión cristianocéntrica que todos tenemos en nuestro interior para describir la verdadera esencia de la religión de la Antigua Roma, que no era una religión de salvación, sino casi materialista, si se acepta el oxímoron, en ese intercambio entre mortales y dioses.
El arqueólogo, además de detallar obsesiones romanas, como la necesidad del recuerdo en la tierra por encima de una vida celestial o una reencarnación, y de cuestiones tan importantes como la astrología —un adivino, un mathematici, reveló a Augusto que su futuro iba a ser grandioso bajo el signo de Capricornio—, aborda las preguntas más espinosas de hasta historia de la religión de Roma, como la de cómo lograron los judíos que su dios que solo castigaba a los que obraban el mal sustituyese a todos los de su panteón.
"Tenían una relación de amor-odio, de no agresión: los romanos consideraban al judaísmo como una religio licita, una religión que se permitía aunque no fuese la suya", subraya Marqués. "Al ser una religión excluyente, tener una dimensión mosaica, los judíos no adoraban al resto de los dioses, pero con los romanos tenían un pacto por el que pedían a su dios, Yavhé, por el bienestar del Imperio y todos contentos. "Era una religión minoritaria a la que casi ningún romano se adscribía por los elementos como la castración ritual, la circuncisión. Por eso el judaísmo nunca hubiera triunfado como una religión del Imperio". Pero entonces apareció Pablo de Tarso y cambió el paradigma.
El cristianismo se empezó a vender como una suerte de salvación para los oprimidos de la desigualitaria sociedad romana, una esperanza a la que agarrarse y escapar de sus miserias. "Lo dice Celso en su obra Sobre la religión verdadera: la religión cristiana es para esclavos, lo más bajo de la sociedad", confirma el especialista. "Esto se ve, a medida que Constantino empieza a simpatizar más con el cristianismo, en la acuñación de las monedas: al principio deja de poner al Rey Sol en las piezas de cobre y de bronce, las de menos valor; y las últimas en las que deja de aparecer esta divinidad en el año 324 es en las de oro, la de la gente más pudiente".
En última instancia, el triunfo del cristianismo en el Imperio romano no deja de ser una gran paradoja: se terminó adorando a un hombre convertido en dios que había sido ejecutado en la cruz, el más obsceno de los castigos. "Pablo de Tarso es quien cambia el paradigma. La crucifixión, reservada para piratas, sediciosos y la más baja alcurnia social, no es lo que se destaca de Jesús hasta el siglo IV. Pablo y sus seguidores hacen un giro muy importante: Poncio Pilatos lavándose las manos. Esto lo que nos dice es que para atraer a los romanos a la religiosidad del judaísmo mesiánico hay que eliminar ese elemento. ¿Cómo vas a adorar a un dios que ha sido condenado por Roma? De ahí surge ese cambio de culpa: los romanos dicen que no ven ningún delito, y son los judíos, el sanedrín, quien condena a Jesús ya en los Evangelios. Al final, Jesús fue solo un sedicioso contra la ley romana".