Ramón Gómez de la Serna recordaba en un artículo para Nuevo Mundo los Vestigios del Buen Retiro. El escritor apuntaba la anécdota de un día gris, de "novillos mal hechos", en que decidió colarse en la montaña artificial del parque para encontrarse con las ruinas de lo que había sido uno de los caprichos de su majestad Fernando VII. En su interior no quedaba nada de la luciérnaga central y la noria subterránea que antaño había deleitado al Borbón, conservándose solo una "cúspide de tontería".
El monarca se quedó con una esquina al noroeste del parque, entregando el resto a los madrileños y construyendo en su parcela La Casa del Contrabandista, la Casa del Pescador, la Casa del Pobre, la Casa Rústica, la Persa, la Pasajera y la de Fieras. Toda una urbanización romántica de hogares variopintos y abandonados por el paso del tiempo y el desinterés general.
De muchas de estas solo queda el recuerdo o los grabados que aún se conservan y que demuestran el propósito por erigir un parque temático dedicado al laissez faire arquitectónico de la Familia Real. Pedro Ortega nos abre las puertas de esta y muchas otras curiosidades de la ciudad en su Crónicas del Madrid secreto (Ediciones B). Ochenta historias de la ciudad que van desde las pirámides que Francisco de Goya proyectó para la villa hasta esta curiosa historia de la montaña artificial del Parque del Retiro.
Una montaña rusa
A mediados del siglo XIX, Fernando VII encargó al director del Retiro, don Bernardino Berogán, las obras de varias construcciones que habrían de decorar su rincón del recinto. El arquitecto al mando fue Isidro Velázquez, quien por orden de Carlos IV había recorrido Grecia, Francia e Italia para visitar las principales ruinas de la Antigüedad tres décadas antes. Aquel viaje marcó una profunda impronta en los diseños que prepararía para sus majestades.
Cuando empezó a trabajar en el proyecto de la montaña artificial, la tumba romana de Alejandro Severo en el Monte del Grano le sirvió como inspiración para empezar a trazar los primeros planos. El conjunto funerario estaba compuesto por un pasadizo hacia el interior de la tierra con bóvedas acañonadas que daba paso a una gran estancia, lugar de sepulcro del emperador y su familia. Un grabado del siglo XVIII nos transporta directamente al que firmó Velázquez en 1792, y que más tarde serviría de base para la obra del Retiro.
El conjunto se eleva quince metros sobre el nivel del suelo, en una montaña de tierra, cenizas y grava, horadada hacia el interior y rematada en una gran sala abovedada con una noria en su centro. Los muros están rematados en ladrillo y mampostería, "con una estalactita cayendo de su centro", como señala Ortega en su investigación. De la estancia central se dispersaban, en forma de grutas, varios pasillos hacia una ría que rodeaba su perímetro. Durante su época de esplendor allí vivían gansos, patos y peces en una de sus fuentes, guardadas por el busto de un león de yeso. Finalmente, coronando su cima se levantaba un templete de inspiración oriental, hoy derruido.
El abandono paulatino del conjunto le trajo el nombre de La Montaña de los Gatos, por la población felina que vivía en sus ruinas. La invasión francesa, y la inglesa posteriormente, terminaron por apuntalar el destino del capricho de Fernando VII. Cuando Gómez de la Serna escribió su artículo, todavía quien se desplazaba hasta la Fuente de la Sirena, muy cerca de la montaña, para beber las aguas oxigenadas que de su interior brotaban. Unas aguas termales que no han podido ser conservadas hasta nuestros días y que obtuvieron cierta fama entre los "hidrópatas" del siglo pasado.
Un tesoro escondido
Con la llegada del siglo XX, las fiebres del oro y los tesoros hicieron proliferar a los zahoríes y radiestesistas, capaces de sentir la vibración secreta de la tierra, haciendo aflorar desde agua hasta oro y piedras preciosas. El verano de 1957 trajo la noticia de un tesoro escondido bajo la montaña artificial que aguardaba a ser descubierto. Germán Cervera Malagrava aseguró a los medios que bajo la tierra estaba el botín de María Calderón, favorita de Felipe IV y vecina de esa misma zona en el siglo XVII.
Armado con su detector —dos varillas de plástico en forma de V— recorrió la zona, con el objeto cabeceando como atraído por el magnetismo del oro de la Calderón, demostrando a la prensa la veracidad de su teoría. A medida que se excavaba, la teoría de Cervera empezaba a ser cada vez más frágil. Alcanzados los 19 metros, un banco de arena obligó a detener las obras, apuntalando las paredes del pozo para evitar el derrumbe. Con el otoño cada vez más cerca, al zahorí le salieron detractores en todos los diarios, tachándole de estafador y loco.
El dinero de las prospecciones había salido del bolsillo de socios capitalistas, muchos de ellos periodistas, y no era de extrañar que exigiesen una reparación por el tiempo perdido. Olvidada la hazaña, cada uno regresó a su casa y del oro de María Calderón no se volvió a saber nada.
Sin embargo, una década más tarde, en 1968, los operarios que levantaban la reja que hoy separa el parque del barrio de Pacífico —muy cerca de donde apuntó Cervera—, encontraron un botín de monedas de oro con las efigies de Carlos III y Carlos IV al cavar una zanja de dos metros. El conjunto se valoró en 300.000 pesetas, una fortuna para la época que resolvieron debía ser devuelta a las autoridades.
El alcalde de Madrid, Carlos Arias Navarro, recompensó a Juan López y Pedro Urango, trabajadores de la Dirección de Parques y Jardines del Ayuntamiento, con "5.000 pesetas y un piso a cada uno", según —al menos— los diarios de la época. Cuando le preguntaron a Navarro qué destino tendría el tesoro respondió que "al Museo Municipal supongo", aunque de las monedas no se supo nunca más nada.