A bordo del barco negrero Loyal George, que cruzaba el Atlántico con destino a Barbados en 1727 y con más de doscientos cautivos bajo cubierta, había un hombre que se negaba a comer. El capitán Timothy Tucker estaba indignado por su actitud, y preocupado de que su ejemplo contagiase al resto del cargamento. Le propinó unos latigazos de castigo provocándole heridas sangrantes "desde el cuello a los tobillos", según relató un miembro de la tripulación, pero el esclavo ni se inmutó. El marino, todavía más enfurecido, le dijo en su idioma que lo iba a matar, y volvió a recibir un desafío por respuesta: "Adomma", es decir, "así sea".
Tucker cogió una pistola, encañonó al individuo y le dio un nuevo ultimátum: como se seguía negando a comer, le pegó un tiro en la frente. Sin embargo, el hombre, de cuya cabeza brotaba sangre como cuando "se abre un hueco en un barril", no cayó. Un segundo disparo en la cabeza se saldó con el mismo improbable resultado; y al tercero, en el corazón, al fin "se desplomó muerto". El asesinato fue respondido por el resto de esclavos con un motín que los marineros solo lograron aplacar con una lluvia de metralla. Muchos de los rebeldes, para salvarse, saltaron al mar, donde murieron ahogados por decenas. El acto de resistencia individual había prendido la chispa de una revuelta colectiva que acabó con un suicidio en masa.
"Escenas como esta tenían lugar en un barco negrero tras otro", escribe el historiador estadounidense Marcus Rediker en Barco de esclavos (Capitán Swing). "Eran el epítome de una profunda dialéctica entre la disciplina y la resistencia: de un lado, una violencia extrema ejercida por el capitán contra un individuo esclavizado con la esperanza de que el terror resultante lo ayudar a controlar a los demás, y, como respuesta de los esclavizados, una oposición extrema a esa violencia y ese terror, primero individual y después colectivamente".
Este ensayo de referencia sobre la trata de seres humanos en alta mar acaba de ser editado en español. Es una lectura desoladora y escalofriante por las microhistorias de terror, sufrimiento y muerte que recoge, pero desde su publicación se ha consolidado como un ensayo fundamental, iluminador, indispensable, para describir "el drama más tremendo de los últimos mil años de la historia humana", como definió al comercio de esclavos el gran activista afronorteamericano W. E. B. Du Bois.
Rediker centra su trabajo, amparado por tres décadas de investigación en archivos marítimos, registros judiciales, diarios y relatos de testigos, en los propios barcos esclavistas británicos y estadounidenses del siglo XVIII, "una extraña y potente combinación de máquina de guerra, prisión y fábrica". La investigación pone el foco en la penosa vida dentro de un instrumento esencial, junto a la plantación, en la fundación de la esclavitud moderna, y proyecta una visión humana que contribuye a la mejor comprensión del terrible fenómeno.
"Negroland"
En la introducción, el historiador recoge una serie de estadísticas ya de por sí reveladoras. Entre finales del siglo XV y del XIX, 12,4 millones de personas fueron transportadas en barcos de esclavos desde África y desembarcados en cientos de puntos distribuidos a lo largo de miles de kilómetros al otro lado del Atlántico. En la terrible travesía, "una escena continuada de barbarie, trabajo constante, muerte y enfermedad", según un protagonista, fallecieron 1,8 millones de individuos. Aproximadamente dos tercios del total de migrantes forzosos se trasladaron entre 1700 y 1808, desde que el Eliza y el Thomas and John zarparon de Liverpool y Rhode Island respectivamente, hasta que se aprobaron las leyes abolicionistas.
"Las cifras resultan más escalofriantes porque quienes organizaban ese comercio de seres humanos conocían las tasas de mortalidad y aún así siguieron adelante. La 'merma' humana simplemente formaba parte del negocio: era algo que se calculaba al planificarlo", resume Rediker sobre un comercio que transformó el mundo y, en su opinión, fue una de las claves del origen y el desarrollo del capitalismo global. Los esclavos, en su mayoría, procedían de seis regiones africanas, llamadas "Negroland": Senegambia, Sierra Leona, Costa del Oro, Ensenada de Benín, Ensenada de Biafra y África Centro-Occidental.
El barco negrero fue una factoría porque su cubierta actuó como epicentro de un triple comercio: era el nexo para el intercambio de cargamentos destinados a África, como productos textiles y armas de fuego, objetos de lujo que se enviaban a Europa, como oro y marfil, y materia humana con destino América, los propios esclavos. Para estos últimos, pero también para muchas tripulaciones —el libro está plagado de abusos y excesos de los capitanes sobre sus subordinados—, las embarcaciones fueron una "prisión portátil" o una "cárcel flotante", como las definió el abolicionista James Field Stanfield.
El actor y autor irlandés, que escribió sobre los horrores de la trata, es uno de los nombres propios que sobresalen en la narración de Rediker junto a los del esclavo Olaudah Equiano, la primera persona en relatar extensamente el infierno desde la perspectiva de las víctimas; o de John Newton, un capitán de barco negrero que acabaría purgando sus pecados ante Dios —y la historia—. En el apartado de las embarcaciones sobresale como ejemplo el Brooks, construido en Liverpool y que realizó entre 1782 y 1804 hasta once expediciones, casi todas ellas desde la costa occidental de África hasta las plantaciones azucareras de Jamaica.
Tiburones
Son muchas las historias de pánico que se registraron el barco de esclavos, donde se practicó una suerte de "terror como deporte". Los esclavos habitualmente llevaban grilletes para las muñecas y cadenas para los tobillos de los cautivos. Los capitanes, además, contaban con objetos de tortura para utilizar con los reos rebeldes, como los llamados aplastapulgares; o el speculum oris, un abrebocas o bajalenguas con el que se forzaba la apertura de las gargantas para poder verter gachas a los que se negaban a comer.
A los prisioneros, que debían llegar sanos y salvos al otro lado del océano, se les obligaba a "bailar" para mantenerse en forma. El capitán Edward Kimber, según algunos relatos, azotó hasta la muerte a una joven de quince años que se había negado a danzar desnuda. Hubo una investigación y se le juzgó, pero finalmente quedó absuelto porque se demostró que los dos miembros de la tripulación que le habían denunciado le guardaban mucho rencor, no porque el terrible asesinato no se hubiera producido.
Pero además de las enfermedades, de la inhumanidad de los oficiales y de los riesgos de la rebeldía, había unos terroríficos invitados más durante toda la travesía: los tiburones. Rediker explica que los capitanes los utilizaban conscientemente para sembrar el terror durante la travesía: "Contaban con ellos para evitar la deserción de sus marinos y la fuga de sus esclavos". A un marinero que se las había ingeniado para escapar de la esclavitud y encontrar acomodo en un buque de guerra, no se le entronizó por matar a uno de los escualos: le azotaron "inmisericordmente" por haber acabado con la mejor herramienta para evitar deserciones.