Hay un hilo dorado y extraordinario que conecta los relatos contenidos en la Biblia y el Corán con las epopeyas griegas, con las fábulas del Panchatantra y con las historias tradicionales contenidas en libros como Las mil y una noches, una conexión en cómo sus enseñanzas fueron transmitidas de generación en generación y terminaron siendo asimiladas, conformando nuestra visión del mundo, el de ayer, el de hoy y el de mañana. O, como reflexiona uno de los personajes de Dos años, ocho meses y veintiocho noches, la nueva novela de Salman Rushdie, “en la forma en que los cuentos estaban encajados dentro de otros cuentos que contenían todavía más cuentos, de tal manera que el cuento se convertía en un verdadero espejo de la vida”. Porque “todas nuestras historias contienen las historias de los demás y están contenidas dentro de narraciones mayores y más grandiosas, las historias de nuestras familias, nuestras patrias y nuestras creencias”.
El problema surge cuando dos narrativas deben compartir espacio y luchan por imponer su visión del mundo. Y si hacemos caso a la tradición popular, desde la literatura apocalíptica a los romances trágicos, todo apunta a que el conflicto acaba en una guerra decisiva y fatal. Y es que hay otro hilo evidente e igualmente fabuloso en cómo, tanto unos mitos como otros, se han valido de la épica, la alegoría y lo fantástico para captar la atención del público. Porque no hay nada como una noble y espectacular batalla entre el Bien y el Mal para encender un fuego, pocas visiones tan inspiradoras como la de dos ejércitos de ángeles y demonios luchando por una civilización que amenaza con hundirse y con dejar paso a una nueva era.
Este es el terreno legendario que Rushdie ha elegido para construir Dos años, ocho meses y veintiocho noches, que en España será publicada el 6 de octubre por la editorial Seix Barral –en traducción del escritor Javier Calvo–, lo que supone la salida del autor de la casa Penguin Random House, que hasta ahora tenía sus derechos de publicación. Un novelón que ya desde su título es un homenaje a Las mil y una noches y que, bajo su apariencia de cuento de hadas, ofrece una bella reflexión sobre el potencial de las ideas para cambiar el mundo y de las historias populares para contarnos quiénes somos y a qué hemos venido a este mundo.
Fe contra razón
Dos años, ocho meses y veintiocho noches arranca en Lucena, Córdoba, a finales del siglo XII, durante el destierro del filósofo Ibn Rushd, conocido en Occidente por el nombre de Averroes y por defender que ni las ideas ni la ciencia debían estar sometidas a Dios. Y recorre, en sus 400 páginas, más de ocho siglos de conflictos en la sombra entre sus herederos y los seguidores del también filósofo Al-Ghazali, que durante la misma época defendió, desde el fanatismo, el sometimiento de la filosofía a la religión.
El viejo conflicto fe contra razón, en definitiva, dos visiones opuestas del mundo que, llevadas al extremo, desembocan en nuestros días –o en un futuro inmediato muy reconocible– en un escenario global y multicultural, marcado por el choque de tradiciones centenarias, algunas de las cuales son capaces de justificar la intolerancia, el miedo, el racismo, el odio hacia el otro, la violencia y la sumisión de la mujer.
El lector asiste en estas páginas al nacimiento y posterior batalla entre dos bandos opuestos, mientras la economía mundial se viene abajo y los presidentes de las mayores potencias son incapaces de reaccionar. Aparecen las plagas, se suceden asombrosas tormentas y surgen fenómenos para los que ni la religión ni la ciencia tienen respuesta.
'Dos años...' recorre más de ocho siglos de conflictos en la sombra entre los herederos de Averroes y los de Al-Ghazali
Algunos personajes comienzan a desarrollar sorprendentes poderes, como levitar o lanzar rayos por los dedos y, como suele suceder en los momentos de crisis, incluso ha surgido un bebé milagroso capaz de marcar a aquellos manchados por la corrupción. “El Azar, el eterno principio oculto del universo, estaba uniendo fuerzas con la alegoría, el simbolismo, el surrealismo y el caos y haciéndose cargo de los asuntos humanos”, escribe Rushdie.
Y, efectivamente, ni ciencia ni religión tienen la respuesta: esto es literatura.
El genio de la botella
Es complicado enfrentarse a Dos años, ocho meses y veintiocho noches sin entender la figura del yinn o genio, presente en Las mil y una noches pero también en el Corán. “Son criaturas hechas de fuego sin humo”, capaces de conceder deseos a los mortales y de volar sobre urnas mágicas. Son seres “caprichosos, extravagantes y juguetones” y no todos saben diferenciar el Bien del Mal.
Rushdie presenta dos mundos separados por un velo: uno es el nuestro, el de los mortales, el mundo “inferior”. El otro es el de los yinn, llamado a veces Peristán o País de las Hadas. Por ellos se mueven distintos tipos de genios, algunos son malvados por naturaleza y disfrutan viniendo a nuestro mundo para poseer y torturar a los humanos. Otros son capaces de amar, de hablar con los hombres y algunos, solo los muy excepcionales, también saben escuchan y pueden aprender de nosotros, especialmente de los más sobresalientes.
Dos años… cuenta la historia de cómo una yinnia, llamada Dunia, también conocida como la Princesa Centella, bajó a nuestro mundo hace más de ochocientos años para caer enamorada de un mortal (Ibn Rushd/Averroes) y parir un número inimaginable de hijos fruto de ese amor. Y cómo volvió, siglos después, para reunir a su prole –los Rushd, nótese la similitud con el apellido Rushdie, luego volveremos a ello– y llevarlos hasta una guerra final que durará dos años, ocho meses y veintiocho noches, es decir, mil y una noches.
El libro cuenta la historia de cómo una yinnia bajó a nuestro mundo hace más de 800 años para caer enamorada de un mortal
Dunia, “que podría haber sido la hermana de Sherezade”, no es sin embargo la cuentacuentos de estos relatos, sino algo más cercano a una diosa de la guerra y el amor (estamos ante un yinn inusual que aprendió a amar a la especie humana precisamente por nuestra capacidad de amar) y ante la matriarca de su propia tribu perdida, su pueblo elegido, un ejército de bastardos dotado de poderes asombrosos para la batalla y cuyos miembros comparten un rasgo físico característico: todos carecen de lóbulo en las orejas.
Frente a ellos, los partidarios del fanático Al-Gahzali están liderados por los llamados cuatro Grandes Ifrits. Solo hay que leer sus nombres para saber el tipo de horror que pueden desatar en el mundo: Zumurrud el Grande, el hechicero Zabardast, Ra’im Bebesangre y Rubí Resplandeciente. Les une su desprecio por los humanos y la sed de sangre.
Su objetivo es extender el miedo y la codicia entre los hombres, que “son las herramientas con que se puede controlar a esos insectos con una facilidad que casi da risa”, según reconoce Zumurrud, que durante un momento de la Historia fue el genio personal del Al-Ghazali. “El miedo empuja a los hombres hacia Dios”, oímos decir al filósofo, convertido en polvo, desde la tumba.
“El miedo era más fuerte que la ética, más fuerte que el discernimiento, más fuerte que la responsabilidad y que la civilización”, reflexiona el encantador jardinero Gerónimo, otro de los muchos personajes de Dos años, ocho meses y veintiocho noches. “El miedo era un fanático, un tirano, un cobarde, un enajenado y una puta”.
Filosofía con Mickey Mouse
La de Rushdie es una carta de amor a la filosofía y a la labor de los filósofos: la existencia de Dios, el papel de la ciencia, las tradiciones y sus tabúes, la distinción mente-cuerpo, la convivencia de dos mundos y el lugar del hombre en el universo son algunos de los temas que Ibn Rushd y su amada Dunia comparten en la cama tras disfrutar del sexo. ¿Qué hay después de un mundo post-ateista, de una sociedad que ha llegado a la conclusión de que su dios es una ficción, una manifestación de la irracionalidad destructiva del hombre?, se pregunta Rushdie en estas páginas. ¿Quizá tras ello nos espera otro relato capaz de contener de forma no conflictiva todos los relatos anteriores? ¿Cuál es el poder sobrenatural de las palabras y los números, qué tiene de mágico una cifra como 1.001?
Pero al mismo tiempo que Dos años, ocho meses y veintiocho noches apuesta por imitar las formas de los textos y leyendas sagradas, Rushdie también es consciente de que vivimos en una época marcada por los relatos fragmentarios y es asimismo un gran conocedor de la vastísima cultura popular generada durante el siglo XX. Y ésta no se reduce a viejas recopilaciones de relatos orales y manuales heredados de nuestros antepasados.
¿Qué hay después de un mundo post-ateista que ha llegado a la conclusión de que su dios es una ficción?, se pregunta Rushdie
Como especie narradora que somos, los humanos no hacemos sino fabricar nuevos mitos y lo que le interesa al autor de Los versos satánicos es el potencial de las historias para hablar de nosotros, independientemente del formato elegido para contarlo, ya sea un manuscrito hallado, una serie de televisión o las viñetas de un cómic.
En este contexto, no parece tan importante que el general que surca los cielos con un relámpago entre los dedos se llame Dunia, Atenea, Shiva o Thor, el antiguo dios del trueno, que en la última reencarnación de Marvel, por cierto, es una mujer. De hecho, en este contexto en el que las viejas deidades comparten espacio con hombres-murciélago y capitanes superpatriotas, ¿qué diferencia hay entre los milagros y los superpoderes?
Rushdie incorpora y salpica su texto con gran parte de la cultura popular que arrastramos, algunas veces de manera sorprendente. Un ejemplo: a la hora de presentar al temible hechicero Zabardast, no puede ignorar algunos referentes modernos que todos manejamos y asegura que, durante mucho tiempo, al mago se le conoció por la imagen popular de barba larga, bastón y sombrero puntiagudo, de tal forma que “el brujo del que el ratón Mickey fue aprendiz, Gandalf el Gris y Zabardast se habrían reconocido como espíritus afines”.
Luego, prosigue Rushdie para terminar el giro, el malvado brujo se llegó a plantear copiar la imagen del actor de artes marciales Jet Li, aunque finalmente desistió. Para el ateo Rushdie, el dios de Adán y Eva y el supercomputador Skynet de Terminator conviven en el mismo plano elevado, sobre nuestras cabezas, en el cielo, atemorizando a los sufridos humanos.
Ciencia ficción y mil maravillas
Repleta de mil y una historias y de cientos de personajes que se superponen de forma endogámica y hasta incestuosa, Dos años, ocho meses y veintiocho noches se puede leer de muchas formas. Y una de ellas es, claro, a través de la literatura fantástica reciente que se ha ocupado de conflictos parecidos, desde los más épicos –American Gods de Neil Gaiman, que rescata del olvido a las viejas deidades erosionadas por el progreso y les pone a darse guantazos– a aquellos que se centran en la trascendencia de las ideas y en el valor de la cultura para definirnos, como la fabulosa Tiempos de arroz y sal, de Kim Stanley Robinson, que también recorre ocho siglos de historia alternativa a la oficial y que se plantea la más que interesante pregunta: ¿Y si toda Europa hubiera crecido bajo el influjo de los valores orientales, en lugar bajo el amparo de las ideas cristianas?
No es casual que el libro arranque con el grabado El sueño de la razón produce monstruos de Goya, que reza lo siguiente: “La fantasía abandonada de la razón, produce monstruos imposibles: unida con ella, es la madre de las artes y el origen de sus marabillas” [sic].
“Sin duda la ciencia ficción fue el punto de partida” de la novela, ha reconocido Rushdie al New York Times. “Cuando era un crío era un loco de la ciencia ficción. Fue también uno de mis primeros intereses como escritor, solo me ha tomado mi tiempo poder cerrar el círculo y volver al punto de partida”. Y ha sido también una reacción a su trabajo previo, Joseph Anton (2012), su libro de memorias. “Durante dos o tres años me volqué en contar la verdad, y para cuando terminé, estaba harto de ella: basta de verdad, hagamos algo diferente”.
'Dos años, ocho meses y veintiocho noches' se puede leer de muchas formas. Y una de ellas es, claro, a través de la literatura fantástica
Es normal que para Rushdie también estamos ante uno de sus libros más divertidos. Y que, por encima de moralejas y enseñanzas, el autor quiera que disfrutemos del viejo y maravilloso acto de la lectura, sin distinciones entre alta y baja cultura, consciente de que la literatura sagrada está en el ADN de toda gran ficción y de que las religiones se construyen alrededor de historias no muy distintas a las de los genios y las alfombras voladoras.
Y antes de acabar, volvamos a aquello de la similitud entre Rushd y Rushdie y al juego de espejos entre realidad y ficción. “Conozco a Rushdie desde hace muchos años, antes de la fatwa, pero no consigo recordar si tiene lóbulos en las orejas. Si es el caso, los paralelismos están claros”, reconocía la escritora Ursula K. Le Guin en su reseña para The Guardian, para quien “este libro es una fantasía, un cuento de hadas y una seria y brillante reflexión sobre las decisiones y sufrimientos en nuestra vida, en este mundo”.
Rushdie ha tenido que explicarse al respecto, y con ello ha hecho una sorprendente revelación: que su abuelo no era un Rushdie. Que fue su padre el que cambió el apellido familiar, el que se lo inventó, literalmente, debido a su pasión por el filósofo Ibn Rushd. El hoy novelista no hizo sino contagiarse de ese amor hacia el filósofo y sus ideas y mantener el apellido. Cansado de su biografía y de tanta verdad, hemos de suponer que ha optado por imaginar su propia genealogía, que se remonta a los tiempos ancestrales en que una diosa bajó del cielo y se enamoró de un mortal.