La música techno derrumbó el Muro de Berlín
Un libro recupera la importancia de los sonidos electrónicos y la cultura de clubs en la reunificación de Alemania.
27 octubre, 2015 14:39Noticias relacionadas
El Berlín Este que emergió tras la caída del Muro hay que imaginárselo como Gotham City. Una ciudad fantasma cruzada por ruidos industriales y hormigón, salpicada de eriales que evocaban el paisaje dejado tras la II Guerra Mundial. Un escenario que, sin embargo, sirvió como una Disneyland para un montón de jóvenes alemanes de ambos lados. Con la libertad recién estrenada y unidos por su amor a la música, en el interior de aquellos edificios en ruinas y fábricas abandonadas celebraban raves, fiestas ilegales que se extendían durante todo el fin de semana alimentadas por el ritmo imparable de la música electrónica.
En julio de 1990, siete meses después de la reunificación, mientras Roger Waters (Pink Floyd) interpretaba The Wall en un terreno vacío entre Potsdamer Platz y la Puerta de Brandenburgo, Arne Grahm, uno de los primeros ravers y a la sazón portero de discoteca, pasaba por delante de la muchedumbre que se agolpaba frente al músico, mientras se dirigía a una fiesta clandestina en el interior de alguna ruina. Y se preguntaba, con razón, qué diablos podía aportar la música de los setenta al desafío que tenían por delante. El techno no tenía nada que ver con aquellas estrellonas. Aunque para los puretas fuera ruido, para sus seguidores era una música basada en la comunidad, la igualdad y, sobre todo, cargada con la idea de futuro.
La reunificación de Este y Oeste tuvo lugar en el underground, en los clubs.
Pero, ¿de dónde salió aquello? El techno nació en Detroit. La música futurista por antonomasia solo pudo surgir en la ciudad del motor y las cadenas de montaje, hecha con máquinas y capaz de evocar sonidos de naves y planetas lejanos. Grupos como Underground Resistance vieron en el techno su potencial como música de resistencia, pero también como algo capaz de influir positivamente en la comunidad, una postura frente al paro, el crack y las reagonomics. Y quizá por estas mismas razones, el techno encontró en este Berlín una segunda patria, un hogar desde el que despegar, apoyado por un entramado de locales, artistas, sellos, prensa y público.
El libro Der Klang der Familie. Berlín, el techno y la caída del muro, de Sven von Thülen y Felix Denk –publicado por Alpha Decay y traducido por Juan de Sola–, recorre aquellos días de cemento y acero, de baile y vinilos, entre los ecos del antiguo régimen y la promesa de una nueva Alemania que estaba a la vuelta de la esquina. “La reunificación de Este y Oeste tuvo lugar en el underground, en los clubs”, recuerda en estas páginas la raver Annie Lloyd, que trabajó en discotecas como Planet y E-Werk. “En ninguna otra parte”, remata.
Unidos por la esperanza
La similitud entre Detroit y Berlín se haría evidente en los meses siguientes, cuando los miembros de Underground Resistance fueron invitados a Berlín para pinchar y actuar, empujados por el fervor del público alemán. Y eso que, como reconoce el estadounidense Robert Hood, “nosotros teníamos un background completamente distinto. Tuve la sensación de que ellos querían librarse de su pasado. También nosotros queríamos desembarazarnos del nuestro, que estaba lleno de racismo. El lazo que nos unía era la esperanza de un futuro mejor. La búsqueda de un mundo mejor. La música experimental, la futurista, era como una nave espacial con la que podías huir. Huir rumbo al futuro, donde todos seríamos uno, en raza y religión, y donde las barreras serían derribadas como lo fue el Muro de Berlín”.
Fundado en 1988 en Berlín Oeste, el Ufo es considerado el primer club de acid house de la ciudad. El Ufo era una “bodega de patatas” a la que se bajaba por una trampilla, con un techo demasiado bajo. La sensación allí, con la música rebotando entre cuatro paredes, potenciada con el humo, las luces y el éxtasis, lo acercaba para muchos a un nirvana clandestino. Estaba ubicado en Kreuzberg, a pocos metros del Muro, lo que ponía todavía más nerviosos a los jóvenes del Este, que habían escuchado leyendas alrededor de los DJs y la música que se pinchaba en él. Tan cerca, tan lejos. Hablamos de chavales que habían crecido aferrados a la radio e intercambiando cintas. Y, en el mejor de los casos, mandaban a sus abuelas al Oeste a buscar vinilos porque tenían un salvoconducto especial que les permitía viajar.
La música de unos jóvenes “sin leyes ni reglas que cumplir. Buscaban cosas: espacios, fiestas, drogas”.
El músico británico Mark Reeder fue un privilegiado entre los extranjeros en su relación con la RDA. Ejerció de representante del sello Factory y produjo al grupo Die Vision –el único autorizado para cantar en inglés–, apenas meses antes de la caída del Muro. Recuerda que entraba en el país con casetes pegados por el cuerpo, “algunos de los cuales fueron copiados hasta trescientas veces”. Reeder fundaría tras la reunificación el sello de música electrónica MFS. Para él, el techno era “la banda sonora de la caída del Muro, de la libertad”. La música de unos jóvenes “sin leyes ni reglas que cumplir. Buscaban cosas: espacios, fiestas, drogas”.
Un mundo nuevo y techno
Poco después de la caída del Muro, en el Este ya se podía ver a muchos jóvenes escalando montañas de escombros, buscando sitios para celebrar sus fiestas y ubicar sus clubs. Ocupaban o alquilaban por cuatro duros y se las ingeniaban para esconder sus intenciones a las autoridades y la policía. El Este era un buen sitio para hacer fiestas, sin agobios ni los apretones del Oeste. Los edificios no tenían ni siquiera teléfono, así que los vecinos no podrían quejarse del ruido. En los patios todavía había aparatos, como transformadores y maquinaria. Según cuenta Jonzon, DJ residente en el Ufo, el Planet y el Tresor, sin responsables por allí, “nadie sabía a ciencia cierta de quién era cada cosa en el Este”. Tenían la sensación de que las autoridades estaban demasiado ocupadas consigo mismas y que no tenían personal suficiente como para ponerse a perseguir a gente como ellos.
Después de la caída del Muro, “el techno era la esperanza y tenía la fuerza de poder identificarse con un mundo distinto. En aquellos años, de 1990 a 1995, la RDA fue deshuesada; la Treuhand se encargó de quemar y vender por cuatro chavos lo que antiguamente había sido propiedad pública. Desde arriba se pusieron de acuerdo para ridiculizar y eliminar la utopía social del socialismo. Fue desregularizada, privatizada, capitalizada, reestructurada y disuelta. Visto con la distancia que otorga el tiempo, podría llegarse a la conclusión de que, con el techno, dimos nuestra particular respuesta a la instauración del neoliberalismo”, aventura el músico y productor Cosmic Baby.
El techno estaba a favor de algo, de la música, de un estilo de vida. Fue una época llena de esperanza.
Muchos de esos jóvenes venían del punk y veían en el techno una continuación de aquel espíritu pero con máquinas. Otros venían del fútbol o de culturas previas consideradas anti-imperialistas, como el breakdance o la música industrial. Pero si la herencia del punk se interpretaba como rechazo, “en el techno estábamos a favor de algo, de la música, de un estilo de vida. Fue una época llena de esperanza. Habían desaparecido tantas cosas: el Muro, el conflicto Este-Oeste. Todo parecía radiante, el año 2000 emitía sus destellos. Todo el mundo hablaba de ciberespacio, del futuro, de la inteligencia artificial”, recuerda del DJ Mijk van Dijk. “En los ochenta, los ordenadores pasaban por ser la máxima expresión de la vigilancia de Estado, y de repente se habían convertido en algo que le permitía a uno realizarse u hacer nueva música. Una máquina liberadora, no una máquina de control”.
Suelos Love Parade
Los clubs que llegaron después de la caída del Muro continuaron este espíritu de cripta industrial del Ufo, como el popular Tresor –“cámara acorazada” en alemán–, puesto en marcha por los mismos responsables en 1991. Su alquiler era caro, pero su pista de baile estaba enterrada bajo tierra y forrada con muro de un metro de acero. Como reconoce uno de sus limpiadores, después del baile entre las ruinas, por las mañanas, sobre el suelo aparecían llaves, buscas, glow sticks, linternas de bolsillo, pistolas de agua, dinero e incluso una Biblia.
Eventos como Love Parade nacieron también en aquel contexto. Su primera edición en 1989 fue una celebración del baile y una confirmación de que se podía llegar a la gente a través de su música, un acontecimiento “dentro de la tradición de la cultura contestataria berlinesa. Un poco en la línea del movimiento anarco y los okupas. Y eso incluía que la gente pudiera sumarse y participar”, según el DJ Westbam. Al igual que el UFO, el Tresor o el Planet, en sus sucesivas ediciones se juntaban wessis y ossis (ciudadanos del oeste y del este de Alemania), pero también gays y mujeres, hooligans y cabezas rapadas, jóvenes y viejos.
Conforme la cultura de la fiesta y esta música sin jerarquías fueron infiltrándose con los años en el mainstream, también cambió un poco la situación de gays y lesbianas.
El techno estaba condenado a ir de la mano junto a otras expresiones habituadas a la clandestinidad. “Después de la caída del Muro, reinaba un sentimiento de apertura. La desaparición del pensamiento en bloques y de las ideologías fue tremendamente liberadora. Conforme la cultura de la fiesta y esta música sin jerarquías fueron infiltrándose con los años en el mainstream, también cambió un poco la situación de gays y lesbianas”, recuerda el fotógrafo Wolfgang Tillmans.
Adiós al verano del amor
Para los protagonistas de Der Klang der Familie, el subidón duró hasta que la familia a la que hace referencia el título –sacado del megahit de 3 Phase y Dr. Motte–, no pudo crecer más sin perder en ello la intimidad. El sentimiento de hermandad se convirtió en negocio. Surgieron los salarios fijos y los conflictos internos. E irrumpieron las marcas, dispuestas a apoyar raves cada vez más grandes, más rápidas, más fuertes, y que buscaban ser identificadas con una nueva cultura joven. En lugar de ser construidas bajo tierra, las nuevas discotecas aspiraban a ser catedrales. En ellas había salas VIP y el buen rollo del éxtasis había dejado paso a los efectos del speed, algo que se notaba en la actitud de un público no educado en dosificar el consumo.
Una vertiente del techno buscó una salida haciéndose más dura y prácticamente imposible de bailar –el gabber, entre ráfagas de metralleta y explosiones–, mientras que otra buscó una audiencia más amplia, con líneas más suaves y referencias al viaje mental –el trance–. La popularidad del Love Parade se hizo internacional y monstruosa, así como la de DJs como Paul Van Dyk, considerado el mejor del mundo en 2005 y 2006 por la revista DJ Mag.
Arriba, en el palco, estaban Bono, Björk y Tom Jones, que lanzó sus calzoncillos al público. En el baño, Naomi Campbell estaba rodeada de locas.
En 1995, la discoteca E-Werk, montada en una antigua estación eléctrica, acogía eventos como el cumpleaños de Versace. También galas de la MTV: “Arriba, en el palco, estaban Bono, Björk y Tom Jones, que lanzó sus calzoncillos al público. En el baño, Naomi Campbell estaba rodeada de locas que no hacían más que gritar”, recuerda Danielle de Picciotto, diseñadora y colaboradora del primer Love Parade. El techno, con el apoyo de las marcas, la industria y la prensa de tendencias, había abandonado el underground y sus éxitos se colocaban junto a los de Mariah Carey y Whitney Houston.
“La lucha cultural por el techno había alcanzado su cénit y el pop se nos vino encima”, recuerda Westbam. “Pero si seguimos hablando de esto es porque al final se sumaron todos los imbéciles y hasta Helmut Kohl expresó su opinión al respecto. Porque la rave se convirtió en un fenómeno social que dejó su impronta en la época. No recuerdo exactamente cómo surgió el concepto de 'sociedad ravera'. Creo que fue durante una charla o una entrevista, una especie de celebración: ‘La sociedad va a ravear’”.