En uno de los primeros capítulos de su novela Cuna de gato (1963), el escritor Kurt Vonnegut describe a la imaginaria Compañía General de Forjas y Fundiciones como una empresa de ensueño para los científicos, un lugar donde los investigadores pueden entregarse a su trabajo sin los corsés de una empresa privada y sin otro fin que aumentar el saber de la humanidad. Una utopía dirigida desde los laboratorios por batas blancas. “No se trata de buscar un filtro de cigarrillo mejor o una toallita para la cara más suave, o una pintura para casas que dure más”, le aclara uno de los expertos al narrador, que busca documentarse sobre uno de los padres de la bomba atómica para escribir su libro. “Los investigadores puros trabajan en lo que les fascina a ellos, no en lo que fascina a los demás”. En un momento dado de la visita a las instalaciones, se une a la conversación una secretaria de la compañía, que opina que lo que allí se hace es “magia”, algo que irrita al doctor. Para él, aquella es una palabra “nauseabunda y medieval”. Y le corrige: allí se hace “exactamente lo opuesto a la magia”.
Al igual que otras novelas de Vonnegut como La pianola (1952) y Matadero cinco (1969), Cuna de gato fue encasillada como ciencia ficción, si bien estaba fuertemente fijada en el presente del escritor, en el mundo nacido tras la II Guerra Mundial. La Compañía General de Forjas y Fundiciones es un reflejo de la todopoderosa General Electric (GE) que había emergido como una empresa millonaria tras suministrar material a su país para ganar dos conflictos mundiales, con contratos con el gobierno e intereses en áreas que iban desde la aviación a los electrodomésticos. De hecho, era conocida como “la Casa de la Magia” (algo que los científicos que trabajaban allí odiaban porque ellos “hacían ciencia, no trucos de magia”) y por jactarse de que sus empleados no investigaban para perseguir ningún fin, sino para divertirse. La ciudad de Ilium es el reflejo de Schenectady, Nueva York, sede de la GE, donde trabajaron los hermanos Kurt (1922-2007) y Bernie Vonnegut (1914-1997) durante aquellos primeros años de guerra fría en los que la sociedad civil se desperezaba tras el espejismo atómico.
La escritora estadounidense Ginger Strand recorre en su libro The Brothers Vonnegut: Science and Fiction in the House of Magic cómo el trabajo para el gigante tecnológico marcó sus trayectorias y cómo ambos hermanos se influyeron mutuamente. Bernard, o Bernie, trabajaba investigando la posibilidad de manipular el clima en sus laboratorios de investigación, mientras Kurt lo hizo en el departamento de relaciones públicas.
La cura para el progreso estaba simplemente en recordar que somos humanos
La visión de los dos estaba fuertemente influida por la bomba atómica y situaba en primer plano un dilema moral heredado del horror de Hiroshima y Nagasaki: hasta qué punto los científicos que ayudaron a desarrollar tecnologías como aquella fueron responsables de su uso como arma. Los avances tienen un potencial inmenso tanto para hacer el bien como para hacer el mal, reflexiona Ginger Strand en estas páginas, pero mientras que para algunos científicos esa era la naturaleza de la ciencia y no era práctico intentar controlarla porque no hay cura posible para el progreso, “) estarían en desacuerdo con aquello. La cura para el progreso estaba simplemente en recordar que somos humanos”.
Bombas y precipitaciones
Tras la II Guerra Mundial, el clima se convirtió en la siguiente meta en la búsqueda del “arma definitiva”. Las previsiones meteorológicas jugaron un papel fundamental en la elección del día D por parte del general Eisenhower. Y durante el conflicto, las nubes, la nieve, el hielo, la niebla y las tormentas afectaron de diferente manera a las señales de radio, el vuelo de los aviones, las trayectorias de las bombas y el avance de tropas, tanques y flotas. Tras la conquista del átomo, en el ambiente flotaba la sensación de que quién dominase las fuerzas de la naturaleza tendría ganada de antemano cualquier guerra. Y los científicos jugaban un papel fundamental en este nuevo periodo de paz aparente y progreso sin límite, tal y como anunciaba la publicidad de General Electric en los periódicos.
Bernard se movía entre el amor por la investigación, motivados por conocer cómo funcionan las fuerzas de la naturaleza
El físico químico Bernard Vonnegut entró a trabajar para GE en 1945. Era considerado el hermano brillante de la familia, frente a una hermana artista y a un hermano menor al que se le daba bien escribir. Su vida “siempre discurrió según lo planeado”, según Ginger Strand, y disfrutó de una educación elitista que desembocó en un doctorado en el MIT. Dentro de los laboratorios de investigación de la compañía formó parte del llamado Proyecto Cirrus, encargado de investigar los fenómenos climáticos (según la nota de prensa emitida por la compañía, “manipular las gigantes fuerzas de la naturaleza en beneficio de la Humanidad”). Su principal hallazgo consistía en “sembrar” las nubes con yoduro de plata para provocar lluvia. Bernard, como otros de sus colegas, se movían entre el amor por la investigación, motivados por conocer cómo funcionan las fuerzas de la naturaleza, y el miedo de que, bajo la supervisión del ejército y el gobierno norteamericanos, podría repetirse el caso de la bomba atómica y que sus descubrimientos fueran utilizados para fines violentos.
Kurt Vonnegut también debía estudiar químicas según el deseo familiar –que economizó en gastos tras la inversión en Bernard mandándole a la escuela pública–, y de hecho lo intentó, si bien le venció su deseo de ser escritor o periodista. En 1943 se alistó en el ejército, fue hecho prisionero de guerra en diciembre de 1944 y, como todos sus lectores saben, vivió el bombardeo de Dresde, un hecho imborrable presente desde sus primeros relatos, que finalmente convertiría en una novela magistral –con saltos en el tiempo–, Matadero cinco. De vuelta en EEUU, se casó con su novia Jane, a la que conocía desde la infancia, lo intentó con la Antropología (lo más parecido a una ciencia para él), y compatibilizó sus estudios con un trabajo en una agencia de noticias como copy boy, mientras su primer hijo venía de camino.
En 1947, Kurt entró en el departamento de relaciones públicas de GE –mintiendo para ello sobre sus calificaciones académicas–, donde debía escribir notas sobre los mismos aparatos que todos los trabajadores compraban para su casa en la tienda para empleados: una nevera, un fogón de cocina, una lavadora automática. Ese año, las ventas de la firma ascendían a 1.300 millones de dólares. La empresa que se había hecho de oro suministrando equipo para que su país ganara la guerra quería estar ahora en todos los hogares americanos. Además de anuncios e ilustraciones, el departamento de relaciones públicas tenía su propia agencia de noticias, que salvo por lo de la objetividad, funcionaba igual que un periódico, con sus reporteros buscando historias y un ramillete de publicaciones internas, muchas distribuidas fuera de la empresa.
Totalitarismo de empresa
The Brothers Vonnegut subraya lo que decía hace unos años el editor Santiago Tobón con motivo de la publicación en castellano de algunos de los relatos del escritor en Mientras los mortales duermen (Sexto Piso): que Kurt Vonnegut fue un “jornalero”, un escritor de clase media que tuvo que pagar la hipoteca con relatos cortos en revistas y con otros tipos de trabajo. Que escribía por las tardes y los fines de semana, mientras fumaba Pall Mall como un gremlin para alimentar a sus tres hijos –y posteriormente, a otros tres críos más, los de su hermana Alice, de quienes él y Jane se hicieron cargo tras su muerte por cáncer en 1957–. Que abrió uno de los primeros concesionarios Saab en EEUU y que también fracasó. Que recibió continuos rechazos de editores y revistas antes de publicar. Que reelaboró sus textos y que volvía a los mismos temas: los efectos de la guerra, los conflictos entre la libertad y la moral, la idea extraída de su lectura de Los hermanos Karamazov de que si no existe un dios –y Kurt no creía en él–, los hombres tendrían la necesidad de inventarlo.
En realidad, “la General Electric era ciencia ficción” en aquellos años
Ciencia ficción, en efecto, pero para hablar del presente, del aquí y el ahora. Su miedo al totalitarismo no nace en mundos exóticos, sino en el mismo centro del libre mercado y se refleja en las actitudes y los valores de empresa: la adoración de los empleados por su jornada laboral, el espíritu mecánico del trabajo en equipo, la fe en el progreso, la tecnología y la ciencia, el entusiasmo por todo lo que entonces oliese a futuro, a un futuro hecho de máquinas, a base de código y semiconductores. Como escribe Ginger Strand, “tanto los nombres de empleados de la GE como las ideas emergen continua y evocativamente en todo lo que Kurt escribió”. Y como Vonnegut dijo cuando le preguntaron por qué elegía el género de las naves espaciales y los universos alternativos para hablar del presente: en realidad, “la General Electric era ciencia ficción” en aquellos años.
Bernie dejó GE en 1952, cuando el proyecto Cirrus fue cerrado. La empresa ya no buscaba más la motivación de sus empleados con aquel lema utópico que rezaba “¿Te estás divirtiendo hoy?”. Fue el mismo año de la publicación de la primera novela de su hermano –que ya había dejado antes la empresa para intentar ganarse la vida escribiendo–, La pianola, una historia distópica en la tradición de Orwell y Huxley que, al igual que Cuna de gato, se inspiraba en el trabajo de Bernard y sus colegas.
¿Qué había detrás el impulso original de un proyecto para controlar el clima? Según Ginger Strand, “los militares querían armas, los comerciales querían beneficios, la General Electric quería publicidad y los meteorólogos quería proteger su territorio”. Siete años después de ser contratado por el gigante tecnológico, tras muchos intentos por su parte de que el gobierno regularizase y controlase la manipulación del clima, ni la empresa era la misma ni la nación americana, que se preparaba para un nuevo orden: el de los ordenadores, la electrónica y los transistores. Bernard siguió investigando las tormentas, pero no para intentar “controlar” las fuerzas de la naturaleza, sino para “conocerlas”. Murió en 1997 de cáncer. El obituario del New York Times no esquivaba las implicaciones legales y comerciales de las alteraciones en los fenómenos atmosféricos.
Ginger Strand ha acudido a una enorme variedad de fuentes para documentar su libro, desde la familia Vonnegut a los archivos de la GE. Y de ellas extrae una certeza sobre Kurt, aplicable a muchos hombres que escriben sobre sus vidas y convierten a sus mujeres en parte de su obra: que su esposa Jane, de la que se separó en 1970, fue fundamental para entender al autor que hoy adoramos. “Una mujer que respiraba vida y energía y resolución. Sin ella, el Kurt Vonnegut que conocemos nunca habría existido. Hasta cierto punto, él fue un personaje creado por ella”.