“Cuando nosotras teníamos veinte, incluso treinta años, aún no había eclosionado la moda de los juguetes eróticos”. Marta Sanz (Madrid, 1967) vuelve a abrir fuego con la pregunta que se planteó en su novela Daniela Astor y la caja negra (Anagrama): “La democracia, ¿nos liberó sexualmente o convirtió el sexo en un asunto comercial, un pretexto para vender y comprar?”. Éramos mujeres jóvenes. Una educación sentimental de la Transición española es un ensayo muy especial, en el que hace acompañar su voz con la de varias mujeres a las que ha preguntado hasta descubrir su posicionamiento ideológico sentimental.
Un sondeo de opinión casero entre mujeres (y un hombre) nacidas entre los años sesenta y mediados de los setenta, para desnudar la libertad sexual heredada de la Transición. La novelista descubre la vergüenza, la culpabilidad, el miedo a que otros miren y juzguen, a presenciar lo que no se desea presenciar, la violencia. “Creo que conceder la palabra a las mujeres es un acto de justicia que repara el silencio y la invisibilidad. Pero, además, cuando las mujeres se piensan y buscan palabras para describirse en clave de género están pensando y redefiniendo también a los hombres”, dice Marta.
En esta reflexión literaria hay varias decepciones, pero la peor de todas es la de tomar conciencia de que “la emancipación respecto a la figura del padre y del marido pasa por la necesidad de ser económicamente autónomas, y de que esa autonomía económica nos exige ser sujetos activos en un campo laboral que nos discrimina, nos explota y nos convierte en víctimas de la precariedad”. Las mujeres no han ganado porque la diferencia sigue siendo una desventaja.
Acaba de preguntar a sus protagonistas reales: “¿Te has sentido alguna vez 'sucia' a causa de un encuentro o de un asunto sexual?”. “Con 14 años un compañero de clase se bajó los pantalones delante de mí con el pene en pleno apogeo y me hizo sentir un asco que aún recuerdo, además me atormentaba la idea de que alguien nos hubiera podido ver y sacar conclusiones equivocadas”, cuenta Celia. “También me he sentido sucia en el metro, una vez se me acercó un hombre empalmado intentando sobarme y me sentí fatal”.
Sanz habla de las mujeres que llevaban alfileres en el bolso por si alguien se acercaba más de la cuenta en el metro para restregarse contra ellas. “Casi todas hemos vivido esa experiencia o la hemos presenciado. No era -no es- nada agradable, nada estimulante”, dice. De las palabras de su coro femenino extrae otras conclusiones, como que el sexo sigue estando rodeado para muchas mujeres de suciedad y culpa, que suele venir de una educación represiva en colegios religiosos durante la Transición.
Enterrar tabúes
Pero la “normalización” del sexo ha perdido frente a la “normalidad”. Desacralizar y enterrar tabúes, descubrir el límite entre lo normal y lo anormal en esos test de revista “con los que aparentemente reímos y que después nos quitan el sueño, una, dos, diecisiete noches”. “También a lo largo de este periodo de sexualidad democrática la televisión nos da lecciones probablemente útiles”, dice Marta, que recuerda la impasibilidad de la doctora Ochoa frente a la verborrea manual de Lorena Berdún.
“La inmovilidad de Ochoa tal vez cuadrase con la consigna de no gastar bromas para ejercer de contrapeso frente a la tendencia a la grosería y la caricatura. El lenguaje corporal de Lorena Berdún refleja, en cambio, una naturalidad demasiado expansiva. A veces me da por pensar que se ha construido un discurso políticamente correcto en torno a la sexualidad; un discurso que se asienta en la manga ancha, en la necesidad de tolerarlo todo, en un open mind telegénico, que opera como un fórceps en nuestra sensibilidad. Luego me arrepiento de mis pecados y rezo tres padres nuestros por ser un poquito reaccionaria”.
Para Sanz las mujeres españolas de aquellos años tienen pavor a no ser modernas y ese afán puede provocar el efecto contrario: ahogar tanto como ahogan los misales. La corrección política puede borrar la memoria y borrar las palabras que expresan el dolor.
¿Sexo o atletismo?
Siguiente pregunta. “¿Has consumido alguna vez pornografía? ¿Te gusta?”. “Sí, he visto porno, reconozco que aunque es monótono y previsible, me excita”, contesta Celia. “Sí, lo hago a veces, periodos cortos, casi siempre para masturbarme, en ocasiones cuando practico sexo con otras personas”, habla Yolanda. “No. Me he topado con pornografía, pero me ha parecido siempre una cosa muy falsa, como que todos los cuerpos son falsos, los gemidos, esos trajes ridículos que se supone que son sexy…, además me da la sensación de que en vez de follar hacen gimnasia”, explica Nekane.
Este es uno de los temas principales del libro y de las encuestas: la banalización mercantilista del sexo, que “bajo la apariencia de la liberación cada día nos objetualiza más y más”. “Parece que después de la represión franquista y nacional-católica, a menudo el sexo se entiende como una exigencia atlética”, cuenta Marta Sanz. “Un tener que estar a la altura, una necesidad que tiene mucho de pulsión instintiva y de necesidad subjetiva creada por la publicidad y la sociedad de mercado”.
Así es como la mujer ha pasado de sentirse insatisfecha por un ideal romántico que nunca se hacía realidad a “sentirnos insatisfechas por una expectativa erótica que nos recauchuta y nos violenta quirúrgicamente y nos obliga a consumir a todas horas para estar perfectas y practicar con eficiencia el sexo. Agotador”.