“A bordo se sirven sonrisas”, la experiencia de Erri de Luca al rescate de refugiados
El escritor cuenta en primera persona sus vivencias en un barco en busca de migrantes para ayudarles.
11 mayo, 2017 02:59A las 6 de la mañana, a 18 millas de la costa libia, Pietro Catania, capitán del barco de salvamento Prudence de Médicos Sin Fronteras, me permite ver sobre la carta de navegación tres embarcaciones de goma que partieron durante la noche de las playas de Sabrata. A las 6 de la mañana han recorrido 8 millas de distancia.
Comienzo el turno de avistamiento a través de los prismáticos. El radar a bordo no basta para localizar una embarcación menuda, hecha de goma y de cuerpos humanos. Al otro lado de proa, Matthias Kennes, responsable en la cubierta de MSF, supervisa lo que queda de horizonte. Se ven las luces de la costa, el alba es clara.
Pasan las horas inútilmente. Pensamos que las embarcaciones de goma han sido interceptadas por los guardacostas libios y obligadas a tornar. Habíamos alcanzado las 15 millas, por lo que estamos fuera del límite territorial de 12 millas, a unos 22 kilómetros de tierra. Podíamos dejarlo pasar. Son ya condenados a muerte si naufragan dentro del límite, donde no se puede intervenir. Los llevan de nuevo a tierra para encerrarlos de nuevo en cualquier cárcel: no a todos. Una de las embarcaciones de goma vuelca. Se ahogan noventaisiete. Cuando se trata de vidas humanas se escribe con letras y no con cifras. Veintisiete, en cambio, son aceptados por la lotería de la salvación. A bordo de la Prudence estaba todo listo.
Se ahogan noventaisiete. Cuando se trata de vidas humanas se escribe con letras y no con cifras. Veintisiete, en cambio, son aceptados por la lotería de la salvación
Permanecemos con los puños cerrados, sin poder actuar para salvarlos. Miro al mar esta noche: extenso, liso como una alfombra. No se puede naufragar sin olas. La blasfemia al mar se ahoga cuando está tranquilo, cuando no existe ninguna fuerza de la naturaleza adversa, excepto la nuestra. Estamos con los puños cerrados. No sufro la resaca, he aprendido de niño a estar en equilibrio sobre las olas. No sufro la resaca, pero esta noche sufro el dolor del mar, la pena de tragarse estático a los navegantes. Es la criatura viviente, el mar que los latinos llamaron con afecto Nostrum, para que nadie pudiese decir ‘es mío’. La nave en la que me encuentro quiere ahorrarle al Mediterráneo otras cosas comunes.
A bordo he llevado para leer La Eneida. Batido por las tempestades en el mismo tramo de mar cercano a las costas de Libia, Eneas viaja alejado de su patria en llamas. Busca Italia, señalada por la profecía. Virgilio narra naufragios y perdidos en el mar. Él puede darles nombres. Permanecemos en el mismo lugar un día y otra noche de vigilia.
Esto es hoy el transporte de las vidas en el Mediterráneo, cruceros en danza y barcos a la deriva, fiados al árbitro de quien se embolsa minucias de los traficantes o de la Unión Europea. Una bendición para ellos: ¿Por qué deberían renunciar a uno de sus contribuyentes? Un naufragio aquí y allá, el arresto de alguna patera cualquiera, para fingir que se respetan los acuerdos. ¿Los acuerdos contemplan los naufragios? No se ha dicho nunca. Los acuerdos admiten efectos colaterales, culpas de los irreductibles que quieren viajar a la fuerza. Justo así, a la fuerza: reservan por la noche desde recintos, a razón de ciento cincuenta que son obligados a subir a las embarcaciones. Obigados: muchos quisieran retirarse de frente a la oscuridad y al riesgo absurdo. No pueden. ¿Quién resiste? Suben bajo el empujón de las armas. Uno de ellos, recuperado en un salvamento precedente, tenía una bala en la pierna.
Los traficantes los agolpan, después le fían la brújula y el timón a un hombre al mando. Los traficantes desaparecen. Una de las lanchas veloces a bordo de la Prudence cuando se acerca a las embarcaciones, pide a quien comanda la fueraborda que apague el motor. Responde que no lo sabe hacer. Los traficantes les han metido allí y él sólo sabe llevar el timón. La lancha se ve obligada al abordaje. Lionel, trabajador de MSF, consigue mantenerse en pie en la proa y se lanza sobre el motor de la fueraborda para apagarlo. Los traficantes no existen.
En el puerto de Augusta, en Sicilia, donde suben a bordo de la Prudence, hay un campo de primera acogida para quien desembarca con las naves de salvamento. Al lado de grandes grúas cargan chatarras de hierro dentro de estibas directas a fundiciones en Asia. Viajamos con documentos en regla como los clavos oxidados. Los seres humanos del campo cercano están, en cambio, fuera de la ley, a la espera de la expulsión. Los últimos procedimientos introducidos por el nuevo gobierno eliminan los derechos de apelación del solicitante de asilo, en caso de un primer rechazo de la demanda. Borran el derecho de apelación: a quien ha perdido todo aquello que se podía ya perder. Se escriben y se aprueban por nosotros leyes de un incivismo feroz.
Viajamos con documentos en regla como los clavos oxidados. Los seres humanos del campo cercano están, en cambio, fuera de la ley, a la espera de la expulsión
Alguna mente evaporada dice que las embarcaciones parten porque están los barcos de socorro esperando. Hace veinte año que parten barcas a motor llenas de humanidad desorientada. La primera fue abatida [no me sale un término para provocar el hundimiento de un barco…] en la Pasqua del 97 por un barco militar italiano que tenía la orden de imponer un abusivo bloqueo naval en aguas internacionales. Venía de Albania, su nombre era Kater i Rades. El Estado italiano se las apañó con un resarcimiento.
Hace veinte años que viajan por el Mediterráneo barcos a motor sin ningún socorro. Ahora, que finalmente existe una comunidad internacional de rápida intervención en el mar, será culpa suya si parten las pateras. Como decir que existen las enfermedades por culpa de las medicinas. Si los delfines viniesen en ayuda de los desaparecidos en el mar, estos necios los acusarían de complicidad con los traficantes. En verdad su calumnia pretende acusar a los socorristas de interrumpir la actividad natural del naufragio. ¿Por qué somos y debemos permanecer impasibles ante el más grande y salvaje hundimiento en el mar de la historia de la humanidad?
El día después, al alba, volvemos a escrutar el horizonte detrás de las lentes de los prismáticos. Sabemos que han salido de noche desde Sabrata. Mi compañero de camarote, Firas, de origen sirio, lee en Facebbok mensajes en árabe donde comparten esta información. Localizamos la primera patera, cargado de más, con los hombres subidos en las cámaras de goma, con la proa medio desinflada. Se activa la lancha rápida que, en primer momento, reparte chalecos de salvamento. A menudo la imagen del salvamento produce una peligrosa agitación a bordo de la patera.
El mar es como el plato que era ayer. Firas en la proa con el megáfono, mantiene la calma explicando las siguientes maniobras. Cuando todos se han puesto el chaleco, la Prudence se coloca en paralelo y engancha la patera por un costado. De una escala de cuerda, suben a bordo uno a uno, ayudados por brazos robustos. Algunos no se mantienen en pie por la posición forzada en la que han estado durante horas. Suben mujeres embarazadas y dos niños. A cada uno se le entrega enseguida una bolsita con un chándal, barritas energéticas, zumo de frutas, agua y una toalla. El equipo médico le echa un primer vistazo a cada uno. Tres contenedores sobre la cubierta están dispuestos como unidad hospitalaria, primeros auxilios, aislamiento en caso de infecciones y una pequeña sala de parto. Se ocupa Stefano Geniere Nigra, joven médico turinés.
A bordo de la Prudence no se utiliza el término de refugiados, migrantes y títulos afines. Se les llama huéspedes. Reciben la más urgente hospitalidad, la que merece quien llega del desierto. Reciben una bienvenida a bordo llena de una bondad merecida, como en el episodio que me narra Giorgia Girometti, responsable de comunicación. Un senegalés de mediana edad recuperado en un salvamento precedente, era talmente sorprendido por la acogida que le preguntó con una sonrisa a qué hora se servía el aperitivo. A bordo se sirven sonrisas.
A bordo de la Prudence no se utiliza el término de refugiados, migrantes y títulos afines. Se les llama huéspedes. Reciben la más urgente hospitalidad, la que merece quien llega del desierto
Me asomo sobre la embarcación vacía, el fondo se mantiene gracias a unas tablas desvencijadas. Ha llevado ciento veintinueve personas, con un motorcillo fueraborda de 40 caballos. Desde las seis de la mañana hasta la noche si encuentran otras tres pateras perdidas fuera de las 12 millas, más un transbordo de un barco de salvamento más pequeña que estaba al límite de su capacidad. Por la noche permanecen a bordo seicientos cuarenta y nueve huéspedes. La Prudence puede llevar hasta mil, es la mayor unidad en la zona.
De La Eneida recordaba de memoria solo un verso: “Una salus victis, nullam sperare salutem" [sic], la única esperanza para los vencedores es no tener ninguna esperanza. Me explica qué lleva a la naturaleza humana amenazada a meterse en el peor azar con la intención de liberarse. Hasta que no encuentran esas cámaras de aire de goma, las vidas perdidas y abandonadas no se permiten ninguna esperanza, porque también aquí cede la resistencia. Sólo sirve su obstinación para sobrevivir.
La noche se desembarca en Reggio Calabrio, destino asignado por el comando de Roma. Los huéspedes, finalmente a salvo, alimentados y entrados en calor, inician el rezo, cantan y bailan juntos, gentes de pueblos de tierras distintas y lejanas. Están a bordo, directos a Italia. Es la única parte del viaje que no cuesta nada. Es el único regalo, el único pasaje gratis que viene a su encuentro. Y es además el mejor transporte. Aquí sobre el mar ha ganado el sube y baja de la economía: el peor transporte les ha costado carísimo, el mejor, sin embargo, nada. Gritan por la liberación.
Llevo conmigo el pasaporte. Ninguno de ellos tiene un documento ni equipaje. Su exilio les ha privado de nombre, su identidad es que están vivos y basta
Son jóvenes, ningún anciano entre ellos. Son delgados, cuerpos atléticos de un maratón sin fin, seleccionados por la ruleta rusa de los desiertos, de las prisiones libias, de los salvamentos de la fortuna. ¿Cuántas otras veces se han aferrado a un milagro? ¿Por qué debería encogerse la providencia que los mantiene en vida? A ellos no se les permiten estas preguntas. De que esté todavía en estos parajes el ángel de la guardia, o se haya desvanecido de cansancio, depende la voluntad de proseguir. Que pueda durar a larga distancia la bendición impartida de un padre con el agua santa de sus lágrimas de adiós.
Llevo conmigo el pasaporte. Ninguno de ellos tiene un documento ni equipaje. Su exilio les ha privado de nombre, su identidad es que están vivos y basta. Sus hijos, sus nietos querrán saber, reencontrar los imposibles caminos atravesados, la épica legendaria que hoy es una crónica de una columna, en caso de desastre. “Enésimo” es el adjunto obsceno que acompaña el titular, al lado del sustantivo neutro de “naufragio”. Enésimo: el periodista está cansado de tener que llevar la cuenta, levantar las cejas por enésima vez.
A la orilla del lago Kinneret, llamado Tiberiades por los conquistadores llegados de Roma, el joven fundador del cristianismo buscó a sus primeros compañeros. Eran de profesión pescador. Al joven le gustaban las metáforas. Según Mateo (4,19) dijo: “Venid conmigo, os haré pescadores de hombres”. Aquí estoy en un tiempo y en un barco que aplica al papel la impulsiva metáfora. Estoy con personas que se han entregado a pescar hombres, mujeres, niños. El Mediterráneo es un lago Kinneret salado y más grande.
¿Quiénes son estos pescadores? Por coincidencia con el asunto precedente, a bordo van trece, aunque sin un Iscariote en el equipo. Cuatro de personal médico, tres organizadores técnicos, tres intérpretes y mediadores culturales, una psicóloga, una responsable de comunicación y el coordinador. Cada uno tiene experiencia de intervenciones con MSF en distintas partes del mundo. Han elegido la profesión del socorro y para ejercerla no es suficiente la aptitud. Es necesario una catapulta interior dispuesta a lanzarse donde se grite ‘ayuda’. Tienen pasaportes de muchas naciones, pero su título es: sin fronteras. Aquí en aguas internacionales están en su ambiente. Cuando su presencia es indispensable, no sirven los confines. Por eso afean a menudo la conducta de los gobiernos afectados. Han preferido no aceptar fondos de la Unión Europea. Por eso no gustan a la agencia Frontex, que se ocupa de las fronteras en el Mediterráneo y no soporta el trabajo de organismos independientes, aunque salvan vidas que sin ellos estarían perdidas.
Extraña profesión ha inaugurado este segundo milenio, a la misma distancia del inventor de la metáfora. Soy el más anciano a bordo, incluso entre los marinos de la tripulación. En la república marinera de esta nave, fundada sobre la igualdad, la edad media es mucho más baja de su equivalente en tierra firme. Pese a anciano, soy novicio en la empresa. Escucho, echo una mano y, lo más que puedo, absorbo.
Continúo incluso aquí la lectura del Ebreo antiguo, un par de salmos al despertar, que nos entregan un poco de respiro. Siento que aquí, más que en tierra, me van bien a la salud. Ensanchan mi aliento, mezclando bien el oxígeno en la sangre. La causa, más que el aire de los salmos es esta nave, que supone un paréntesis de pausa y quietud en la vida de las personas llamadas huéspedes. Es un paréntesis también de la mía y puede que sólo este barco sea una metáfora. Me transporta entero, en el momento en que estoy a bordo cuenta solo el tiempo presente, aquí y ahora.
En la república marinera de esta nave, fundada sobre la igualdad, la edad media es mucho más baja de su equivalente en tierra firme. Pese a anciano, soy novicio en la empresa
Es domingo por la mañana cuando la Prudence está a la vista del puerto de Reggio Calabria. ¿Encontraremos en el embarcadero en un día festivo el dispositivo necesario para el desembarco? La duda se disipa al embocar el puerto: los primeros que se ven por número y por el color de sus camisetas azules son jóvenes voluntarios católicos cantando coros de bienvenida. Después el personal médico al completo, los funcionarios de policía del servicio de inmigración, los muchos autobuses para el transporte de los desembarcados a diferentes destinos. A cada que desciende a lo largo de la pasarela, los voluntarios le dan un libreto en varios idiomas que los informa de sus derechos y procedimientos, confirmando cuanto se les ha explicado a bordo.
Bajo y recibo incluso el saludo del ayuntamiento llegado al embarcadero con varios asesores. No consigo creer: es domingo, pero están todos dispuestos para actuar con eficiencia, cordialidad, respeto. En Reggio Calabria, me dicen, es práctica habitual desde hace dos años. Matthias Kennes me confirma que también en el puerto de Palermo tienen una conducta similar durante los desembarcos.
Los hombres y mujeres bajan por separado. Una de ellas se gira despistada. Una funcionaria de policía le pregunta a través de un intérprete qué está buscando. Se trata del marido. La funcionaria va a buscarlo, lo encuentra y se asegura de que la pareja viaje unida. Se puede hacer: tener unidos los procedimientos y el sentido de humanidad solidaria. Gracias Reggio.
La mañana siguiente se vuelve de nuevo al mar después de un aprovisionamiento acelerado. Se va a velocidad sostenida, hay urgencia en la zona. Han salido varias pateras y en el lugar está ya la nave Phoenix de MOAS cargada, con nueve embarcaciones alrededor, es decir, con mil personas sin agua ni chalecos salvavidas. Se les mantiene unidas gracias a varias cuerdas. Tenemos delante al menos treinta horas de navegación y un mar grueso nos ralentiza. No podremos llegar a tiempo. Una de las pateras cede y nadie puede hacer nada.
Esto puede explicar que los traficantes lancen las embarcaciones a su suerte sin ningún cálculo de la presencia de socorristas. Su única condición es que el mar esté calmado, no por motivos humanitarios, sino porque ciento cincuenta personas tiradas por un motor de 40 caballos no es capaz de partir si el mar apenas se agita.
A bordo de la Prudence, estas oleadas se llaman ‘lanzamientos’, porque las realiza un lanzador que permanece en la orilla. La intensidad de los lanzamientos de abril se debe a nuestro suministro de muchas guardacostas nuevas a la Guardia Costera libia, que entrarán en servicio en mayo. Los traficantes, en la incerteza, se apresuran por lanzar a todos los que consienten las condiciones climatológicas.
El capitán Pietro Catania y su tripulación están entregados en cuerpo y alma a estas operaciones, porque son gente de mar. No entienden de turnos ni horarios, lo hacen a tiempo completo con la juventud de MSF. Al salir de Reggio Calabria, la nave encuentra mal tiempo. Nos enteramos de que ha quedado todavía una embarcación en espera fuera de las 12 millas. Somos los menos lejanos, pero en cualquier caso llegaremos demasiado tarde. Por tanto, desde Lampedusa, que está mucho más al sur que nosotros, la Guardia Costera manda dos guardacostas veloces, que llegan mucho antes y salvan ciento cuarenta y tres personas, cargándolas a bordo. Llegan a nuestro encuentro y nos las transfieren a nosotros Las dos unidades partieron con tanta prisa de Lampedusa que ni siquiera cargaron comida ni agua para ellos. Están en ayunas, por lo que los marineros de la Prudence les dan lo necesario para el viaje de vuelta.
Aquellos centenares de rostros: no tengo la virtud de poder recordarlos. He tenido el absurdo privilegio de haberlos visto. De ellos me queda la escalera de cuerda que han subido semidesnudos
Suben ciento cuarenta y tres personas entumecidas, una mujer en el octavo mes de embarazo. Sus ojos han perdido la expresión de preguntar, de rezar, de concentrarse. Están todavía fijos en un horizonte vacío. “Siento por el olor cuanto tiempo llevan en el agua”, me dice Cristian Paluccio, segundo comandante. Yo también lo siento fuerte, es como un compuesto químico, un material de curtir pieles, un sudor de cuero. Recibido la bolsita de primera necesidad, se ponen en fila para la ducha. Si despojan de las ropas empapadas de los náufragos. Después del chorro de agua dulce, para ellos si cabe más dulce, sus ojos retoman la expresión. Buscan los rostros, comienzan a solicitar información, a entender quiénes les acogen. Afloran los cantos, los ritmos y el contagioso baile. Sobre la Prudence se conforma un alivio, una espera y un vínculo espontáneo entre personas de tierras distintas. No debería esfumarse nunca. La nave debería recorrer los puertos del mundo para contagiar a tierra firme.
No he hecho uso de tatuajes, mi superficie da cuenta sólo de las señales de los años. Pero los acontecimientos del mundo que me han afectado físicamente han tatuado la parte interna de la piel. Vivo dentro de ella, puedo percibirlos, los distingo. Tengo diseños escritos de un modo que no pierden el color. Las dos semanas a bordo me han impreso un nuevo tatuaje: una escalera de cuerda que pesca en el vacío. Del último escalón he visto despuntar una por una las caras de quienes emergían del borde de un abismo. Abarrotados en un barco, subían por los escalones de su salvación. Aquellos centenares de rostros: no tengo la virtud de poder recordarlos.
He tenido el absurdo privilegio de haberlos visto. De ellos me queda la escalera de cuerda que han subido semidesnudos y descalzos sobre los peldaños de madera. Practico alpinismo y creo saber de forma precisa qué es el verbo “escalar”. Sin embargo, no lo sabía. He aprendido en el mar a bordo de un barco aquello que ninguna coma alcanzada me ha enseñado antes. Por eso, bajo la piel ha quedado impreso un tatuaje de una escalera de cuerda con peldaños de madera.
Erri de Luca es escritor, periodista y poeta. Autor de obras como 'Sólo ida' (Seix Barral), en la que ya prestaba atención a la migración a través del Mediterráneo.