Alberto Corchón guarda un tesoro en su casa: a simple vista, el collar puede resultar un abalorio adquirido en cualquier mercadillo artesanal veraniego. Pero tiene un valor incalculable: son 657 dientes de mono procedentes de lo más hondo de la selva paraguaya, un regalo que una tribu india guayakí —también conocidos como achés—, una comunidad nómada y violenta con los forasteros, entregó a un grupo de recolectores de mate que se incrustó en sus dominios hace 75 años. No hubo lucha, sino entendimiento entre dos civilizaciones totalmente antagónicas.
La historia de ese collar que Alberto Corchón, de 81 años, conserva en la actualidad en su domicilio de Irún, la desconocía cuando desembarcó en Paraguay en 1965. El banco para el que trabajaba le destinó a Asunción, la capital del país, y allí conoció a la que sería su esposa y madre de sus cuatros hijos, Gloria Álvarez Valdés. Esta mujer, cuando no era más que una niña, acompañó a su padre don Isaac y a su madre doña Enriqueta en una expedición, formada por medio centenar de personas, a las profundidades de la selva para extraer el preciado mate.
Aquello sucedió en 1944, con la mitad del planeta asolado por las bombas de la II Guerra Mundial, y desembocó en un intercambio extraordinario entre dos culturas que hasta aquel entonces siempre se habían repelido. La aventura se ha convertido ahora en un libro firmado a cuatro manos entre el propio Alberto Corchón y el periodista Iñaki Oscoz, valiéndose del relato oral transmitido por Gloria y de los breves apuntes que dejó por escrito poco tiempo antes de morir. El título no podía ser otro que 657 dientes de mono, editado por Viajesalpasado.
Amenazas en la selva
El capataz Isaac, cabecilla de la empresa recolectora, montó una especie de "micromundo" en la jungla, con chozas y animales domésticos para los cosecheros y los familiares que les acompañaban. "Se iban a trabajar allí durante medio año. Cada día, los mineros —que así los llamaban por las condiciones tan duras a las que se enfrentaban— salían con un saco vacío a recolectar hierba mate, que estaba en lo profundo de la selva", cuenta Iñaki Oscoz.
Ese campamento que montaron en pleno epicentro de la naturaleza más salvaje estaba rodeado de amenazas. Los hombres tenían unas pocas armas de fuego para defenderse de los ataques de anacondas gigantes o de jaguares, que se llevaron por delante la vida de alguno de los jóvenes del grupo. También se revelaba en sentencia de muerte casi segura contraer alguna de las enfermedades que deambulaban por el campo base, como el paludismo.
La gran amenaza para la expedición, no obstante, se escondía tras los árboles y tenía forma humana. Los invisibles guayakíes eran una de las tribus más temidas de América por sus canibalescas prácticas. "Su economía se basaba en el nomadismo y cuando a algún miembro mayor de la comunidad le fallaban las fuerzas durante uno de los traslados, él mismo se declaraba inútil para el viaje y lo mataban para comérselo", relata Iñaki Oscoz. "Lo hacían para aprovechar la carne y por una creencia espiritual: pensaban que, de no hacerlo, su alma se metería en el cuerpo de un jaguar y les atacaría".
Intercambio de regalos
El momento clave se registró cuando a la expedición recolectora le desapareció una de las vacas de forma misteriosa. La mayoría creyó que era obra de los guayakíes y había que vengarse dándoles plomo, una solución que el capataz Isaac y su mujer no compartían en absoluto. "Ellos decidieron dejarles comida en un altar, como una especie de ofrenda", explica Iñaki. Un movimiento insólito, pues nadie había osado hasta entonces entablar relación con los indios.
La respuesta no tardó en llegar: una cuerda de liana y pelo humano depositados en el mismo altar, que los más escépticos interpretaron como el aviso de que todos iban a terminar ahorcados. Pero Isaac no creía tal extremo, y los intercambios se siguieron desarrollando, como una conversación: los guayakíes les ofrecieron pulseras, un arco, que para ellos era algo sagrado, y finalmente el collar de los 657 dientes, justo cuando levantaban el campamento tras sufrir una serie de contratiempos.
La gargantilla la heredó Gloria, que vivió en sus carnes aquella aventura, y saltó al otro lado del Atlántico cuando se fue con su marido Alberto Corchón a Irún. "Es una historia muy emotiva, natural y emocionante", dice el coautor de la obra, que tenía claro que había que plasmarla en papel: "Después de escuchar el relato de mi mujer, me dije que tenía que escribirlo". Y así lo hizo, aunque ahora Iñaki Oscoz le ha brindado su ayuda para darle un toque más literario.
Ese collar, que descansa en una vitrina de una casa de Irún esconde una bonita historia que Iñaki cree que debería residir en un museo. "Simboliza que es posible llevarse bien entre culturas muy dispares, que donde había desconocimiento entre dos razas por desconocimiento puede haber comunicación y entendimiento", concluye.