Suma Editorial lanza a la venta este próximo 5 de septiembre la última novela del comisario de Policía y escritor de ficción Luis Esteban. Bajo el título de Moroloco, el rey de los narcos del Estrecho, el autor se nutre en cierta medida de las investigaciones que desde su nacimiento EL ESPAÑOL realiza sobre el tráfico de drogas en el sur de España.

Esteban, que fue comisario en Algeciras (Cádiz), zona caliente del narcotráfico en España, se permite un pequeño juego literario al incluir a personajes que guardan ciertas similitudes con periodistas de este medio, como Pablojota Legazpi, director de El Hispano, y Agoney Bencono, alter egos de Pedro J. Ramírez y Andros Lozano en las páginas de la citada novela.

La editorial que publica la cuarta novela de Luis Esteban adelanta en exclusiva a este periódico el primer capítulo de Moroloco, el rey de los narcos del Estrecho. Lo reproducimos a continuación:

Me presento. Mi nombre es Rachid Absalam, tengo treinta y cuatro años y soy el narco más poderoso de Campo de Gibraltar. Todos me conocen por Moroloco, a pesar de que saben que mi salud mental es cojonuda y que si averiguo que alguno me llama así le va a faltar cuerpo para encajar las hostias. Dispongo de dos pasaportes, uno español y otro marroquí, y hablo correctamente francés, árabe y castellano. Gracias a ello puedo moverme libremente por ambos lados del Estrecho, circunstancia que resulta fundamental en mi negocio.

Estoy casado y tengo dos hijos. Mi mujer, Halima, es un prodigio de paciencia. Soporta los inconvenientes de la vida que le doy con una enorme y tierna resignación. Solo puedo reprocharle su excesiva tendencia al altruismo, que me cuesta un ojo de la cara. Mi hijo pequeño se llama Hassan, tiene cuatro años. Es cariñoso como su madre y despierto como su padre. Mi primogénito, Khaled, cuida de nosotros desde el paraíso. Murió en Madrid, en casa de mi primo, días después de su quinto cumpleaños. Pero no quiero hablar de eso ahora.

Mis padres llegaron a España en patera cuando apenas contaban veinte primaveras. Recién desembarcados se instalaron en la barriada algecireña de El Saladillo, que es como una favela carioca pero sin mulatas de carnes prietas y piernas infinitas. A pesar de que cuando empecé a ganar dinero les compré un chalet en la mejor zona de Algeciras, nunca se han movido de allí. Dicen que ese es su mundo, su pequeño universo, y que fuera de él se encuentran desorientados.

Vine a la vida unos meses después de que mis padres arribasen a España. Mi madre me parió en casa, en su cama de matrimonio, asistida por una anciana mora y su nieta adolescente. Habiendo nacido en el corazón del barrio, El Saladillo y un servidor estábamos condenados a entendernos. Durante mis primeros años pateé a fondo sus calles. En ellas trabé las pocas amistades que conservo y conocí a la mayor parte de mis futuros socios, subordinados y enemigos.

En aquella época, los críos del barrio abandonaban la escuela en cuanto aprendían a leer y escribir. El futuro laboral no los inquietaba. Sus hermanos mayores, simples subalternos en el tráfico de hachís, ganaban en una noche de alijo lo que un obrero de la construcción en dos meses de carretilla y andamio. Habían aprendido de sus padres, contrabandistas de tabaco, y estos de sus abuelos. Con semejantes antecedentes familiares no era extraño que nadie quisiera estudiar.

Treinta años después, las cosas no han cambiado mucho. Los chavales completan la educación obligatoria, pero no muestran interés en ampliar los estudios ni en ingresar en el mercado de trabajo. Las instituciones públicas cubren las necesidades básicas del vecindario suministrándole viviendas de protección oficial y una amplia gama de pagas y prestaciones. Los lujos, como antaño, se los costea cada uno descargando fardos de hachís o metiendo rubio de matute a través de la cercana frontera con Gibraltar.

Soy consciente de que a los ciudadanos honrados, a los que madrugan para acudir a su puesto de trabajo y cumplen escrupulosamente con la ley, les fastidia sustentar con sus impuestos a parásitos sociales, que es como nos consideran a los habitantes del barrio. Y yo pregunto a esos resentidos: ¿no será que os corroe la envidia? Os quejáis de vuestros sueldos miserables, de las condiciones laborales que soportáis, de la falta de tiempo libre, ¿y queréis que sigamos vuestro ejemplo?

En El Saladillo las personas son felices, dignas, dueñas de sus destinos. Los niños son potros salvajes; las mujeres, ciclones de vida; los hombres, machos en el sentido más recto de la palabra. Sobre este último grupo, el de los hombres, existe hoy en día mucha confusión. Por ello, así como por mi doble condición de miembro del mismo y consumado experto en la materia, me permitiré hacer unas apreciaciones:

Un varón como Dios manda, un tío que no gasta en compresas y a quien los testículos le pesan en el escroto, no lloriquea por las esquinas reclamando justicia salarial, seguridad ciudadana y una beca pública para sus hijos. En los últimos tiempos nos hemos acostumbrado al sollozo masculino, y eso está haciendo de nuestra sociedad una decadente tribu de nenazas. Pero un tipo que se viste por los pies es responsable de su pasado, patrono de su presente y amo de su futuro. Y sobre todo ha de hacerse respetar…

… por su mujer, a la que, a su vez, debe reverenciar como a recinto sagrado.

… por sus amantes.

… por las prostitutas a las que ocasionalmente se tira.

… por sus hijos.

… por los hijos de las prostitutas antes citadas.

… por sus amigos.

… por sus enemigos.

… por la policía (que suele estar comprendida, aunque no siempre, en el apartado precedente).

… por sus socios en los negocios.

… por sus rivales en los mismos.

Aunque hace años que no vivo en El Saladillo (vine a mejor fortuna y Halima forzó la mudanza), lo tengo siempre presente en mi corazón. Allí me dejé la infancia y la juventud, ganduleando día y noche por sus calles y aprendiendo de memoria el mapa de sus rincones. Conozco a todos sus inquilinos: a los viejos, a los jóvenes, a los tenderos, a los repartidores, a los policías que lo patrullan, a las ratas que pueblan sus alcantarillas. Ese barrio forma parte de mí, es sangre que corre por mis venas. También yo corro por las suyas, irrigando los bolsillos de sus gentes, recibiendo sus confidencias, preocupándome por sus problemas, implicándome en las soluciones. Estoy al tanto de todo lo que pasa en sus calles, en las que nadie mueve nada sin mi permiso. Participo en cada decisión y ninguna venganza se ejecuta sin mi visto bueno. En El Saladillo cientos de ojos vigilan por mí. Decenas de bocas me informan.

La información es poder. Después de años de riesgo y fatigas, y pese a varios reveses del destino, he amasado una fortuna cuya cuantía exacta desconozco, pero que no podría gastar en trescientos años que viviera. Y conseguido el dinero, solo resta el poder. El poder de influir, para bien o para mal, en las vidas de los que nos rodean. El poder de condicionar las decisiones de los demás: de los vecinos, de los agentes de la autoridad, de los jueces, de los políticos. Para ejercer ese poder no hay mejor herramienta que la información. Por eso pago por ella y recluto a cualquiera que sea capaz de recabarla. La información es una llave maestra, quien sabe manipularla puede abrir todas las puertas. A ese respecto, El Saladillo es un punto geográfico crucial, la zona cero de mi vasta red de inteligencia. Por sus aceras transitan traficantes, imanes radicales y policías corruptos. También moros de Ceuta y Marruecos que saben cosas oscuras y comercian con ellas para buscarse la vida.

Portada del libro Suma Editorial

Como apunté, mis padres siguen viviendo en El Saladillo. Son de los pocos vecinos del barrio que no perciben prestaciones ni han sido agraciados con una vivienda social. El piso que ocupan lo adquirieron tras veinticinco años de letras y austeridad. Creen en el esfuerzo, en el ahorro, en apretar los dientes y seguir pedaleando. Jamás se han dado un capricho y nunca los vi salir a cenar ni regalarse perfumes en los aniversarios. Son un ejemplo de sacrificio y resignación. Un ejemplo aborrecible que siempre he tratado de eludir.

Durante los primeros años en España, mi padre se dedicó a la construcción. Era la época del boom inmobiliario. Se levantaba a las seis de la mañana y no regresaba a casa hasta el anochecer, pero ganaba un buen salario. Luego estalló la crisis y el trabajo escaseó. Con lo que había ahorrado durante años de privaciones montó una tienda de alimentos halal. Desde entonces trabaja en ella de sol a sol, feliz por ganar el sustento de su familia al tiempo que colabora fielmente con las normas del islam.

Como buena mora, mi madre se ha dedicado siempre al cuidado del hogar. Se ha desvivido por nosotros, especialmente por mí, aunque las cosas no salieron como ella quería. Es lo que tiene la vida, que casi nunca resulta como la planeamos. La vieja soñaba para mí un futuro de bata y estetoscopio; «el doctor Absalam», auguraba la pobre. Yo era un buen estudiante , avispado y de mente ágil, y sacaba unas notas brillantes en comparación con mis condiscípulos. En el último curso del bachillerato nos sometieron a un test psicotécnico. A mí me pareció una memez, pero hice lo que me ordenaron. Sembré equis por doquier, resolví sencillos problemas de lógica y matemáticas y completé farragosas series de figuras, letras y números. Un psicólogo obeso que lucía gafas de culo de vaso se entrevistó con mis padres. Con aire grave, les comunicó que mi cociente intelectual era muy alto. «Su IQ* —pronunció «ai quiu», en inglés, debía de creer que mis padres habían estudiado en Oxford— es de ciento cincuenta. A la espera de pruebas ulteriores, eso significa que su hijo es superdotado». Las pruebas ulteriores no se realizaron nunca, pero desde aquel día mi madre tuvo la convicción de que llegaría a ser algo en la vida. Y algo he llegado a ser, sí, aunque no lo que ella anhelaba. Al principio sufrió mucho con mi profesión, ahora se resigna y da gracias a Alá porque no me falta de nada. Me insiste en que sea un buen musulmán, y yo le hago caso a mi manera.

Ser musulmán consiste, sobre todo, en someterse a la voluntad del Altísimo. En este sentido, yo soy un musulmán irreprochable. Me centro en el presente sin preocuparme por el futuro y acepto sin rencor los golpes del destino. Vivo a porta gayola, a pecho descubierto, con el corazón expuesto a una Providencia a la que no exijo ni imploro, a la que no maldigo ni recrimino. En el fondo ni creo en Dios ni dejo de creer. Las cuestiones escatológicas me resbalan, pero eso no significa que sea un amoral. Tengo mi ética y soy consecuente con ella. Mi código, eso sí, es una sucesión muy corta de prioridades.

A saber:

— En primer lugar, yo.

— En segundo, mi familia.

— Después vienen mis amigos.

— Por último, el resto del universo.

Este orden prelacional se conjuga con dos normas: 1.ª No jodo a quien no me jode. 2.ª Si me jodes, date por jodido.

Admito que como código de conducta el mío no es muy elaborado. Sin embargo, a lo largo de mi vida he aprendido que cuando alguien se pierde en hondas elucubraciones éticas generalmente es un sinvergüenza. Mi sistema moral es escueto, sí, pero lo sigo de manera estricta. Quien me conoce sabe a qué carta atenerse, pues nunca conculco mis reglas.

La semana pasada, en una de las noches más intensas de mi trayectoria profesional, intenté meter cuatro gomas entre las playas de La Línea y Algeciras. Durante uno de los desembarcos, cuando parte del hachís estaba sobre la arena y el resto en el interior de la lancha, irrumpió una patrulla de la Guardia Civil. Esto provocó la estampida de los braceros y la huida mar adentro de piloto y copiloto aún con bastante mercancía en la cubierta de la embarcación. Uno de los braceros, oculto entre la maleza, vio cómo los guardias introducían cinco fardos en el maletero del coche uniformado. En unos minutos llegaron más agentes, que se encontraron con veinte paquetes de droga sobre la arena. Ignorantes de lo que sus compañeros habían escondido, pensaron que ese era el alijo completo.

Al día siguiente, tras entrevistarme con el bracero y conminarle a que cerrara la boca, cité a Yogui y Bubu, los pilotos de la narcolancha. El asunto estaba claro: la mercancía total ascendía a cincuenta fardos con treinta kilos de peso cada uno. Los guardias corruptos se habían agenciado cinco y los legales incautaron veinte. Por tanto, cuando la goma huyó, lo hizo con veinticinco paquetes. Curiosamente, los lancheros habían comunicado por teléfono encriptado, poco después del incidente, que a bordo de la embarcación solo quedaban trece. Los muy bastardos me habían afanado trescientos sesenta kilogramos, es decir, más de medio millón de euros.

Los emplacé en el club privado de mi hotel. Y aquí debo hacer un inciso.

Soy propietario de un hotel de cinco estrellas en la playa de Getares, el Bahía Diplomatic. No se trata de un establecimiento modesto, yo odio la mediocridad. El Bahía Diplomatic dispone de zona de aguas, discoteca, gimnasio y salón de banquetes. Fue diseñado por un despacho de arquitectos franceses y construido con los materiales más exclusivos del mercado. Tiene ciento veinte habitaciones, entre ellas tres suites nupciales, y cuenta con todas las pijadas que puedas imaginar. Mi familia y yo ocupamos la última planta del edificio, un apartamento de cuatrocientos metros cuadrados con terraza, club privado, gimnasio particular y una piscina cubierta. Lo del gimnasio y la piscina no es capricho, debo mantenerme en forma. La mía es una profesión de riesgo y nunca sé cuándo voy a tener que salir por patas o romperme la cara con algún cliente insatisfecho. En el apartamento tengo un par de cajas fuertes: una bastante obvia, oculta (es un decir) detrás de un cuadro. La llamo la caja­cebo. La otra se ubica bajo el suelo del vestidor, dentro de un mecanismo hidráulico que se acciona con el iris siempre que el dueño del ojo, en este caso yo, esté vivo. El blindaje de titanio es tan robusto que haría falta un misil para reventarlo.

Un hotel de la hostia, vamos. En algo hay que invertir (los jueces dicen blanquear) el dinero de los negocios.

Pues eso. Que cité a los dos lancheros en el club privado de mi apartamento. También convoqué a mi compadre, Willy, que es gerente del Diplomatic y el único hombre sobre la faz de la Tierra en quien puedo confiar sin reservas. La amistad que me une a Willy data de tiempos inmemoriales. Nacimos en la misma calle de El Saladillo y compartimos pupitre en la escuela. A su lado fumé mi primer porro, me inicié en las peleas juveniles y ligué con la chica fácil del barrio que acabó por desvirgarnos a ambos. Éramos uña y carne, colegas inseparables, auténticos camaradas. Consecuencia natural de aquella amistad fue nuestro estreno conjunto en el mundo de la delincuencia. Voy a extenderme un poco sobre este extremo, creo que os puede interesar.

Nuestro debut criminal fue cutre y poco lucrativo. Como la mayor parte de la chusma sin recursos de la comarca, comenzamos metiendo tabaco por la frontera pedestre de Gibraltar. Lo ocultábamos entre la ropa, ceñido al abdomen mediante fajas elásticas, y cruzábamos la aduana aparentando garbo y desenvoltura. Debíamos de ser muy torpes, porque los guardias nos descubrieron al cuarto pase y ya no nos dejaron respirar. Tras varios decomisos, alguna multa y un par de bofetones, decidimos cambiar de registro.

Como habíamos cumplido los dieciocho y ansiábamos emociones fuertes, nos hicimos gayumberos, que es como aquí denominan a los que trabajan en los escalones inferiores del hachís. En las noches de faena, y con la adrenalina anegando nuestras arterias, acarreábamos los fardos de droga desde la goma arrimada a la orilla hasta los todoterrenos que esperaban en la arena. Acto seguido poníamos pies en polvorosa mientras los vehículos salían pitando y llevaban la mercancía a las guarderías, que son los inmuebles donde se custodia la droga. Nos gustaba currar para Zipi y Zape porque, a pesar de su mala leche, pagaban bien y te instruían en los rudimentos del negocio.

Buenos tipos Los Hermanos, sin ellos no sería quien soy. Ahora están fugados. Se les han acumulado las causas y no quieren dar la cara ante los tribunales. Por eso se esconden en barriadas marginales de La Línea, donde cuentan con el apoyo del vecindario, y no duermen dos noches seguidas en la misma vivienda. Llevan una vida muy perra, pero contratan putas a domicilio y se montan unas juergas del carajo.

Con Willy trabajé también de busquimano, ocupación que reporta, si tienes suerte, unos suculentos beneficios. Cuando una goma cargada de hachís es acosada por la patrullera de la Guardia Civil o el helicóptero de la Nacional, lanza la mercancía por la borda para navegar a más velocidad y no ser capturada con la prueba del delito. Los fardos flotan a la deriva y en ocasiones son arrastrados hasta el litoral por las corrientes marinas. Al poco tiempo, una legión de parias de la tierra aparece de la nada para pescar entre el oleaje los preciados paquetes de droga. Algunos busquimanos bucean, otros bogan en barcas diminutas y el resto nada o pasea por la orilla. Un fardo rescatado del mar puede venderse por treinta mil euros. Nosotros recuperamos varios y los pusimos en circulación sin que los legítimos dueños de la mercancía se percataran de la maniobra. Porque el trabajo de busquimano es arriesgado. Si Los Hermanos o cualquier otro narco nos hubieran sorprendido vendiendo su producto, Willy y yo estaríamos, años ha, en el barrio de los callados.

Cansados de buscarnos la vida como braceros y busquimanos, acometimos el siguiente escalón de la pirámide gayumbera. Con el dinero que habíamos obtenido, además de comprarnos buenos carros y convertirnos en clientes VIP del Conejitas Calientes, hicimos prácticas de goma rápida en una escuela clandestina de Tarifa. Yo destaqué enseguida por mis dotes de piloto. Willy, menos habilidoso, se especializó en las labores auxiliares de la navegación. Gracias a la seriedad que habíamos acreditado como braceros, no nos costó mucho convencer a Zipi y Zape para que nos dejaran pilotar sus gomas.

Los lancheros conforman la jet set del proletariado narco. Cada expedición exitosa a las costas de Marruecos supone unos ingresos de treinta mil euros para el piloto y quince mil para el copiloto. En compañía de mi fiel Willy, me convertí en poco tiempo en el lanchero más rápido del Mediterráneo. Cruzábamos el Estrecho dos veces por semana, burlando a los helicópteros de la Nacional y a las patrulleras de la Guardia Civil y de Vigilancia Aduanera. Éramos unos putos demonios, la peor pesadilla de las fuerzas de seguridad. Por aquel entonces no disponíamos de tecnología; aún no se estilaban las cámaras de visión nocturna, los GPS ni los radares. Faenábamos a calzón quitado, a puro huevo, con escasa prudencia y abundante testosterona. Poco a poco la profesión se especializó y ahora ningún jefe organiza un porte sin contar con apoyo de armamento, tropa y tecnología. Esto no significa que las collas sean peligrosos grupos criminales. La delincuencia organizada es un camelo de la policía para vender que desarticulan mafias cuando lo único que consiguen es, en el mejor de los casos, espantar temporalmente a alguna cuadrilla de amigos. Las collas suelen ser estables, pero muchas veces se forman ad hoc, una distinta para cada convoy, y se disuelven con la misma rapidez con que fueron compuestas. No son estructuras rígidas, porque los jefes (ahora soy uno de ellos) no precisamos contar siempre con los mismos soldados, excepción hecha de los más cualificados y difíciles de reclutar. Para que os hagáis una idea cabal, y a pesar de que algo he apuntado ya sobre el particular, a continuación expongo una breve relación de los distintos tipos de trabajadores que intervienen en el bisnes del hachís. Los he listado por orden creciente de importancia:

1. Puntos: son los aguadores, los individuos que avisan de la presencia policial cuando se está alijando. Antes tenía en nómina a unos ciento cincuenta; Los Hermanos, a setenta y cinco, y Yasser, que es el segundo mayor traficante del Estrecho, a más de noventa. Ahora la misma colla trabaja para narcos distintos que a menudo alijan a la vez, por lo que su especialidad se ha convertido en una especie de subcontrata. Cobran doscientos euros por noche de servicio, cantidad bastante respetable si se tiene en cuenta que se limitan a dar la voz de alarma cuando detectan a la pasma, que su jornada no se prolonga más allá de las tres o cuatro horas y que las consecuencias penales que arrostran en caso de detención son prácticamente nulas. Eso sí, son el lumpemproletariado del narcotráfico, mano de obra no cualificada, los pelagatos del hachís.

2. Braceros o paqueteros: descargan el material de las narcolanchas y lo meten en los todoterrenos que lo transportan hasta las guarderías. Perciben entre quinientos y mil euros por alijo. Su labor no dura más de diez minutos, pero si son arrestados se comen un mojón como un piano de cola.

3. Operadores de radar: es personal fijo, ya que resulta complicado de encontrar. Tienen su base de operaciones en los áticos o en los pisos más altos de los edificios que dan al mar en La Línea o Algeciras. Como las fuerzas de seguridad instalan radares para detectarnos, nosotros hacemos lo propio para detectar a los maderos. Es el juego del gato y el ratón, un pillapilla en el que los narcos tenemos las de ganar, puesto que disponemos de más pasta que el Estado.

4. Mecánicos: roban los todoterrenos y furgonetas que después empleamos para el traslado de los fardos. Suelen ser búlgaros, aunque los hay de otras nacionalidades. Trabajan por su cuenta, ajenos a los clanes del hachís, con los que solo contactan para la entrega de los vehículos. Otra clase de mecánicos son los naturales de la comarca, que recepcionan los coches robados y los ocultan en naves hasta la noche del alijo, momento en que los conducen a la playa y, una vez cargados, a la guardería correspondiente.

4 bis. Guarderos: están al mismo nivel jerárquico y retributivo que los mecánicos. Son los encargados de custodiar las guarderías, normalmente ubicadas en naves industriales o en viviendas de barriadas marginales, hasta que la droga almacenada en ellas se entrega a los destinatarios finales.

5. Lancheros: pilotos y copilotos son los subordinados que más cobran en una operación y también los que más exponen. Decenas de sus cadáveres nutren la fauna marina del Estrecho como consecuencia de los frecuentes naufragios que se producen en la zona. Estos naufragios suelen estar provocados por las inclemencias climáticas, aunque en algunas ocasiones han sido las fuerzas de seguridad las causantes de la desgracia. Si un individuo con antecedentes por narcotráfico desaparece en Campo de Gibraltar, lo más probable es que haya subido a una goma rumbo al moro y sufrido un accidente fatal. Pero lo habitual es que la singladura concluya sin incidentes. Si no, a ver quién era el guapo que se embarcaba. La función del piloto, obviamente, es dirigir la narcolancha. Para esta labor se requieren muchos reflejos y un escaso instinto de supervivencia. Un piloto prudente es garantía de ruina, porque más pronto que tarde será interceptado por la autoridad y la mercancía que transporta será decomisada. El cometido principal del copiloto es hacerse cargo del instrumental técnico, que en la actualidad es muy sofisticado. Incluye comunicaciones (equipo de transmisiones y teléfonos encriptados imposibles de pinchar) y cámaras térmicas con las que se detecta la presencia de medios marítimos o aéreos de las fuerzas de seguridad. Del buen uso de estos aparatos depende en gran medida el éxito de una operación.

6. Gestores: son los hombres de confianza de los jefes y quienes llevan las riendas operativas de los alijos. Hablan por boca de los capos y sus órdenes son incuestionables.

Eventualmente puede ficharse otro tipo de personal en función de necesidades concretas. Informáticos, contables, albañiles y demás forman parte del amplio abanico de profesionales con cuyos servicios se ha de contar en un momento dado. En cuanto a la seguridad (guardaespaldas y sicarios), puede ser contratada para encargos específicos, si bien lo normal es que sea cubierta por individuos armados pertenecientes a cualquiera de los escalones anteriormente citados.

Otro sector cuya colaboración es muy apreciada en el mundo del narcotráfico es el de las fuerzas de seguridad e instituciones análogas. Policía Nacional, Guardia Civil, Vigilancia Aduanera y funcionarios de prisiones constituyen un fantástico nicho de oportunidades para el negocio. Dependiendo de su venalidad y sus ganas de trabajar, todo agente encaja en uno de los siguientes perfiles:

a) Policía o guardia fatigas: aquel que, por alguna extraña razón, se consagra en cuerpo y alma a su trabajo, persiguiendo con saña el trafiqueo.

b) Policía o guardia bueno: el que colabora con nosotros a cambio de una retribución, económica o en especie. En el argot se dice que come o que se le ha metido en vereda.

c) Policía o guardia panzón: el que no pone el cazo, pero nos deja hacer por vagancia, miedo o indiferencia.

Pues bien, Willy como copiloto y yo como patrón trabajamos para Los Hermanos hasta que reunimos dinero y conocimientos suficientes y pudimos instalarnos por nuestra cuenta. En honor a la verdad he de reconocer que Zipi, el hermano rubio, estaba hasta los huevos de nosotros. Porque a los mandos de una goma éramos los más eficaces, los más rápidos, los más escurridizos, pero también los más caros. Cobrábamos más que ningún otro lanchero de los que surcaban el Estrecho y el equipamiento técnico que exigíamos era extremadamente costoso y difícil de conseguir.

Los Hermanos se portaron muy bien. Ellos, que eran los reyes del hachís y no necesitaban a nadie para mercar veinte toneladas por semana, se asociaron con nosotros hasta que logramos perfeccionar nuestras habilidades. Les estaré eternamente agradecido por su apoyo, lo que significa que, aparte de ocasionales alianzas en los negocios, sus amigos son mis amigos y quien se indisponga con ellos pasa a engrosar automáticamente mi lista de individuos a eliminar.

Lo que en principio nació como una sociedad entre Willy y yo, acabó derivando, por mor de nuestras respectivas personalidades, en una empresa de mi propiedad. Willy es una persona fiel y valiente, pero entre sus habilidades no figura la capacidad organizativa ni la clarividencia en la toma de decisiones. Así pues, a los pocos meses y de forma natural, yo oficiaba de jefe y Willy ejercía el rol de ayudante y mano derecha. La distribución de papeles se produjo por decantación y sin que ninguno de los dos dijera nada al respecto. Comencé gestionando dos o tres alijos por semana, sin sobrepasar nunca los mil kilos por goma. Paulatinamente fui atesorando experiencia y capital y moviendo más mercancía. Invertía mucho dinero en información y tecnología y revisaba a menudo los procedimientos. En menos de una década, combinando audacia, suerte e inteligencia, me convertí en el líder logístico del hachís.

La fortuna y el trabajo duro han influido en mi éxito. También la creatividad y mi obsesiva búsqueda de la perfección. Pero lo que verdaderamente me ha aupado a la cumbre del trafiqueo es la vasta red de colaboradores y aliados que he ido tejiendo, a lo largo de los años, en ambas orillas del Estrecho. El sistema es sencillo:

¿Tienes un problema? Rachid te lo resuelve… y me debes una. ¿Necesitas dinero? Rachid te lo presta, te lo regala incluso… y me debes una. ¿Alguien te acosa? Rachid se encarga… y me debes una.

Soy una puta ONG, Gayumbeo Sin Fronteras, con la ventaja de que, para recabar mi auxilio, no necesitas rellenar formularios, presentar documentación ni inscribirte en una lista de solicitantes. No tienes que acreditar tu pobreza, tu drogodependencia ni tu ludopatía. Solo has de husmear un poco por ahí, encontrar a alguno de mis hombres y pedir una cita conmigo. Tú problema está resuelto…

… pero tu culo es mío.

Volvamos a Yogui y Bubu, los lancheros que me habían guindado la mercancía. A la hora convenida entraron en el club privado de mi apartamento temblando de pies a cabeza. Su inquietud arreció cuando vieron a Willy tras la barra, con la camisa remangada y los poderosos bíceps en tensión. Willy mide metro noventa y es musculoso por naturaleza. Además tiene cara de palo y una pegada brutal. Los lancheros conocían las barbaridades que se contaban de sus tiempos como copiloto y socio subordinado en mi negocio. También sabían que tiene causas pendientes con la justicia, que está medio retirado del hampa y que ya solo se adentra en los andurriales del hachís si yo lo requiero para algún asunto de envergadura. Su presencia detrás de la barra no presagiaba, por tanto, nada bueno para ellos.

Antes de que yo se lo pidiera, prorrumpieron en una cascada de justificaciones. El miedo estaba impreso en sus rostros y se atropellaban en el uso de la palabra. Su temor me convenció inmediatamente de que me habían tangado el hachís y de que, con toda probabilidad, no era la primera vez que lo hacían. Adivinaron mis pensamientos, por lo que su canguelo devino en terror y las justificaciones dieron paso a las súplicas. Bubu, el piloto, hincó la rodilla en el suelo.

—Tienes que creernos, Rachid. Te juro por mi hija que no te hemos robado.

El perjurio me revolvió las tripas, pero Bubu no se percató.

—¡Te doy mi palabra! —prosiguió—. Jamás te volcaríamos la mercancía. Los braceros descargaron treinta y siete fardos y nosotros nos dimos el piro con los trece restantes.

Negué con la cabeza.

—La prensa asegura que los picos pillaron veinte paquetes.

—¡Se habrán quedado con los que faltan! ¡Cuando huimos vimos cómo la primera patrulla escondía varios en el maletero!

No pude contener la risa.

—¿Has probado a meter diecisiete fardos en el maletero de un Peugeot? ¿Tan imbéciles sois que creíais que iba a tragarme esa trola?

Durante unos instantes los pilotos enmudecieron. Yogui se encogió hasta convertirse en un ser diminuto y al cabo de unos segundos comenzó a balbucear. Lo corté antes de que hablara:

—No soporto que me mientan —dije tajante—. ¿Sabéis por qué?

Guardaron silencio.

—Porque cuando alguien me miente —continué— significa que me falta al respeto. Y, a mí, al respeto no me falta ni Dios, y mucho menos dos rateros de mierda como vosotros.

Los taladré largamente con la mirada. Entretanto, Willy desenfundó el dos pulgadas que llevaba en la cintura, abrió el tambor y, lentamente, extrajo todos los cartuchos menos uno.

Luego salió de la barra y encañonó a Yogui a un par de metros de distancia. Sin dejar de apuntarlo, respiró hondo y amartilló el arma. El chasquido metálico hizo que el copiloto se derrumbara.

—Nos cegamos —admitió entre sollozos—. ¡Nos cegamos!

—¿Os cegasteis?

—Bubu tiene deudas y yo estoy esperando mi tercer hijo. Necesitábamos el dinero y… Nos cegamos, Rachid. Perdónanos.

Willy se aproximó a Yogui y apoyó el cañón del revólver en su cabeza.

—¿Necesitabais dinero —pregunté—, ese era el problema?

—Sí, eso es. Bubu debe mucha pasta y yo…

—No te repitas, Yogui. Entiendo las cosas a la primera.

Reparé en un cerco húmedo en torno a su bragueta. La orina se le escurría bajo las perneras del pantalón y goteaba en el suelo. Era un cobarde. Un ladrón y un cobarde. Suspiré con desprecio, apoyé los codos en la barra y señalé la botella de Cardhu. Willy bajó el martillo y enfundó el revólver antes de regresar a la barra y verter whisky en dos vasos anchos. Me pasó uno y alzó el otro antes de darle un trago. Correspondí al brindis y engullí media copa del tirón. El Cardhu me ayuda a pensar y evita que tome decisiones precipitadas. Dejé el vaso sobre la barra y saboreé el aroma a malta en mis labios.

—¿A quién debes pasta y por qué, Bubu?

El piloto tenía la vista fija en el suelo, no se atrevía a mirarme a la cara. Su falta de hombría me provocó náuseas y una terrible pulsión homicida.

—No me obligues a repetir la pregunta —mascullé mientras Willy empuñaba de nuevo el revólver.

—A Yasser —afirmó Bubu enseguida.

Escuchar ese nombre me dejó estupefacto.

—¿A Yasser? —repetí incrédulo— . ¿Por qué coño le debes pasta a Yasser?

Aterrado, Bubu buscó la respuesta en la punta de sus zapatos. Al rato levantó la vista y advertí que sus ojos estaban empañados. Presentí que su confesión no iba a gustarme.

—Me asocié con él en un alijo.

Traté de digerir aquellas palabras.

—Te asociaste con él —dije despacio.

Bubu asintió: —Él pagaba la mercancía y yo manejaba la lancha.

—Mi lancha, supongo.

Bubu sudaba como un azogado.

—Tu lancha, sí. —Mi lancha.

Un silencio espeso sucedió a aquel breve intercambio de frases. Bubu había utilizado una de mis embarcaciones (bólidos náuticos que cuestan más de trescientos mil euros) para transportar la mercancía de mi máximo enemigo en el Estrecho. Tamaña afrenta a mi dignidad me dejó temporalmente confuso.

—Vamos a ver si lo entiendo. Has usado una goma mía, sin mi permiso, para ayudar a un barbudo hijo de Satanás a hacerme la competencia. ¿Es así?

Bubu hizo un gesto indefinido con la cabeza. Me encaré con Yogui.

—¿Tú has participado en esto?

—No, Rachid, yo no participé. Le dije a Bubu que era una mala idea, una idea de mierda, e intenté convencerlo para que desistiera. Pero no me hizo caso.

—Ya.

Otro silencio espeso. Los silencios espesos acojonan una barbaridad, como sabe cualquiera que haya visto El Padrino o haya sido interrogado por alguien más fuerte, más poderoso o mejor armado que uno. Hacen que al interrogado le entren unas irrefrenables ganas de hablar, de confesarse, de soltar todo aquello que le oprime por dentro. Hay que tener muchas pelotas para no rajarse cuando alguien que podría aplastarte como a una cucaracha te escruta sin abrir la boca, sabedor de la verdad. Bubu no tenía muchas pelotas.

—Me acompañó un primo, Rachid. Yogui no quiso implicarse.

—Imagino que algo se torció.

—En Marruecos todo fue perfecto —explicó—, como siempre. Yasser paga bien a los gendarmes, no molestaron durante la carga. Incluso estuvieron por allí, cuidando de que nadie nos importunara. El problema comenzó en España. Cuando estábamos a cinco millas de la costa se nos echó encima el pájaro de Aduanas. Se nos puso en popa, un poco escorado a babor, y empezó a acosarnos como nunca lo había hecho. Joder, podía oler su puto combustible. Tuve que navegar en zigzag, a toda hostia, para librarme de él. Al final se largó, supongo que se quedó sin carburante y tuvo que regresar a base para repostar. Lo malo es que, durante la persecución, para ganar velocidad, arrojamos parte de la mercancía por la borda.

—Y ahora Yasser te la reclama.

—Eso es.

Di otro largo sorbo al Cardhu y recapitulé la información. Los lancheros me habían robado mercancía, pero eso no me sorprendía y, hasta cierto punto, estaba previsto en la cuenta de resultados. Lo extraordinario era que Bubu, uno de los hombres que más años llevaba trabajando para mí, había hecho uso de una de mis gomas para colaborar con Yasser. Precisamente con Yasser, el cabrón integrista que pretende echarme de las aguas del Estrecho para manejar en exclusiva el mercado del hachís.

—Resumiendo —dije—: me habéis levantado trescientos sesenta kilos y tú, Bubu, has utilizado mis propiedades para ayudar a mi peor rival.

Otro trago de Cardhu. Otro silencio espeso. A Bubu le temblaba la barbilla como a un viejo con párkinson. Temí que empezara a babear.

—Desde mi punto de vista —proseguí—, habéis cometido tres errores: uno —levanté el índice—, me habéis robado; dos —levanté el dedo corazón—, me habéis mentido; tres —levanté el pulgar—, habéis intentado darme por el culo.

Los lancheros se sumieron en un trance transitorio. Miraban mis dedos con reverencia, como si estos fueran moáis de la Isla de Pascua. Cuando los devolví a su posición natural, agacharon las cabezas. Me tomé unos segundos antes de dictar sentencia.

—Para quedar en paz —dije solemne—, debería amputaros las manos —volví a extender el índice—, cortaros la lengua —extendí de nuevo el corazón— y sodomizaros —extendí el pulgar—. Solo así vengaría por completo vuestra traición.

Hice una pausa para comprobar el efecto de mis palabras. Yogui y Bubu estaban helados, petrificados ante la dimensión de la tragedia que se cernía sobre ellos.

—Pero soy un tipo clemente —continué— y os permitiré elegir un castigo, solo uno, y libraros de los otros dos.  —Guiñé un ojo a Willy—. Joder, Willy, soy un blandengue, ¿verdad?

Willy se encogió de hombros mientras los lancheros cruzaban las miradas. Yogui, que trasudaba un líquido viscoso, no pudo soportar la tensión y rompió a llorar.

—Yo no utilicé tu lancha, Rachid, no trabajé para Yasser. Yo solo…

Levanté la mano para ordenarle callar.

—Tú solo me has robado trescientos sesenta kilos de hachís. Te pareció mala idea currar para Yasser, pero pensaste que sería fantástico birlarme un poco de droga. ¿No es así?

Derrotado, me miró a los ojos y asintió.

—Voy a tener mi tercer hijo —adujo después de una corta reflexión—, me hacía falta el dinero. Tu hachís está en la parte trasera de la furgoneta en la que hemos venido. —Sacó una llave del bolsillo y me la mostró. Willy alargó la mano por encima de la barra para arrebatársela—. Ahí está tu mercancía. Te la devolvemos íntegra.

—¿Tan poco confiabais en mantener vuestras mentiras? —preguntó Willy al tiempo que se metía la llave en el bolsillo—. Valientes ladrones de mierda.

—Debéis escoger un castigo —insistí—. Estoy esperando vuestra respuesta.

—No nos hagas esto, Rachid. —Bubu sollozaba entre hipidos—. Tenemos familia, hemos trabajado muchos años contigo…

—Si no elegís en medio minuto, os aplicaré los tres. Ya sabéis: mano, lengua o culo. Quedan veinticinco segundos.

Los lancheros no articulaban palabra. No debe de ser sencillo tomar una decisión de ese calibre. ¿Con qué criterio opta uno entre que le corten la mano, le seccionen la lengua o le rompan el culo? ¿Qué prevalece en un caso así: la capacidad de manipular objetos, el don de la palabra o el honor sexual?

—Cinco segundos.

Yogui y Bubu doblaron la cabeza.

—Culo —murmuraron al unísono. —¿He oído culo?

Asintieron en silencio. Era la mejor elección; mejor dicho, la menos mala. Las fisuras anales sanan con una buena desinfección y tres o cuatro puntos de sutura. Y la deshonra queda en el ámbito de la intimidad y con los años termina por superarse. Ante una tesitura como esta, casi todos los reos escogen lo mismo.

—Está bien —dije. Luego miré a mi exsocio—. Willy, haz pasar a Jerjes.

*Luis Esteban es licenciado en Derecho y comisario de la Policía Nacional, destinado hasta fecha reciente en Algeciras, uno de los epicentros del narcotráfico en España. Ha publicado las novelas El inspector que ordeñaba vacas, La vida contra las cuerdas y El río guardó silencio (Suma, 2017). Su última obra sale a la venta el próximo 5 de septiembre.

El comisario de Policía y escritor Luis Esteban. EE

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