El abuelo de Géraldine Schwarz tenía el carné del partido de Adolf Hitler, pero no era un nazi acérrimo, de primera línea ideológica ni de vociferar Heils! en cada esquina. Se encontraba en un territorio intermedio, pantanoso: ni del lado de los verdugos ni de las víctimas, alejado de las responsabilidades directas de la maquinaria de exterminio y del exceso de reproches. Era, simplemente, un Mitläufer, una "persona que sigue la corriente"; cuya actitud, como la de tantos otros millones de alemanes, contribuyó a crear las condiciones para que el Tercer Reich perpetrase los crímenes más incalificables de siempre.
El padre y la tía de Géraldine Schwarz crecieron bajo esa sombra, en una Alemania derrotada y dividida en la que mucha gente no quería ver, tampoco saber, sino tan solo olvidar, hacer como si nada hubiera pasado. El abuelo Karl, amparándose en las leyes nazis antisemitas, se había hecho con la titularidad de una empresa de una familia judía por un precio ridículo. Después de la II Guerra Mundial, en 1948, se encontró en el buzón una carta en la que un tal Julius Löbmann —heredero de los expoliados—reclamaba una abultada compensación económica como reparación, amparándose en una ley instaurada en zona americana.
La tía de Géraldine siempre defendió a su padre, que pasó de aprovecharse de la (in)justicia nazi a revelarse luego en una víctima de los judíos, con la consigna de "no podemos ponernos en el lugar de la gente de una época que no hemos vivido, donde todo era muy difícil. Volker, su hermano, fue muchísimo más crítico con sus progenitores, a quienes les decía: "Lo que me molesta no es que hayáis levantado el brazo, porque, quién sabe, quizá yo también lo habría hecho, por entusiasmo, por cobardía. Lo que me molesta es que, incluso después de la revelación de que este régimen cometió los peores crímenes que cabe imaginar, sigáis sin condenarlo realmente".
Ese pasado familiar es el que le ha tocado manejar a la periodista franco-alemana Géraldine Schwarz, separada de las bombas y de las cámaras de gas por la sucesión de las décadas pero interesada en el comportamiento de los protagonistas, de sus abuelos y todos los Mitläufer más. ¿Hasta qué punto era posible no ser nazi en el Tercer Reich? ¿Cabía la posibilidad de decir no? ¿Cómo hubiera actuado yo en aquella época? Todas esas son preguntas a las que trata de dar respuesta en Los amnésicos (Tusquets), un relato angustioso e imprescindible al mismo tiempo, que le valió el Premio al Libro Europeo 2018.
Schwarz utiliza el pasado más reciente de su familia y todas sus contradicciones para abordar de forma didáctica y valiente la historia de Europa desde los prolegómenos de la II Guerra Mundial hasta nuestros días; el salto del período de mayor destrucción a los regímenes democráticos, en los que empiezan a atisbarse grietas inquietantes por el resurgir de los extremismos. Es una obra en la que se asaltan las dificultades para establecer las culpas colectivas, donde se pone de relevancia la importancia de una memoria histórica sólida para el desarrollo de actitudes tolerantes; un relato personal para comprender el porqué.
"He querido tejer los hilos de la gran historia con los de la pequeña, colocar estos trazos por pinceladas en mi tela imaginaria, cruzarlos y superponerlos, hasta hacer surgir un cuadro vivo, un mundo de antaño, con su decorado, su espíritu, sus vidas de entonces, sus partes de oscuridad y de luz", escribe la periodista, hija de un alemán y de una francesa, dos de los países que más malabarismos tuvieron que hacer para lavarse los crímenes del Holocausto. "Quiero comprender lo que era para saber lo que es, devolver a Europa sus raíces, que los amnésicos intentan arrancarle".
Historias de vergüenza
El libro de Schwarz es tremendamente interesante y necesario porque hace un recorrido por los recuerdos más vergonzosos e historias más sangrantes que se registraron en el Viejo Continente tras la derrota de Hitler. Además, lo hace en un momento en el que renacen peligrosas ideologías del odio: cuando vemos a Salvini recordar a Mussolini el día del aniversario de duce; al líder de la ultraderechista Alternativa por Alemania decir que "Hitler y los nazis no son más que un excremento de pájaro en más de mil años de historia alemana gloriosa"; a la Hungría de Orban homenajear al almirante Miklós Horthy, responsable de la deportación de más de 400.000 judíos a Auschwitz en menos de dos meses; o cuando el partido polaco Ley y Justicia vota una ley que prohíbe atribuir una responsabilidad "a la nación o al Estado" en los crímenes nazis. Y así mil ejemplos más.
Por las casi 400 páginas de Los amnésicos van desfilando casos inverosímiles, como el nombramiento de Hans Globke, que había participado en la redacción de las leyes raciales de Núremberg, como jefe de la cancillería de Konrad Adenauaer (1949-1963), o el de Theodor Oberländer, un adepto de Hitler de los primeros tiempos, como ministro federal para los desplazados, los refugiados y las víctimas de la guerra. Un oxímoron histórico, como el de cientos de SS y altos funcionarios del Tercer Reich que camparon a sus anchas por la administración alemana —de la RFA— después de la guerra. Su justificación era que se habían limitado a cumplir órdenes, ¿pero hasta dónde llega la responsabilidad individual de crímenes tan inhumanos como el exterminio de una raza?
También en Francia, que se había sometido a los designios del nazismo con el régimen de Vichy, se tomaron decisiones bochornosas y se declaró la amnistía de condenados, amparadas por la versión oficial de que su país había resistido mayoritariamente a la invasión alemana y se había liberado gracias a la guerra de guerrillas. Bajo la presidencia de René Coty (1954-1959), entraron en el Gobierno numerosas personalidades del régimen colaboracionista, como Adré Boutemy, prefecto de Lyon durante la contienda.
Por suerte, en esta segunda parte del siglo XX, también hubo hombres brillantes que contribuyeron a la repulsa total del nazismo y de todos aquellos que habían ofrecido su apoyo de una manera o de otra, que contribuyeron a sustentar las bases de la memoria histórica. Son, por ejemplo, Fritz Bauer, el fiscal general alemán que impulsó los procesos de Aschwitz y persiguió sin descanso a criminales como Adolf Eichmann, uno de los grandes responsables de la "solución final"; o Richard von Weizsäcker, exsecretario del Reich y presidente democristiano alemán entre 1984 y 1994, que selló un pacto entre la política alemana y la moral extraída de su historia con un discurso crucial en 1985:
"Era fácil desviar la conciencia, no ser responsable, desviar la mirada, guardar silencio. Al final de la guerra, cuando surgió la verdad indescriptible del Holocausto, fuimos demasiado numerosos los que no sabíamos nada o no habíamos sospechado nada. (...) Nuestra propia historia nos permite saber de lo que es capaz el ser humano. No debemos imaginar que somos ahora diferentes y mejores. (...) Nuestra memoria histórica debe ser la línea directriz de nuestra actitud y permitirnos realizar las tareas que nos esperan". De eso va Los amnésicos, un libro para no olvidar.