Así es El Cid de Pérez-Reverte: un 'muerto de hambre' con principios y sin patria ni rey
En 'Sidi', el novelista ficciona el primer destierro del caballero y cómo tuvo que ganarse la vida con alianzas, sangre y una mesnada de hombres leales.
16 septiembre, 2019 17:24Noticias relacionadas
La vida regia se le había terminado al Campeador con un baño de sangre, la de su señor e inseparable amigo. La derrota significó el destierro, convertirse en un proscrito; el ocaso de los momentos de gloria y el abrazo de lo incierto, de exprimir el sudor generado por los mandobles a cambio de un poco más de aliento, de una hogaza de pan. Cabalga ahora como uno más de su hueste, hombres curtidos en el arte de la guerra y movidos por el honor, persiguiendo una recompensa para matar el hambre. No la gloria. Son mercenarios, son supervivientes.
Así arranca Sidi (Alfaguara), la última novela de Arturo Pérez-Reverte en la que dibuja su Cid particular, figura histórica y legendaria a partes iguales, que el escritor moldea y ficciona a su antojo y sitúa pocos meses después del destierro (1081) dictado por Alfonso VI, rey de Castilla, vencedor de la lucha por el trono contra su hermano Sancho II. Rodrigo Díaz de Vivar, Ruy Díaz, deambula por una "España incierta de confines inestables", con una frontera que separa los reinos cristianos de las taifas musulmanas, con alianzas y refriegas entre todos, con socios que raudos se tornan en enemigos.
El Cid de Pérez-Reverte es un personaje orgulloso, desafiante, estoico, al que sus jinetes profesan una fe indómita debido a su inteligente coraje y justicia inflexible, pero también uno entre iguales: le llaman sidi, señor, a pesar de dormir en el suelo, de masticar la cecina reseca, de revolverse en el polvo, de batirse en primera línea como el peón más prescindible. "Nunca dejaba a uno de los suyos solo entre enemigos, ni nunca atrás mientras estuviera vivo. Por eso sus hombres lo seguían de aquel modo, y la mayor parte lo haría hasta la boca misma del infierno".
Se revela ante el lector la figura de un caballero transformado en mercenario por los azares del destino, dispuesto a empuñar la espada por todo aquel que pague bien, salvo que vaya contra el que sigue siendo su rey, porque el juramento de la lealtad solo desaparece con la vida. Ruy Díaz solo atisba su futuro y el de sus gentes de Vivar, de Burgos, de otras regiones que acuden atraídos por su aura legendaria, a través de salir airosos de los campos de batalla, y por eso vende sus servicios al conde de Barcelona Ramón Berenguet o al rey moro de Zaragoza Mutamán.
"Conseguir botines, matar para no morir o, llegado el caso, morir matando", escribe el creador de otros personajes como el capitán Alatriste o Lorenzo Falcó. "La única salvación de los guerreros sin patria era no esperar salvación ninguna". Porque el único patrimonio que tiene Ruy Díaz es su nombre, Campidoctor; su lema, "que me odien pero que me teman"; y su mesnada, curtida y ruda, que no teme al hierro enemigo, a quien embiste al grito de "¡Santiago y Castilla!".
Homenaje a la leyenda
En Sidi, Reverte construye una historia directa y trepidante, encadenando escaramuzas por un puñado de monedas o lances entre ejércitos numerosos que pugnan por el control de esos dominios que se extienden por el valle del Duero; un western, como él mismo lo ha bautizado, en el que "familias de colonos cristianos pobres que se instalaban allí para poblar aquello por su cuenta, defendiéndose de los moros y a veces hasta de los mismos cristianos, (...) y que, a su heroica, brutal y desesperada manera, empezaron la reconquista sin imaginar que estaban reconquistando nada. En esa frontera dura y peligrosa surgieron también bandas de guerreros cristianos y musulmanes que, entre salteadores y mercenarios, se ponían a sueldo del mejor postor, sin distinción de religión".
Es en ese contexto donde se desenvuelve este nuevo Cid, mucho más complejo que un simple guerrero, que revive sus inicios en la guerra a los quince años; un individuo que también experimenta la melancolía y la ausencia al pensar en su esposa Jimena y en sus dos hijas, tan lejanas, tan vivas en sus recuerdos. Un líder justo y letal, previsor y precavido, que atisba la mayor amenaza que suponen los almorávides o que palpa boñigas de caballo para averiguar el rumbo de sus presas.
Podía haber reducido el novelista su peculiar Cantar de Mio Cid a los años de más lustre de la vida de Rodrigo Díaz de Vivar, aquellos en donde la leyenda se funde todavía más con la historia, como sus galopadas por el reino de Valencia. Pero si ha elegido esta época, la de mercenario, la de mayor sufrimiento y fatigas, es para narrar la lucha permanente de unos hombres sin patria por conservar la vida, por soportar el frío y el hambre, por acumular cicatrices en sus fornidos cuerpos sin que fuesen definitivas. Es el homenaje de Reverte a un mito español, una inmersión disfrutona en la fábula del Cid.