Aterrizaje forzoso. Cada aparición de Lady Gaga es un nuevo capítulo del relato interminable de Sherezade. Así desde 2008, prolongando una vida pública ante la condena a muerte que se ha dictado en su contra. Al finalizar el cuento perderá la cabeza. Así que el show must go on, amigos. Ha sido otra semana de gloria en la vida de Stefani Joanne Angelina Germanotta, conocida como Lady Gaga, a la que vimos cantar el himno nacional en la Super Bowl un domingo y rendir homenaje a su inspiración, David Bowie, una semana después, en los Grammy.
La intensidad con la que alimenta ese relato que no llega a construirse nunca, sin nudo y desenlace, es la mejor inspiración de la política que cuenta historias en las que los ciudadanos creen ser los actores. Estoy pensando, desde luego, en Pedro Sánchez y Cristina Cifuentes, dos personajes políticos que viven en constante campaña, tal y como aprendieron del star system.
Los músicos como Lady Gaga no se bajan nunca del escenario, porque incluso cuando tocan tierra continúan el folletín inagotable. Alternan episodios de la vida pública con la vida privada, eliminan cualquier barrera entre la verdad y la ficción, crean un ritmo frenético de historias irrepetibles y han logrado que Youtube haya hecho saltar por los aires la economía de los discursos. Si un país sólo puede transformarse escribiendo y contando una historia, la plataforma de vídeos puede hacerlo con el mundo entero. Hoy la opinión pública lee en Youtube y allí sólo Justin Bieber hace sombra a Gaga.
La cámara enfoca a un armario de dos por dos que apoya su mano derecha sobre la coraza que cubre el pecho, mientras canturrea el himno con los ojos cerrados. Si le metieran un micro justo en este momento y escuchásemos que lo hace en modo falsete no soportaríamos ver a este Goliat negro de los Denver Broncos deshacerse como un azucarillo en el café. Gaga está tocándole muy fuerte (el alma norteamericana). Cinco minutos después dejará en el banquillo su versión más sensible para que la hormona de crecimiento y la viagra galope de nuevo por sus venas.
Ella se ha permitido su versión más elegante: traje rojo metalizado, uñas azules, micro plateado y pelo rubio suelto. Vozarrón y plataformas (pintadas con las barras y estrellas, claro). En el combinado de imágenes del momento épico, la CBS introduce una toma de militares en pie viendo el espectáculo mientras hacen la guerra en alguna parte del mundo. Y el estadio se cae. Sherezade hoy sería yanki, de la land of the free and the home of the brave.
La tierra de la libertad es ella, Lady Gaga, una minipimer pop en la que se trituran los cachitos de todos los ídolos, desde Madonna hasta David Bowie. Una presencia sin contenido, sin identidad, sin ideología. Todo es acontecimiento, acontecimiento puro. Como una buena historia de marca que no sabemos qué producto vende, pero entretiene. Gaga ha enseñado a los políticos que la identidad es una cuestión de días, que uno puede ser algo hoy distinto a lo de mañana. Sobre todo para formar un gobierno o para erigirte salvadora de un partido a la deriva.
Pedro Sánchez no sabe quién es, como le pasa a Lady Gaga. Ninguno de los dos quieren que sepamos quiénes son, ni qué piensan, ni cuáles son sus principios. Hoy Ciudadanos, mañana Podemos. Para Lady Gaga la identidad es un dorayaki industrial envasado al vacío, para Cristina Cifuentes también. Cada día es una nueva actuación, una transformación más. No importa si es en el metro a las dos de la mañana, ella protagoniza un cuento que no debe parar. Para Cifuentes -y Gaga- todo espejo es un abismo que refleja una identidad ilimitada. La identidad es cosa del pasado, de la televisión, un círculo cerrado, un remordimiento, una limitación. La clave es la pérdida de la singularidad, la esencia de una buena historia con la que entretener mientras se prorroga la ejecución.
La muerte de las etiquetas la anticipó David Bowie, pero el mundo todavía no estaba tan saturado como para perder el discurso político. El genio flirteó en su época más drogota con la estética y el poder de la atracción de Hitler, a quien calificó de estrella del rock. Lady Gaga acabó con todo eso. Es el mejor invento pop, la esencia del mundo sin historia: si Bowie era una creación propia, Lady Gaga es una recreación de otros.
El hijo de Bowie zurró la actuación -patrocinada por Intel- de la diva en los Grammy. Soltó un tuit magistral en el que recuperó la definición de ga-ga del diccionario de la lengua inglesa. "¿Cómo era la palabra?", escribió. "Sobreexcitado e irracional, típico resultado del enamoramiento excesivo. Mentalmente confuso". Y, la verdad, no hay mejor definición para el momento político español: "Mentally confused".
Lady Gaga no ha reinventado la democracia, pero ha dado pistas para el nuevo gobierno. "Necesitamos que os mantengáis excitados hasta el final", decían los Obama días antes de la derrota de las elecciones legislativas de 2010. Y así nos tiene la cantante, como Cristina Cifuentes, como Pdr Snchz, como Pablo Iglesias, como Albert Rivera. Todos, excepto Rajoy, encima de un escenario, en eterna transmutación y actuación.
La ilusión del retorno de lo político con la que Podemos animó el sarao ha vuelto a desinflarse ante el tradicional espectáculo de pactos y declaraciones. La política del buen gobierno era una avería mental, el advenimiento ha vuelto a frustrarse. Pero estamos más entretenidos que nunca en una pista de baile en la que se prolonga la vida pública y política en pleno subidón, hasta perder la cabeza o quedar gagá.