José Luis Perales no es el Álex Ubago de la Transición -más quisiera el segundo- aunque compartan languidez y ese gesto pasmado de zorro en medio de la carretera. Se le llama "caspa" sólo porque no es el canallita urbano de Sabina ni el galán promiscuo de Julio Iglesias. Nunca lo ha intentado, no le hace falta. No necesitó jamás tirar de esa bravuconería burda de las películas del destape, no se hizo el gracioso, el libertino ni el deseado, no celebró la democracia a camisa abierta, jugándose unos cartoncillos y acariciando un pezón cercano. Qué barítono, qué traje gris con pelusilla, qué mitin tierno: por fin un cantautor perpetuo que no hace micrófono de su falo. Caspa es Leonardo Dantés y su baile demencial de dedos, por Dios, no este señor -comedido hasta la desaparición- que a ratos ni habla por no molestar.
Perales está inserto en nuestra vida, porque -empiecen a reconocerlo- es un rosario de temazos. Por algo es el cantautor hispano más versionado del mundo; y habiendo nacido en Cuenca, que tampoco es fácil. Le gusta a nuestros padres porque encarna a ese hombre antiguo que amaba despacio, que cortejaba paciente y que hacía una fiesta si un día había beso; ese tipo vestido por los pies que escribía cartas y se presentaba a pedir la mano en casa del suegro, con la cabeza muy alta.
Le gusta a nuestros padres porque encarna a ese hombre antiguo que amaba despacio, que cortejaba paciente y que hacía una fiesta si un día había beso
"Con él te duele el corazón y conmigo te duelen los pies", canta hoy, sacrílego perdido, Enrique Iglesias para declararse a la niña confusa de la discoteca. Morralla ft Wisin comparado con ese Perales tímido que decía que el amor es "un paseo largo sin hablar, una fruta para dos". Ahí está: romance primitivo de portal, manita y conversación. Cuando este viernes, día 8, cante en el Teatro Real [en el Universal Music Festival], será como volver a poner la tele y que salga el Felipe González de los ochenta: un recuerdo de pana desgastada que habla de quién fue el español medio. Y de lo que arrastra todavía de aquellos albores raros.
Contra el machito y el adúltero
Para el machito cabrío que se lía a puños sin ton ni son con el amante de su mujer está el antídoto Perales, que después de hacerle el tercer grado a la esposa, le dice que se lleve el paraguas -no sea que se moje-, que está guapa con ese vestido y que ya va él preparando las maletas. Es todo lo contrario a costra: un hombre que sabe cuándo marcharse.
Él nunca se ensucia las manos. Para el adúltero trasnochado, ataque Perales: "Tú eres la aventura, la risa, la ternura, y ella la que espera en soledad, no, no", canta, agobiado por la tentación. "Tú eres mariposa que vuela entre las rosas, y ella es el cimiento de mi hogar". No deja la puerta abierta al jugueteo, no se anda con tonterías: "No lo llames cobardía, hay cosas que en la vida sólo son para dos: no es compatible la mentira con algo transparente, hermoso y frágil como es el amor". Así es Perales: le cuesta echar una cana al aire hasta en la ficción de la canción.
Tampoco es él de hacerse un Nabokov en Lolita cuando una adolescente le pestañea con ojitos platónicos. Lo demostró en Celos de mi guitarra -más de 100 discos de oro y platino-: "No puede ser, mi adolescencia pasó", decía, medio con rabia. "Dormida está como un niño entre unos libros que nunca aprendí. Recuérdame y vive tus quince años. Yo te prometo soñarlos: adiós". Claro y conciso. No hay nada que rascar en esa integridad clásica de Perales, en ese moralismo impermeable a los placeres.
No hay nada que rascar en esa integridad clásica de Perales, en ese moralismo impermeable a los placeres
Como amigo, por otro lado, intachable. El mullido hombro sobre el que llorar y ponerse como una rata tras un desencanto: "Vuelve a sonreír, olvídale; la vida es ancha y estos golpes del amor se olvidan", canta, comprensivo. "Bailaremos un vals; tomaremos después una copa de más y hasta que salga el sol bailaremos al son de una vieja guitarra", invita. Por último reconforta, sin rencores: "Brindaremos por ti, brindaremos por él, porque le vaya bien".
Perales para la abuela y la niña
El concepto "caspa", bien entendido, siempre está ligado a la hipersexualización y a la baba tonta, a la pesadez, a la adicción recreativa y al humor chabacano: el cantautor, otra cosa no, está libre de esos pecados hijos de Crónicas Marcianas. José Luis Perales reparte poesía asequible, sin ínfulas. Es a España lo que Ecos del Rocío a Andalucía: un verso llano que cala igual en la abuela sorda que en la adolescente encendida porque, en realidad, sólo trata un tema, la vida.
José Luis Perales reparte poesía asequible, sin ínfulas: cala igual en la abuela sorda que en la adolescente encendida
La vida y sus pequeños dramas, la vida y sus pequeños milagros. También da el volantazo si se tercia y se encarama a un velero llamado Libertad: abarca lo romántico, lo intrépido, lo sumiso. Cualquier otro reventaría de intensidad, pero él no. No se retuerce sobre sí mismo en la actuación, no hace alarde: siempre está moderadamente feliz o moderadamente triste. Templadito. Jodido pero contento.
Sin embargo, lo mejor de Perales -y lo más alejado a la caspa que tiene- es su papel de bondadoso secundario. No sólo por ese ecuménico Por qué te vas que le escribió a Janette -pulpa de karaoke, himno pegadizo como el diablo, tesoro del cine español gracias a Carlos Saura y su Cría cuervos-, sino por esa larguísima lista de composiciones que le cedió a otros: Raphael, Rocío Jurado, Miguel Bosé... especial mención a la joya de disco que le escribió a Isabel Pantoja cuando se puso el velo de viuda de España tras la trágica muerte de Paquirri.
Himno de folclóricas
Aquellas canciones fueron herida abierta nacional, asunto de Estado, morbo y desazón colectiva: "Olvidaste que yo, gaviota de luna, te estaba esperando; te llevaste contigo mis últimos besos, mis últimos años". Marinero de luces, Mi pequeño del alma, Era mi vida él. Querer apretao, idolatría cañí, quejío épico para el ama de casa, el banquero o el Rey, que también acudía sin falta a esos conciertos póstumos por los que correteaba el diminuto Paquirrín. Y ese Hoy quiero confesar, arenga con música que puede cantarse en el patio interior del bloque para acallar dignamente los chismorreos de las vecinas.
Aquí lo que más mola de Perales: que es una señora. O, dicho de otro modo, que gasta lente honda, sensible y popular, que conoce las texturas de la mujer por dentro -mientras otros de sus colegas cantautores empiezan a componer a ras de carne-, que no se las da de crack y aun así se regresa a él siempre. Perales es la España que no quiso trasnochar, drogarse ni ser maldita, que no hizo el amor en portales ni echó el teléfono abajo a las tres de la mañana; ese país de sofá, café, mano en la rodilla y libro que también nos queda en alguna parte.