Barcelona

Khaleesi, la madre de los dragones, aquella que reclama el trono como suyo, la que libera a esclavos, la que se dispone a ser reina por derecho y porque no debe haber rey, se personó en el Estadio Olímpico Lluis Companys. En realidad, Beyoncé no es Khaleesi, pero, en la presentación del Formation Tour en Barcelona, lo pareció. El escenario desprendía literalmente fuego, e incluso en un momento la reina del pop se sentó en un trono, escoltada por dos de sus bailarinas. Representante de un feminismo pop, Beyoncé se presta a todas las comparaciones, como si ella sola pudiese encarnar todos los conflictos que existen en la actualidad.

Lo más impresionante del concierto no fue el baile, ni la voz, sino un monolito tan alto como el propio estadio, que ocupaba un lugar central del escenario. Convertido en pantalla, el enorme cubo giró, se abrió y transformó la imagen de Beyoncé en gigante. La puesta en escena revelaba así una bonita contradicción: mientras ella sonreía y apelaba a su infancia y a su formación artística con Destiny's Child, en un ejercicio de humanidad y ternura, el monolito la convertía en una especie de figura mítica. En el fondo, el dichoso monolito es la quintaesencia de los tiempos que corren, en los que lo que importa es la pantalla, la copia, la imagen, que aquí es más grande que nunca, mejor que el Technicolor, que el Cinemascope, que el 4K. No, lo de ayer no fue un concierto, sino una película en directo, el espectáculo audiovisual definitivo. Quizá por eso, antes de que empezase a sonar la música, un cartel aseguraba al público que el sonido y la imagen llevaba la marca de THX.

Como demostró con la publicación de Lemonade, un disco que ha ido inquebrantablemente acompañado de un vídeo, la música entra por los oídos pero también por los ojos. Y en el Formation Tour, Beyoncé se planta en el escenario como la artista total. En esta gira, los músicos ocupan un segundo plano, y Beyoncé abraza definitivamente el lema del concierto como puro espectáculo. Baila, habla, evoca episodios del pasado, como si quisiese demostrar que antes de ser una diva fue niña.

Efe

Hace poco más de dos meses, también en Barcelona, PJ Harvey hacía su entrada en el escenario principal del Primavera Sound escondida tras una banda formada exclusivamente por hombres. Poco a poco, su figura enjuta, resistente y pálida, emergía entre los músicos. Ella acariciaba un saxofón con las manos y le insuflaba sonido. Era la puesta en escena de un empoderamiento, el de una artista convertida en líder de una banda de músculo y de sonido fibrado, arropada por coros masculinos y graves. Ayer, Beyoncé planteó una puesta en escena opuesta, pero igualmente poderosa en lo visual y en lo político: el escenario de Formation solo lo pisan las mujeres, ya sean bailarinas, bateristas o guitarristas. PJ y Beyoncé traman un curioso choque, entre la preponderancia de la artista y estrella y el impulso del colectivo. Mediante conceptos radicalmente alejados, Harvey (rodeada por sus hombretones) y Knowles (acompañada por un conjunto de bailarinas) han llegado a un mismo punto, a la manifestación, radical, del empoderamiento femenino. Son dos mujeres que se han armado, mediante la voz, el cuerpo y el discurso.

En el Formation Tour, los vestidos se convierten en una manera de acompañar el culto al cuerpo que propone el espectáculo, aunque aquí el cuerpo no existe únicamente para ser observador, sino que muta mediante los distintos atuendos y se mueve a un ritmo tan endiablado como calculado. Beyoncé enseña muslo, y la cámara la sigue en riguroso contrapicado, resaltando las curvas y enalteciendo su figura.

La acompaña un grupo de mujeres, perfectamente imbricadas, a las que se refiere durante el concierto, y que se muestran preparadas para responder a las señas de su líder. Ella les agradece cada esfuerzo, consciente de que el espectáculo sería impensable sin ellas, porque, aunque cada una de las personas del Estadio Olímpico Lluis Companys estaba ahí para ver a Beyoncé Knowles, el Formation Tour tiene tanto de danza que resulta imposible pensarlo sin las bailarinas que la acompañan. De la misma manera, en el vídeo que acompañó Lemonade, su último disco, la voz de la cantante se mezcla con el discurso de Malcolm X, con la poesía de Warsan Shire y con las consignas del movimiento Black Lives Matter. Igual que ayer citó a Prince en el escenario, versionando Purple Rain mientras el gran monolito que presidía el escenario se tiñe de violeta.

Final en una piscina

El show terminó en una piscina, con la cantante pateando el agua con sus bailarinas mientras cantaba Survivor, ajenas al riesgo de mezclar el agua con tanta parafernalia eléctrica. Del fuego, al agua, a lo largo de dos horas, Beyoncé hace gala de un imparable poderío vocal, de una magnética presencia escénica, convertida a la vez en una fiera feminista y en una suerte de superheroína con una docena de trajes.

Cuando las bailarinas dejaban sola a Beyoncé, el ritmo se apagaba, convirtiendo el basto estadio de deportes en una suerte de improbable espacio privado, propicio para una intimidad entre la estrella y el público, adecuado para el tono confesional que se desprende en el disco. El mito gigantesco que desprendía el monolito se quebró definitivamente al final del concierto, con Beyoncé empapada, descalza, entonando Halo, una canción que por si sola posee una terrible carga emotiva.

La de Barcelona fue la última parada del Formation Tour en Europa. La Beyoncé más politizada se despidió así del viejo continente. En un estadio, el de Montjuic, en el que, a la salida, se puede leer la siguiente frase: “Una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa, en la que las decisiones se tomen de la manera más cercana posible a los ciudadanos”. Lo dice el tratado de la Unión Europea. Hoy, esta frase parece un chiste. Por suerte, quedan los mitos, y la humanidad de un icono pop convertido también en símbolo político.

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