Atrona Scar tissue y comienza una letanía que no acabará. Red Hot Chili Peppers llegan a España con todo vendido, con fechas añadidas, a reivindicar un espacio que es suyo desde 1991. La suya es la música del despiporre, de las fiestas playeras, del desmadre a la americana.
Desde el principio anuncian que son una cosa y no vienen a vender la contraria. Bajos contundentes, mezcolanzas funk, deje californiano. Hay grupos que cambian de estilo y vestimenta con cada gira -Coldplay, el fetiche de la nueva política y de Pep Guardiola sería el ejemplo más evidente-, pero Red Hot Chili Peppers siguen igual, quizás revisitados, si tenemos en cuenta que revisitar los noventa es lo mismo sin la ropa barata y sin la suciedad. Ahora en pinterest lo llaman soft grunge.
El soft grunge de Red Hot Chili Peppers sería como ellos mismos ahora con el pelo mejor cortado, y un poco más limpios. Si tenemos en cuenta que no incluyen a John Frusciante, que se bajó del tren en marcha por su adicción a la heroína allá por el tercer álbum, nos encontramos a un grupo que consume batidos proteicos y té matcha. El grunge no fue californiano, fue de Seattle, dónde llovía 320 días al año y todo el mundo trabajaba en una maderera. Los Red Hot Chili Peppers -al fin y al cabo se llaman así por una guindilla-, bebieron de los vientos de George Clinton, y se nota en lo que son, veinte años después de su disco insignia, Blood Sugar Sex Magik.
Que este es un concierto de grandes éxitos lo anuncia ya al principio Scar tissue, que nos deja ver además que Flea es su capitán, con bajos que te retumban el esternón. El juego de luces de colores y pantallas nos anuncia una primera parte dedicada a la banda y jolgorio de un público intergeneracional que lo mismo te corea un Californication que te pide unas palomitas. Hay varios menores de diez años que acompañan a sus padres y bailotean a ritmo.
El cantante Anthony Kiedis hace amagos de agradecer al público madrileño “por Picasso y por Goya”, mientras que el trasunto de Frusciante, Josh Klinghoffer se dedica a hacer lo suyo. Independientemente de los amagos de españolidad (“Mucho gusto, mucho amor”, vuelve a entonar Kiedis mientras nadie quiere escucharle), la gente está a tope con las canciones. Y es que hits los Red Hot Chili Peppers tienen para dar y regalar: se van sucediendo uno tras otro, mientras se comprueba que la banda como cuarteto funciona. Tiene músculo y responde al stadium rock.
Hablando de músculo: Kiedis comienza If you have to ask ya sin camiseta, entre solos de guitarra. Esto anuncia que estamos en la segunda parte del concierto. Eso y las nuevas imágenes psicodélicas de tanques entre nieves y ojos dibujados en las pantallas. El torso de Kiedis es el Santo Grial de los noventa junto al jersey a rayas de Kurt Cobain, los churretes en el pelo de Bjork y la melena grasienta de Eddie Vedde de Pearl Jam. Y veinticinco años después de su bautizo, el torso de Kiedis aguanta.
Es el turno de la artillería pesada: By the way, Suck my kiss, y, por supuesto, Give it away. La gente las corea con el sentimiento de un verano surfero, un amor de cervezas al que no se entiende pero qué más da (¿cuando tuvo sentido una letra de Red Hot Chili Peppers?). Cuando Kiedis y el batería Chad Smith vuelven a hablar de amor mientras hacen head banging -Kiedis sin moverse demasiado, los saltos y el sudor de antaño quedan, precisamente, antaño- y queda claro que Red Hot Chili Peppers son como el amigo fumeta al que quieres a pesar de ser reiterativo: nunca te engaña y nunca te dejará tirado.
Ah, y por alguna razón, Flea hace el pino y camina con las manos antes de irse. Cosas de surferos, tío.