Si algo quedó claro es que Adele arrasó el domingo. Se llevó los cinco premios para los que estaba nominada, incluyendo el de mejor álbum y canción. Y para ello, aceptó uno tras otro usando la cualidad británica por excelencia, lo que los ingleses denominan “self-deprecation”, un método difícilmente traducible por “crítica hacia uno mismo”, que en Adele rayó en el autoboicot. Si a un inglés le dices que te gusta su trabajo, su manera de ser o su forma de vestir lo más probable es que comience a disculparse automáticamente. Bien, Adele lo hizo una y otra vez. Y la destinataria de sus disculpas (“No puedo aceptar este premio” “tu álbum es monumental”) eran para Beyoncé. Porque Adele se disculpaba a sabiendas de que le estaba ganando a un disco, Lemonade, que ha hecho historia.
La baladista británica ha demostrado, una y otra vez, no ser tonta. Sus declaraciones suelen servir como indicación de que sigue teniendo los pies en la tierra, tras haber vendido más de treinta millones de discos en todo el mundo y después de convertir sus baladas en politonos plenamente exportables como música sensible para todas las edades. Quizás sea esta última una de las razones de sus constantes triunfos como premiada. Por eso, la letanía de Adele y las referencias a Beyoncé, que tenía nueve nominaciones y se fue con dos premios menores, parecía dar a entender que ella sabía que lo que que estaba pasando que no es otra cosa que el síndrome del triunfo postergado.
El síndrome del triunfo postergado es un fenómeno que se da exclusivamente en las galas de premios. Como sabemos, las industrias culturales son dadas a poner en competición obras que han rodado comercialmente durante el mismo año. En eso consisten los premios, que no son más que concursos y ejercicios publicitarios de celebración de la industria. Los concursos son, por defecto, injustos. La competición en casos como los Grammy o los Oscars es, además, aleatoria, porque quien decide quien es el ganador de ese año son académicos de la industria. Un síndrome que sirve para compensar la injusticia en la que en un año se ha premiado a algo con mínima sustancia, dejando de lado una obra maestra. Por tanto, se posterga ese triunfo para darle el premio en algún otro año, quizás no tan merecidamente.
¿Casos flagrantes de premios postergados? Ciudadano Kane perdió el oscar en favor de Qué verde era mi valle, así que Orson Welles se llevó un premio honorífico en 1971. Martin Scorsese no ganó el oscar por Toro Salvaje -fue para Gente Corriente- ni por Uno de los Nuestros -fue para Bailando con lobos- así que se lo dieron por Infiltrados. Al Pacino no ganó los Oscar cuando debía por El Padrino I y El Padrino II, así que se lo llevó con la mediocre Esencia de mujer.
En el caso de la música, y de los Grammy, ha habido ejemplos épicos. Purple Rain de Prince fue ninguneado en la categoría de mejor álbum en favor de Lionel Richie en 1985, aunque el disco consiguió el premio honorífico en la misma categoría en 1999. Abbie Road de The Beatles fue despreciado en favor del disco homónimo de Blood, Sweat & Tears, una aberración que fue compensada con diversos premios honoríficos a toda su obra. Elvis Costello fue ignorado en 1979 y 1982 en favor de A taste of honey, por lo que fue honrado en 1999, por una colaboración con Burt Bacharach.
¿Burt Bacharach en 1999? Sí, Burt Bacharach en 1999. Y es que hay quien acusa a los Grammy -especialmente el premio al álbum del año- de haberse convertido en los últimos años en un premio honorífico encubierto a carreras de largo recorrido. Los casos más notorios de los últimos tiempos fueron para Genius Loves Company, de Ray Charles en 2004, que le pasó por encima a Kanye West. El agravio fue repetido para West en 2008, a quien los Grammy olvidaron -junto al bombazo Black to Black de Amy Winehouse- en favor de River: The Joni Letters, un tributo de Herbie Hancock destinado a homenajear a Joni Mitchell que había pasado sin pena ni gloria tanto para prensa, público y listas de ventas.
Sólo la muerte o su cercanía puede explicar el alarde de necrofilia que se ejerció este año con David Bowie, al que se premió en cinco ocasiones por Blackstar en un disco que a todas luces no merecía esos honores. O al menos, no a tenor de lo poco apreciada que había resultado su obra anteriormente: en toda su carrera, Bowie solamente había sido merecedor de un premio por el vídeo Jazzin' for Blue Jean y un Grammy a toda su carrera en 1999.
Las disculpas y la gran virgen negra
Hay una excepción a los premios postergados, que cumple Adele este año, como cumplió cuando ganó en 2011 por 21. Los premios musicales de la industria prefieren a baladistas y las premian cuando toca, como ya demostraron los Grammy premiando a Barbra Streisand, Judy Collins o más recientemente, a Celine Dion con Falling into you frente a sus contrincantes Beck, Smashing Pumpkins y a The Fugees. Y si son artistas blancas, mejor. De ahí las quejas de Nicki Minaj o Kanye West hacia Taylor Swift, a quien ven como una artista sobrerrepresentada en las galas de premios, frente a la diversidad racial de otras artistas que no son premiadas, o en el caso de Minaj, ni siquiera nominadas.
Aún así, Lemonade era un disco de celebración de la mujer negra, y Beyoncé no lo dejó pasar. La fiesta, que no dejó de ser un acto triunfante de la familia Knowles -ganó Solange Knowles, hermana de Beyoncé, subió al escenario la madre de ambas, y hubo un cameo adorable de la hija de Beyoncé y Jaz Z, Blue-, se convirtió en el espacio de lucimiento personal de una estrella que ya ha derribado todas las barreras. Convertida en icono y holograma multifacético, Beyoncé fue santa mesopotámica, tras haber sido virgen embarazada, mujer agraviada y, por encima de todo, voz afroamericana en contra de la violencia racial.
Ante los balbuceos de Adele en camerinos, que se preguntaba qué tiene que hacer Beyoncé para ganar un premio a mejor álbum, la posible respuesta podría hacer sido renacer como baladista blanca. Como eso es materialmente imposible, solamente le queda esperar veinte años para su premio postergado.