En una de las muchas conversaciones radiofónicas que Jorge Luis Borges mantuvo con Osvaldo Ferrari durante sus últimos tres años de vida, al ser preguntado por la poesía en términos utilitaristas, el autor argentino lamentaba que todo el mundo hubiese olvidado un poema de Rudyard Kipling que se refiere al éxito y al fracaso como dos impostores. Añadía: “Nadie fracasa tanto como cree y nadie tiene tanto éxito como cree”.
Es posible. Tal vez la vida resulte engañosamente sencilla contemplada bajo el prisma de la victoria y demasiado adversa cuando se analiza desde la perspectiva de la derrota. Sin embargo —y aunque Kipling recomienda tratar ambos conceptos con indiferencia y Borges aconseja enfrentarse a ellos—, en ocasiones no queda más remedio que agarrarse con fuerza y como sea al fracaso. Aunque su tacto sea frío, húmedo y resbaladizo. Porque la única forma de vencer alguna vez es siendo vencido muchas veces antes.
Cuando se convirtió en uno de los principales referentes de la literatura en lengua castellana, por ejemplo, Roberto Bolaño ya había dedicado cuarenta y cinco de los cincuenta años que vivió a fracasar gloriosamente. A fallar en su intento de ganarse la vida como escritor. Mientras tanto, cuando podía, aceptaba trabajos que le permitiesen seguir leyendo y escribiendo —vendedor en un almacén del Raval, vigilante nocturno en un cámping de Castelldefels, dependiente en la tienda de bisutería de su madre en Blanes—, esperando a que el azar le concediese algún día un pequeño triunfo y fuesen otros quienes le leyesen a él. En 1998 ganó el Premio Herralde de Novela por Los detectives salvajes y el resto es historia.
De friegaplatos a Estrella Michelín
No es frecuente, pero a veces ocurre. Uno siente que el destino le ha esquivado, o peor, que le ha disparado a bocajarro, y de repente, cuando menos se lo espera, el viento comienza a hinchar las velas. María Marte ha contado en alguna ocasión que su primer trabajo en El Club Allard de Madrid fue de friegaplatos, ocupación que le permitía fijarse en los cocineros para aprender clandestinamente de ellos. Cuando el chef Diego Guerrero la puso a prueba durante tres meses en los fogones, no tuvo más remedio que compaginar ambas labores, fregando mientras sus compañeros se iban a casa, llegando a dormir en las escaleras del restaurante. Ahora es la única cocinera de Madrid con dos estrellas Michelín.
Para Cerith Wyn Evans, el final del camino era el arte. Como para Roberto Bolaño lo era la literatura o para María Marte la gastronomía
Tal vez muchas derrotas no garanticen nunca una victoria. A veces, por desgracia, la vida se compone solo de reveses. Pero no hay forma de alcanzar la meta si uno no se levanta y lo sigue intentando. Para Cerith Wyn Evans, el final del camino era el arte. Como para Roberto Bolaño lo era la literatura o para María Marte la gastronomía. Para eso se formó en los londinenses Saint Martin’s School of Art y Royal College of Art. Para dedicarse a lo que le apasionaba. Para hacer todo cuanto estuviese en su mano para ser artista. Para poder vivir, algún día, de sus esculturas y fotografías.
El éxito, sin embargo, es una conquista escurridiza, y lo más cerca que Cerith Wyn Evans logró estar entonces del arte contemporáneo fue consiguiendo un trabajo como guardia de seguridad de la Tate Britain, uno de los más importantes museos de arte británico. Allí, rodeado de exposiciones ajenas, Cerith era la versión moderna de Cenicienta. Se limitaba a observar cómo sus colegas acudían al baile mientras él se quedaba en casa vestido de uniforme y zarandeando una porra.
La Cenicienta moderna
Por fortuna, si algo tienen las hadas madrinas es que son capaces de hacer magia, y la de Cerith quiso que se convirtiese en uno de los referentes británicos del arte conceptual. Hoy, muchos años después, la Tate Britain acoge en la grandiosa galería Duveen su obra Forms in Space… By Light (In Time), un conjunto escultórico formado por más de seiscientas luces de neón descrito por el autor como un “mapa celestial que refleja cómo nos posicionamos en el mundo y cómo nos comunicamos”.
El éxito es una conquista escurridiza, y lo más cerca que Cerith Wyn Evans logró estar entonces del arte contemporáneo fue consiguiendo un trabajo como guardia de seguridad
Alex Farquharson ha manifestado que “la exposición demuestra la habilidad de Cerith Wyn Evans para crear estructuras a partir de la luz en una escala desafiante y revela el rico universo de ideas poéticas que conforman sus proyectos”. Es la opinión que el director de la Tate Britain tiene sobre alguien que, no hace demasiado tiempo, se dedicaba a vigilar las salas del museo. Y sin necesidad de buscarlo por todo el reino para probarle un zapatito de cristal.
Kipling y Borges estaban en lo cierto. El éxito y el fracaso son dos impostores. Tanto como lo son el optimismo y el pesimismo. Ni el mundo es tan maravilloso como cuando se contempla desde lo alto ni tan horrible como cuando se contempla desde lo más bajo. Pero siendo las cosas así, y puestos a ser embaucados, ojalá sea el éxito el que nos engañe, y no el fracaso.