Un disco no son sólo sus canciones. Son los instrumentos con los que éstas se grabaron. Esos instrumentos y no otros. Exactamente esa guitarra. Exactamente ese crujido que se desprendía de sus cuerdas al atacar con la púa un acorde abierto. Son las paredes del estudio. Su humedad. La temperatura de la sala. Son las ganas con las que ese día tocaron los músicos y su estado de ánimo. Y aquella resaca. Es aquel catarro miserable que le dio ese carácter lánguido a los coros. Y el dolor de muñeca del batería. Y el vino de la comida. Y el hartazgo del último día. Un disco son sus canciones, pero es también todo lo demás.
Un disco es su producción. El eco del amplificador rebotando contra las esquinas del estudio. Sería otro disco si no fuese por el eco de aquel amplificador. Es su mezcla. El lugar del espectro estéreo en el que colocas los teclados. Esos teclados que, a través de los cascos, escuchas sobre todo a la derecha. Es el volumen al que suenan las voces. Es la ecualización de la batería y del bajo y de las guitarras y la forma en que conviven sus frecuencias. Es todas y cada una de las pequeñas piezas que deben ir encajando, con más o menos acierto, hasta que el proceso se puede dar por terminado.
Y el resultado siempre será imperfecto. No se me ocurre una cualidad peor en un disco que la perfección. Un disco sin defectos, inmaculado, en el que no hay la más mínima deficiencia, ni una sola arruga, es una aberración. Cada pequeña imperfección de un disco contribuye a hacer de él lo que es. Esa nota del solo de guitarra que está ligeramente fuera de tono. Ese arreglo de cuerdas que se quedó un poco fuera del tempo de la canción. Todas esas mellas, que obedecen a motivos concretos como las limitaciones técnicas, los errores de ejecución, el gusto personal, los recursos disponibles o la inexperiencia, también son el disco.
Hace medio siglo, cuando los Beatles grabaron el Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band -el mejor disco de la historia para muchas publicaciones especializadas, como NME, Rolling Stone o Pitchfork-, la tecnología de la que disponían los estudios todavía era muy escasa. Hasta hacía apenas unos años, el sonido de los discos era monoaural, y era entonces cuando comenzaban a aparecer las primeras mezclas en estéreo. De hecho, para el Sgt. Pepper’s aún se usó una grabadora de cuatro pistas, de tal forma que el audio de cada instrumento era almacenado en uno de esos cuatro huecos y sobre él se volcaba el de los demás, teniendo que realizarse la mezcla final únicamente con esas cuatro variables.
Por eso al escuchar el Sgt. Pepper’s notamos que, en muchas de sus canciones, todas las voces y la batería suenan por la derecha y todas las guitarras, el bajo y los arreglos orquestales, por la izquierda. Hacían lo que podían con el equipo que tenían.
Los arreglos de la nueva edición de 'Sgt. Pepper's' lo han convertido en un disco sin defectos que, salvo por las canciones, que son las mismas, ya no tiene nada que ver con el original
Pero ese es el sonido de ese disco. Ese sonido gastado y anticuado que ha llegado hasta nosotros desde mayo de 1967. Ese es el Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. No hay que mejorarlo. No hay que corregirlo. Es así. Rectificarlo, privarlo de sus pequeños y maravillosos defectos, sería como quitarle su lunar a Cindy Crawford. Por eso cuando he escuchado la versión que se ha publicado a propósito de su quincuagésimo aniversario he sentido lástima. Giles Martin, hijo del productor George Martin, ha remezclado el Sgt. Pepper’s. Lo ha pulido. Ha reparado sus imperfecciones. Ahora las voces están en el centro. Los volúmenes de los instrumentos son los idóneos. Ha ordenado bien las frecuencias. Ha colocado todo en su sitio y se escucha cada nota con claridad, sin interferencias, en 5.1 surround. Lo ha convertido en un disco sin defectos que, salvo por las canciones, que son las mismas, ya no tiene nada que ver con el original.
Ahora es un disco perfecto. Espantosamente perfecto. Es tan perfecto que es falso. Suena tan bien, tan impecablemente bien, que suena mal. Ya no es el Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. Es otra cosa. Como esos clásicos del cine de los que se rueda una versión actual, que es la misma de siempre pero no es igual. O esos coches históricos de los que se lanza un nuevo modelo mucho más moderno y, aunque sigue siendo el mismo coche, ya no lo es. O esos iconos como Star Wars, a los que se le añaden nuevos efectos digitales y pierden su esencia original.
Hay una escena que he visto repetida en varias películas en la que a un niño pequeño le retiran su peluche favorito y lo sustituyen por otro exactamente igual, pero nuevo, y el niño sigue prefiriendo aquel peluche viejo al que le falta un ojo y tiene una pata deshilachada. Yo sigo prefiriendo el Sgt. Pepper’s de siempre. El de 1967. Con sus imperfecciones y su sonido gastado y anticuado y sus bordes deshilachados.
Porque, que me disculpe el señor Giles Martin, pero esto que se ha publicado cincuenta años después, esta versión remezclada y actualizada y estupenda, es cualquier cosa menos el Sgt. Pepper’s de los Beatles.