La bajada de Telefónica, cuando el encierro se enhebra en el callejón de la plaza de toros, rebosaba aquel 12 de julio de 2004. Las personas se movían rápido y descompuestas, las zancadas amplias, esquivándose, a ráfagas, deshecho el cauce compacto. Un montón de carne humana aumentaba su tamaño por tandas a la izquierda de la calle, caídos decenas de corredores. Otro se formaba más adelante, bajo el apagón del embudo. La televisión enfocaba desde Estafeta ese campo de batalla. Las imágenes llegaban con una capa gris, de mañana y sueño, en mate. Fuera el día era radiante y azul.
En la otra punta de España, un toro castaño encendía la primera hoguera, los chillidos femeninos de gol en contra se hundían en el altavoz y algunos luchaban por sobrevivir. Más adelante, otro Jandilla negro estaba camuflado por el contraste. Apareció mucho más oscuro que la sombra, perfilado sobre el hormigueo de hombres que lo rodeaban, tratando de desimantarlo, en esa danza que se produce siempre alrededor de una fiera cegada. De un pitón colgaba Julen Madina, despellejado con cinco cornadas. Por la tarde, en la plaza de toros, una pancarta recordaba el suceso: “Toro 5 Julen 0”.
“Estando en el hospital, aquello le tuvo que hacer mucho daño”, cuenta Chapu Apaolaza, autor de 7 de julio (Libros del K.O.), el libro que disecciona el encierro a través de las experiencias de sus participantes. A la segunda edición añade, entre otros, un relato sobre el mítico corredor. “Tuvo muchos detractores, levantó pasiones, para bien o para mal”. “A Julen se le ha achacado siempre que no era navarro y que corría con los codos pero todo eso era envidia”, afirma uno de sus mejores amigos, que prefiere no dar su nombre. Julen Madina, profesor de educación física, de judo y jui-jitsu, tenía una envergadura de rompe hielos, un paso ligero y contundente, el braceo acompasado, sin aspavientos. “Era muy seguro”.
Nació en 1955 en Hernani y comenzó a correr en 1971, “con jersey y vaqueros porque no tenía dinero para comprarse otra ropa”. Su primer encierro fue suficiente: pasó la semana durmiendo en la calle alimentado, empujado, por las sensaciones de ese encuentro. “Fue increíble”, cuenta en una entrevista hace algunos años, “me quedé en Pamplona sin nada porque me enganchó”. Empezó en el tramo de Mercaderes, luego pasó a Estafeta y acabó en Telefónica, cuando todavía había tierra, convirtiendo la ratonera en el hogar del toro. Julen utilizó los 70 para hacerse un hueco en el pelotón, entre los cabestros, buscando siempre al toro, los pitones, las pisadas, los morrillos. “Tito Murillo, Jokin Suastiz y Miguel Ángel Eguiluz era maestros del encierro y en los que se fijaba. También había un americano, Joe Distler”.
Al final de esa década y principios de los 80 era reconocible una cuadrilla que siempre estaba cerca del toro vestida de blanco, corriendo a galope tendido, llevándolos a punta de periódico o entrando a la plaza delante de ellos. Julen y Eguiluz todavía tenían pelo y a los toros en Estafeta se les veía llegar. “Había cinco o seis corredores que mandaban”, cuenta Juan Pedro Lekuona, habitual también en el último tramo.
Llegó la televisión, se popularizó el encierro y la gente identificaba a Julen entre el resto. Bigote, zarcillos y sin pelo, la prensa se echó sobre él. “Influyó todo”, explica Chapu. “Fue el momento de la televisión, se perdió el anonimato. Él tenía una personalidad muy fuerte y no rehuyó nunca nada, se hizo referente”. Eguiluz y él eran los calvos del encierro. “Bueno, rapados. Reconocibles entre el resto, pero no por el afán de protagonismo, sino porque cuando te fijas en algo siempre lo vuelven a hacer y ellos destacaban”, explica el periodista.
Una imagen define aquellos días. Todo el grupo anticipa la entrada a la plaza de los toros. La fotografía es en blanco y negro. Hay contraste entre los mozos vestidos de blanco y el blanco de los pitones. Lo único que se diferencia de los toros: una masa irregular que avanza detrás de ellos. El alboroto se ve en las caras, cierta exaltación, alegría, nervios, tensión. Julen Madina está un paso detrás, a centímetros del primer toro, como si formara parte de la manada, levantando los brazos con tranquilidad, templado.
Y comenzó la leyenda negra. “Se le veía porque donde estaba un toro estaba él. Como las cámaras los enfocan, lo enfocaban a él. Estoy convencido de esto. Le criticaban los envidiosos”, dice su amigo que prefiere mantener el anonimato. En 1994, Madina se quedó atrapado entre toros de Miura. Siempre sostuvo que aquello fue provocado. Salió ileso. “Antes de morir estaba preparando un libro de anécdotas sobre el encierro en el que pretendía contar eso”, confiesa Apaolaza. “Se le fue de las manos a Pamplona”.
“La gente hablaba de su soberbia, de cómo era, pero cuando lo conocían cambiaban su percepción”, dice Lekuona. “Aprendí muchísimo a su lado”. La masificación del encierro no lo apartó. “Entré a correr en el 89 y me acerqué a él. Recuerdo hablar en la cara del toro. Antes se corría mejor. Pero evolucionó y aguantó a los nuevos tiempos”, cuando se empezó a correr de oído. “Fue un buen corredor mal juzgado”, asume Chapu.
“Vio morir a Gregorio Gorriz”, reventado por un toro en un montón, “a su lado y eso no le afectó. Mentalmente era muy duro”. También un deportista convencido. “Y comunicaba muy bien”. Se le pudo ver en la ETB, participando en diferentes programas y tertulias, hablando en la radio y en casi todos los reportajes de prensa o televisión. “Somos muy perezosos”, se resigna Chapu, “y siempre vamos a por los mismos personajes. Eso influyó también en la percepción que se tenía de él”.
No se planteó dejarlo después de que el toro de Jandilla lo empujara a golpes de la calle, como si lo echara después de tanto tiempo. “Era muy meticuloso. Vio las imágenes repetidas, analizó lo que ocurrió y llegó a la conclusión de que no había tenido ningún error. No fue por su culpa, se tropezó con uno de los montones y lo cogió el toro”. Esa frialdad la sintió por fuera un año después. A las 8 de la mañana estaba de nuevo en la frontera de Estafeta. El miedo está congelado. “Un toro no me va a retirar, me iré cuando quiera”, escribió en su carta de despedida, en 2011, 40 años después de la primera zancada en la calle Mercaderes.
“Nunca he visto durar a nadie tanto”, dice Lecuona, uno de los últimos mozos en activo que corrió con él. “Hay gente que dice ‘llevo 25 años’ y nunca lo has visto delante de los pitones”, compara. Julen sacó del encierro sus valores y los explicó a empresas a través del team building, junto a Manolo Marichalar, un hermano. Tenía un gimnasio en Hernani y daba clases de defensa personal. No aguantó mucho en la vida civil. “Cuando volvió a Pamplona en 2013, por un asunto de trabajo, y no corrió, le daban angustias”. Ese año lo dejó pasar pero estaría dando saltitos, estrujando el periódico, esperando a la manada, una vez más. Después, retirado de San Fermín, fue a los pueblos. “Tudela, Tafalla... Allí estaba a gusto, no tenía la presión de las miradas, corría para él”.
Cogido, se fractura una costilla el 25 de julio del año pasado en Tudela. “Me llamó a los 10 días para decirme que había andado 10 kilómetros por el monte y que estaba cansado. Normal: tenía perforado un pulmón”. Quienes lo conocieron cuentan que después de cada accidente probaba su cuerpo. Los seis pendientes que llevaba, tres aros dorados en cada oreja, son la cuenta de las veces que ha salvado la vida.
“Las cornadas del callejón, aquella vez de los Miuras, un accidente de parapente, el aplastamiento de tórax en los 90...”, el rosario del limbo, los asuntos pendientes. La muerte archivada en el tintineo del metal, oscilante, ligero, un recordatorio débil y constante. Un mes después y casi recuperado de lo de Tudela, decidió ir a San Sebastián a bañarse. “Eligió la playa de los surfistas, la más movida”. Una ola traicionera de Zurriola lo levantó dejándolo caer a la arena, retirada el agua en ese momento. “Cayó de cabeza”.
No hubo callejón, ni gatera alguna, ni enfermería esta vez. Inconsciente, lo retiraron del agua minutos después con “evidentes signos de ahogamiento”. Tampoco televisión, ni entrevista, ni pancarta. Pasó cinco días en coma rodeado de sus familiares, en una agonía imposible de detener, en la UCI del Hospital Universitario Donostia. Precisamente allí, antes del percance de Tudela, sin planes de ir a bañarse a la playa de San Sebastián, en un acto sobre el encierro, alguien lanzó la pregunta.
-¿Por qué corréis?
-Porque nos sentimos vivos- se adelantó él. Estaba entre el público.