Desde que tuve uso de razón, el baloncesto y la Navidad se unieron en mi ser de forma perenne y esencial. El primer recuerdo televisado que conservo son dos tiros libres de Clifford Luyk de un veinticinco de diciembre. Pocos años después me adhería como una lapa a las sillas de pista del Pabellón de la Ciudad Deportiva del Real Madrid en el Paseo de La Castellana para presenciar unos encuentros que vivíamos con pasión en el patio del colegio desde mucho antes, desde el momento que se conocía el calendario y los equipos que vendrían.
No era para menos, pues por allí pasaron los mejores equipos del baloncesto FIBA, las selecciones soviética y yugoslava, pero también las esplendorosas Puerto Rico y Cuba de los años 70, esta última medallista de bronce en los JJOO de Münich-72. Y cómo no, la inolvidable Universidad de North Carolina, con el legendario Dean Smith a la cabeza de un equipo que marcó una época y ofreció sus plantillas a las ligas profesionales, la NBA y la ABA.
La emoción con la que esperábamos el Torneo se convirtió en nuestro mejor regalo de las fiestas. Llegaron cosas nunca vistas, que nuestra imaginación no alcanzaba a dibujar. Jugadores procedentes del otro lado del océano con sus pelos afro, sus pantalones campana de colores chillones, botines con plataforma y sus giros en el aire. Fue una pasarela por la que desfilaron los mejores jugadores del momento, mientras nosotros casi llorábamos de la emoción.
Allí vi por primera vez a Óscar Schmidt, a Bob McAdoo (MVP y dos anillos NBA y campeón de Europa), a Bobby Jones (mejor defensor y un anillo) y a mis ídolos del Real Madrid (Emiliano y Sevillano; Luyk y Brabender; Ramos y Cabrera; Walter, Rullán y Corbalán), el equipo que jugaba más bonito en Europa. Y casi sin darme cuenta pasé de las sillas al parqué y a compartir las Navidades con nombres que con sólo citarlos se cuenta la Historia del baloncesto: Delibasic, Kikanovic, Sabonis, Petrovic, Kukoc, Divac, Volkov, Bodiroga y una lista que agotaría esta columna.
Viví el torneo con la ilusión del niño que aprendió a jugar viendo a sus héroes, con la emoción de continuar la fiesta de Navidad con mis hermanos del baloncesto y de compartirla con todos los aficionados. Nunca sentí tanto calor en las gradas, y quizá por ello he sentido desde entonces una enorme nostalgia por un torneo que se imbricó en nuestras vidas como una tradición más en estas fechas. Una tradición vibrante, espléndida y colorista que remataba la dicha de unas fiestas familiares que se extendían a la familia del baloncesto y del Real Madrid.
Tantos años sin sentir ese hormigueo, hoy madrugo porque se acerca el momento de reverdecer mis anhelos por el baloncesto en estos días. Esta tarde comienza el Torneo de Navidad de Guarnizo y Astillero (Cantabria) para jugadores juniors que con tanto empeño ha salido adelante. Equipos locales y de Madrid se reúnen para jugar con una edad en la que lo que ocurre se recuerda para siempre. Este humilde cronista es en el alma máter del torneo y hoy se convierte en el padrino -perdonen la inmodestia- de todos ellos.
En la antesala de la vejez y con la autopercepción social anclada sólidamente, los estímulos cambian e impulsan la voluntad hacia otro tipo de horizontes ligados con propósitos menos egoístas. Con humildad, y consciente de los muchos errores que cometo en esta tarea, pretendo mostrar a los jóvenes ciertas actitudes para caminar por la vida. Así, intentaré que además de divertirse de forma saludable, que ya sería una causa muy respetable, se vinculen de forma más estrecha con un juego que les va a ayudar a entender la importancia de respetar las normas y del esfuerzo constante no siempre recompensado.
Aún más allá, los hábitos conectados con la salud les permitirán mantener en forma óptima su cuerpo y su cerebro durante muchos años. Salud, educación, valores y un poco de economía laten con fuerza en el corazón de este proyecto, pues también busco añadir un pequeño estímulo a la economía local -ahora que hablamos tanto de la España de los pueblos-, que, como tantas otras, vive de la suma de miles de pequeños impulsos. Por supuesto, uno no está solo en este proyecto, ya que llevo el apoyo público, el Ayuntamiento de Astillero, y el privado, los portátiles Dynabook, sin los que esta iniciativa no hubiera llegado a buen puerto.
Así pues, deporte, educación, salud, economía, y también un poco de Historia, configuran la médula de este torneo que lleva el pintoresco nombre de Ría de Boo. Porque en este barrio de Guarnizo, donde las aguas del Cantábrico van y vienen al fondo de la Bahía de Santander, en un lugar privilegiado a salvo de los acosos de la armada inglesa, se instaló un astillero que ya construyó nueve galeones para la Armada de 1588, y el San Juan de Nepomuceno, navío capaz de albergar 74 cañones y 530 hombres, botado en 1766. Y aquí, celebraremos nuestro Torneo de Navidad, pequeños, pero con el orgullo de reanudar por estas tierras una tradición que nació en la capital del Reino.