Después de tres largos meses en los que hemos vivido en primera persona cómo se nos escapaban de las manos rutinas, lujos y, lo más triste de todo, personas, ya era hora de empezar a recuperar ciertas cosas. Ya tocaba agregar en lugar de restar. Fui de los que pensé, cuando todo estalló, que darle siquiera vueltas a la reanudación de las competiciones deportivas en algún momento era poco menos que frívolo. No me arrepiento.
En aquel momento y en aquella realidad en la que morían cerca de mil personas diarias e ir al supermercado era un riesgo equiparable a chupar el pomo de la puerta de urgencias, no entendía cómo podía haber gente pensando en el maldito deporte. ¿A quién cojones podría importarle quién levanta tal o cual título? ¿Qué importancia tenía eso entonces? ¿Y ahora?
La realidad es que sigue siendo algo de escasa trascendencia. Es decir, las decenas de miles de muertos, la libertad cercenada o nuestros hocicos tapados por telas de usar y tirar van a seguir con nosotros vuele o no vuele la pelotita rumbo a ese círculo metálico naranja que tenemos a bien llamar canasta y que tantas horas de entretenimiento nos ha ocupado.
Nada tapará el drama y el desastre generalizado que se ha vivido en este país y que se sigue viviendo en otros que ahora, por lo que se ve, poco nos importan. Pero ahora sí comprendo que recuperar pequeños aspectos de nuestra antigua normalidad supone una pequeñísima victoria moral sobre un virus que nos ha conquistado muchísimo terreno. Y cualquier victoria, por ínfima que sea, es de recibo celebrarla.
Vuelve el baloncesto con una especie de apañito de competición y concentración que salva aceptablemente los muebles. Durante quince días doce equipos se enfrentarán en una suerte de torneo exprés bien similar a los europeos o mundiales que vemos cada verano. Un campeonato y una temporada que, pase lo que pase, siempre en el historial quedará marcada con un asterisco.
Gane quien gane tendrá todas las de la ley para celebrar y sentirse orgulloso, y pierda quien pierda podrá también sentirse frustrado, derrotado y decepcionado. Pero no podemos, ni debemos, sacar conclusiones de ningún tipo sobre una contienda en juego que no se va a terminar dilucidando con las normas que se pactaron en septiembre. Y, lo que decía, todo esto, además, está ahora en un más que merecido segundo plano.
No obstante, el baloncesto está de vuelta. Y nosotros con él. Con suerte serán dos semanas en las que podremos volver a sentarnos delante de la pantalla a sentir que todo empieza a ser más o menos como antes. Quizá, vete a saber, esto sirve de lanzadera para algún convaleciente de los que estuvo ante el abismo y ahora vuelve a sentirse vivo. Ahora nos queda, como sociedad, el deber por delante de no volver a permitir quedarnos sin nuestros deportes, nuestras costumbres y, sobre todo, nuestra gente.
Bienvenido de nuevo, querido baloncesto.