El Madrid tuvo la victoria en Estambul cerca. Muy cerca. Tanto como para que se le escapase en los últimos segundos, lastrado el triunfo ante el Fenerbahçe por una más que rigurosa falta de Carroll sobre Nunnally cuando el bocinazo asomaba. Qué curioso que fuese un ex del Estudiantes el que acabase tumbando a los blancos desde el tiro libre. Remar y remar, con una muy buena imagen, para que el arbitraje se cargase ya en la orilla un partido trepidante durante su práctica totalidad. Nocioni y Llull se comían a los árbitros al término del encuentro, con la amenazadora mirada de los componentes de la escuadra turca escrudiñándoles sin parar. Una técnica para cada equipo y la polémica personal de la victoria afearon una traca final digna de un envite entre dos de los grandes colosos de la Europa baloncestística (Narración y estadísticas: 78-77).
Uno en el que, al contrario de otros duelos recientes entre turcos y madrileños, los hombres de Pablo Laso nunca se desinflaron. No lo hicieron cuando los pupilos de Obradovic se marcharon de seis puntos. Tampoco cuando éstos se sobrepusieron a los minutos en los que los visitantes le dieron la vuelta al marcador (cuatro de máxima renta). La entrega fue impecable, con Anthony Randolph abandonando las sombras en las que se movió durante buena parte del partido a la hora de la verdad. Su exhibición triplista en los últimos minutos estuvo a punto de significar una victoria para el Madrid en la siempre temible Turquía.
También la defensa jugó un papel de enjundia, especialmente en una segunda parte donde las pérdidas de balón locales y los consiguientes robos visitantes fueron tónica habitual. Nadie regalaba nada, aquello era la guerra. Ninguno se rendía y las alegrías y las tristezas eran prácticamente efímeras. Ganaría, para variar, quien mejor controlase los pequeños detalles, aunque nadie esperaba que el arbitraje se encontrase entre ellos.
Los colegiados tuvieron decisiones comprometidas para ambos equipos. Debe ser realmente difícil arbitrar en una olla a presión tal que la de los pabellones turcos, sin duda. Parece que no, pero el público influye más de lo que parece. El griterío puede llevar a percibir unas protestas de Randolph y a señalarlas como técnica. También, con los ánimos bien cargados, a acabar con el partido de Sloukas (eliminado) o a pitar una personal más producto de la emoción del momento que de la veracidad, más puntillosa y efectista que sensata.
Demasiado tiro libre en la recta final, demasiado protagonismo de los rectores del juego. Protagonistas del desenlace, pero no en solitario. Porque el Madrid, cuando el balón ya quemaba, cayó en una fatal precipitación. Una hipotética última posesión acabó en agua, quizá consumida muy rápido por Llull. En lugar de amasar el balón y circularlo más y mejor, pudo el ansia de volver a estar por delante en el marcador, con el empate ya amenazando la prórroga. En ese momento, ganar dejó de ser una posibilidad real. Poco importaron la oda al pick and roll de la primera parte gracias a Rudy y Hunter, las asistencias del mallorquín y de Llull, la aparición en defensa de Ayón y, otra vez, Fernández. Mientras en un bando quedaban magnificados los Udoh, Vesely, Dixon y Kalinic de turno, en el otro todo quedó reducido a las cenizas de una falta que hizo que lo que podía ser, la victoria, no lo fuera.
Y ahí, lamentablemente, se quedarán muchas de las lecturas de este duelo europeo. En unos instantes, en ese último minuto que tanto valor da al baloncesto y, a la vez, tanto daño le hace, porque algunos dicen (sin ninguna razón) que es lo único que vale la pena de la canasta. Porque a pocos parece interesarles haber jugado bien y competir hasta el final. Egoísta y codicioso, el aficionado sólo quiere lo que quiere: el triunfo, la gloria. El Madrid no tuvo ninguna de las dos cosas y puede irse con la cabeza bien alta de Estambul. Triste que algunos, a buen seguro, no sepan ver los árboles entre el bosque. Ni siquiera con un silbato al cuello.