Froome no es ni el más mediático, ni el más elegante, ni el más carismático… No es nada y, sin embargo, lo es todo. Ganador cuatro veces del Tour de Francia, las tres últimas consecutivas (2013, 2015, 2016 y 2017), y de una Vuelta a España (2017), acumula maillots y logros, hazañas de gigante que esconden a una persona menuda, reservada y tímida. Poco dada a la palabra o al micrófono, quejoso de toda la prensa que encontró en España, pero agradecido. Esculpido en batallas que están por encontrar recuerdo, aunque ya incluyan podios y fotos en su particular armario. Chris, nacido en Kenia, con maneras de allí –eso ha dicho en más de una ocasión–, pero con pasaporte británico, aumentó su leyenda este domingo en Madrid, sobre el cemento de la capital, levantando el brazo y descansando, por fin, en una temporada de la que se marcha con doblete metido en la mochila.



Agarró el rojo después de mucho pensar en él. Durante años, Froome lo intentó. Subió al segundo escalón en 2011, 2014 y 2016. Incluso, capituló en 2015 abandono mediante. Pero, finalmente, lo consiguió. Ganó el Tour y puso la vista en España, no como lugar de veraneo, sino como camino de peregrinación hacia mayor gloria. Y aquí, sobre la piel de toro, demostró lo que anticipó en Francia. En la tercera etapa, la primera de montaña, atacó y se colocó líder. Acabó la carrera, subió a la plataforma, dejó que le colocaran el maillot de líder y ya no se lo ha quitado. No tuvo rival y apenas si lo intuyó. Ni Nibali, ni Zakarin… nadie. Entró en Madrid como líder, donde Trentin consiguió su cuarta victoria de etapa en el día de Contador. 



El británico llegó a Madrid como líder en 19 de las 21 etapas, pero el protagonismo fue para Contador, con el número '1' a la espalda. A su lado, el carisma. El tipo al que se odia y se ama. El pecador al que se le perdonaron todos sus desmanes. El tipo que fue su pesadilla y el que bromeó en la ronda española: “En tres días te dejo tranquilo”. Allí estaba el de Pinto para ser protagonista, para molestar por última vez, pero también él, ciclista de grandes números, pero de escaso recorrido emocional. Un tipo que gana, que muestra autoridad, incluso que barre. Un ciclista total, que cumple con creces en la montaña y aguarda con fiereza las contrarreloj. Un gran deportista. Uno de los mejores, sí. Pero, a pesar de todo, está por ver que el aficionado medio recuerde su reinado, que lo suba a los altares de la eternidad aun cuando no ha firmado su sentencia.



Todo eso es verdad. Sí, lo es. Pero también lo ocurrido en esta Vuelta, que ganó con superioridad, con dos victorias –la última, la de Logroño, decisiva– y tras mantener una ventaja que no ha bajado de 59 segundos, con tan solo un día de nervios, el de la bajada hacia Antequera, cuando cayó hasta en dos ocasiones y perdió 42 segundos con Contador y 20 con Nibali, los dos únicos –especialmente este último– que lo pusieron en problemas. Aunque su sufrimiento fue más allá. “Si soy sincero, me gustaría no volver nunca a los Machucos”, reconoció tras sufrir en sus piernas las exigencias de sus rampas.



Pero aguantó. Froome no cedió. Era su temporada, su año, y no iba a permitir que nadie le arrebatara la Vuelta. Ya lo hicieron en años pretéritos. En 2011, lo bajó del primer escalón Juan José Cobo; en 2014, Contador, que lo dejó a un minuto y 10 segundos; y en 2016, Nairo Quintana, que finalizó a un minuto y 23 segundos. Todos ellos se impusieron en el pasado. El presente y el futuro le pertenecen al británico, que lo disfrutó en un paseo triunfal por la capital de Madrid, el que siempre disfrutó y durante mucho tiempo anheló, el mismo que ya es suyo.

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