Ni Di Stefano ni Pelé ni Maradona. A su pesar, el futbolista más impactante de la historia ha sido un humilde jugador belga: Jean-Marc Bosman. Paradojas del destino, cuando la sentencia que lleva su nombre cambió el fútbol para siempre, estaba muy lejos de imaginar las consecuencias de su batalla legal, las contrarias de las que pretendía. En unas recientes declaraciones a La Gazzetta dello Sport, se lamentaba de la deriva del fútbol moderno, convertido en una actividad de carácter esencialmente financiera y especulativa, mientras renegaba de los peloteros actuales que ni siquiera conocen la lucha que hubieron de mantener para liberar a los de entonces de la jaula en la que vivían. Sin embargo, el luchador por el derecho a la libre circulación de futbolistas comentaba decepcionado que hoy ni siquiera tienen tiempo para hablar fuera de las ruedas de prensa.
Al tiempo de las palabras de Bosman, casi para darle la razón, Cristiano rompía uno de sus cíclicos silencios para mostrarse como una persona en las antípodas de la imagen que proyecta. Apareció frente a los medios como el tipo correcto, reflexivo y sincero del que hablan los que le conocen. Un acusado contraste con el jugador que reclama para sí mismo la atención de forma obsesiva, que gesticula doliente con cada fallo y que muestra todos sus demonios interiores en un alarde de sinceridad involuntaria, incapaz de dominar la poderosa fuerza que le impulsa y, que también, a veces le derrota. Nada que ver con Messi, antagonista con el que estamos condenados a compararle, que circula por el campo con una máscara de jugador de póker, como por el jardín de su casa, seguro de su talento en el césped y consciente de su poder fuera de él. Algunos sacan a pasear su procesión, otros la llevan por dentro.
Uno no logra entender los apagones informativos del portugués, considerando su déficit de imagen y la voracidad de los medios, en busca todos los días de una presa a la que hincar el diente. En lugar de salir a despejar las dudas acerca de su rendimiento o de por qué saluda a fulano o a mengano, lo que contempla el aficionado en las épocas de vacas flacas es un jugador aún más aspaventoso, arrastrado por una frustración que a veces se convierte en malos modos. Y mientras el futbolista calla, los periodistas conjeturan, volcando sobre su figura y su equipo tensiones innecesarias a través de la reacción del público.
Así que no estaría mal que Cristiano se confesase más a menudo. Lo bueno de quitarse el disfraz de superhéroe es que te puedes mostrar tal y cómo eres. Perdonen por el cambio de tercio, pero éste es el éxito de Bertín Osborne. Y Ronaldo, cuando comparece educado y tranquilo, compensa sus errores y gana muchos enteros. Sobre todo porque si algo no se le puede negar es su franqueza. Echa de menos a Ancelotti y no le gustan tantos cambios y lo explica con naturalidad. Por eso es convincente. En definitiva, desde cualquier punto de vista le convendría contar al mundo con el que parece permanentemente enfrentado, que él también padece lesiones físicas y emocionales. Y que detrás de sus alharacas y poses hay un ser humano que sufre los altibajos propios de su edad, todavía joven para la vida, y de su condición, un deportista de élite exprimido al máximo física y mentalmente. No frustréis más a Bosman. No os liberó para que os encerrárais en vuestra jaula de oro.