En un partido de fútbol hay una figura imprescindible tratada como saco de boxeo, un receptor de golpes que sabe que despertará la ira de la mitad de los asistentes en cuanto se lleve el silbato a la boca. Cualquier decisión provocará un tsunami de críticas que recorrerá el campo de lateral a lateral, de fondo a fondo, para llegar al centro de la tensión, donde sostiene el futuro de dos clubes con una sola mano. Intereses, colores ocultos, poder o simple desconocimiento serán la justificación de un mensaje que llega más claro cuando bajamos de categoría: “No vas a salir vivo de aquí”, “eres un hijo de puta” o “solo sabes comer pollas” son algunas de las amenazas que se escuchan en los campos españoles. Agresiones físicas o verbales que se repiten ante los ojos de comités de arbitraje sin que pongan freno.
“Si sacas mi nombre me juego una sanción, que me quiten partidos y que me hagan la cama hasta que tenga que dejar de arbitrar. Tengo compañeros que han denunciado violencia y no han vuelto a arbitrar. Les sacan del arbitraje a base de aburrirles, de no darles partidos”. Es la explicación de un árbitro andaluz a su falta de libertad, pero también la advertencia de cada uno de los testimonios que tratan de configurar una red de silencio contra la violencia. Incluso el Sindicato de Árbitros trabaja desde el anonimato. Mientras temen por su carrera, aguantan improperios por no más de 50 euros. Saben a lo que se atienen, y así se lo hacen saber al principio de cada temporada.
Pablo Fernández es el único que puede mostrar su nombre. Se retiró después de que le hicieran su tarea imposible. “Me forzaron a ello”. En 2014 se encontraba en un partido de cadetes en Sevilla donde los locales perdían 2-3 a falta de cinco minutos, cuando señaló un libre indirecto a su favor. El jugador lanzó directamente a portería, pero el gol no subió al marcador, indicando saque de portería. Pese a que la aplicación del reglamento fue correcta, la gente empezó a ponerse “un poquillo tonta”. Cuando terminó el partido, Pablo tenía que cruzar por las gradas y atravesar una pista de tenis hacia el vestuario, no más de 200 metros, pero se negó. “Yo dije que por ahí no me metía, que me hicieran un pasillo o que esperaba a que se fuera todo el mundo”.
Finalmente el delegado de campo fue a su auxilio. Cuando pasó por las gradas, se agolpó todo el mundo para insultar. Entre la marabunta, alguien le pegó un puñetazo. Pidió identificar a esa persona. “Lo taparon y dijeron que no era del pueblo”. Después del partido sus amigos le avisaron de que en Twitter le estaban “poniendo fino”. Entró a las redes y vio una foto del agresor. “¡Era el alcalde del pueblo!” Denunció, fue a juicio, y el alcalde fue condenado a pagarle 180 euros. “No denuncié por dinero, sino porque así la próxima vez se lo piensa. Lo hacía para defenderme a mí y al siguiente que fuese a pitar allí”.
A raíz de ese incidente empezó a tener problemas con las designaciones. “A la semana siguiente me pusieron un partido un jueves por la tarde, cuando yo tenía que trabajar. Me quejé y me dijeron que era mi problema. Pasó otra semana y me llamaron un viernes, el día antes de un partido, para decirme que se cancelaba porque un equipo se había retirado. Les dije que menuda casualidad, y se les escapó que no sabían cómo quitarme del medio. Tuve que callarme, porque no le voy a decir que me cago en sus muertos”. Después de meses con problemas para conciliar su vida con los partidos que le ponían, dejó el arbitraje. “Tengo 30 años, no voy a estar amargado. Ahora ayudo a compañeros, pero no se atreven a denunciar. Me dicen que no quieren acabar como yo, y lo entiendo”.
El miedo y la ansiedad se apoderan de centenares de jóvenes que quieren hacer una carrera en el arbitraje. “Es normal tener miedo”, explica Andrés, árbitro andaluz. “Sabes que te van a hacer una encerrona, o que te van a despedir del campo a escupitajos, o que te van a tener que escoltar hasta el vestuario. En los campos de pueblos pequeños, donde la distracción es ir a descargar tensiones, pasa muchísimo”, lamenta. “Una vez estaba en la banda y tenía detrás de mí a un hombre con un ladrillo, amenazando con que si volvía a levantar el banderín me lo tiraba a la cabeza”. En todos los partidos sucede algo. “El día a día del árbitro son las amenazas de muerte. Todas las semanas te encuentras con cosas denunciables, pero no puedes parar un partido cuatro veces. Y si lo intentas tienes más problemas”.
El fútbol, el deporte más violento
Pablo se quedó atónito cuando vio que los jugadores de rugby le llamaban de usted en un partido. “Me quedé un momentito callado, no me lo creía”. Como Andrés, quien tiene amigos arbitrando en balonmano y baloncesto y no han vivido estas situaciones. “No conozco ningún caso de violencia en esos deportes en la provincia. Solo pasa en el fútbol y el fútbol sala. Y es que la gente además lo ve como algo común. A veces la situación se ha puesto tan violenta… Mis familiares ya no van al fútbol por no pasar un mal rato”.
Cuenta Nick Hornby en ‘Fiebre en las gradas’ que el fútbol tiene fama de ser “el deporte del pueblo llano”, y que precisamente las personas que no pertenecen a ese pueblo llano son las que describen los campos de fútbol como si fueran un agujero infecto “en el que habita la escoria de la sociedad, un conjunto de ciudadanos viciosos y embrutecidos, que ni siquiera merecen ese nombre”. La realidad es que las estadísticas se posicionan en contra del argumento del escritor británico, que considera que es una simple visión externa. El último informe sobre violencia realizado por el Consejo Superior de Deportes (CSD) refleja que en el 98% de las ocasiones donde hubo incidentes, el deporte protagonista era el fútbol, destacando que el perfil del agresor es de un hombre (98%) de entre 18 y 35 años (74%).
En cuanto al fútbol no profesional, de los datos de la temporada 2014/2015 se concluye que están muy lejos de la realidad. Según las cifras oficiales, 203 encuentros tuvieron incidentes. “En el estudio se habla de tan solo 33 agresiones físicas a árbitros, 25 incidentes de insultos y 13 de amenazas. Es brutal que los datos de una comisión gubernamental tengan esta nula credibilidad. No son más que un porcentaje mínimo de la realidad”, expresa el Sindicato de Árbitros. “Nuestros datos son más numerosos teniendo informaciones de terceros”. En ese periodo este sindicato publicó 135 casos de violencia contra árbitros, datos que han incrementado un 110% esta temporada.
Especialmente preocupante es la violencia en el fútbol base, donde los niños toman ejemplo de sus padres. “Exigen a sus hijos ser Cristiano Ronaldo o Messi y que les saque de pobres”, dice Pablo, quien ha vivido puñetazos entre padres por llamar “malo” a uno de los niños. El padre siempre quiere que su hijo gane, cueste lo que cueste, y la mayoría de las veces muestra pleno desconocimiento del reglamento. “Protestan cosas que no tienen lógica y no respetan a los propios niños”, añade Andrés. “Esos son los partidos más peligrosos, porque la gente paga la frustración en su día a día con irse al campo y desahogarse contra una persona. Ya hay árbitros que no aguantan más eso, muchos jóvenes que empiezan y no pueden con la presión”.
Ángel, árbitro sevillano, también lamenta el comportamiento de los propios niños. “Hay equipos de benjamines, de seis o siete años, que al empezar el partido, en la arenga, ya sueltan palabrotas, frases propias de gente adulta de Primera División, como “vamos cojones” o “a comérnoslos”, un lenguaje bélico increíble para la edad que tienen”.
Desprotegidos ante la violencia
Enrique lleva tres años pitando categorías inferiores en Valencia. Nunca ha sufrido agresiones físicas, pero vive con “normalidad” que le llamen inútil desde la grada o que le recuerden que no va a llegar al vestuario. “Entiendo que a alguien le pueda afectar. Yo no voy con miedo, te la van a liar igual. Puedes estar 89 minutos haciendo un buen partido, que en una acción no vas a gustar a alguien”. Apenas tiene 18 años y ya vive las amenazas y la presión de manejar a niños. “He visto a un nano pedir un cambio e irse llorando porque su padre le está gritando desde la grada”.
“Me paso toda la semana pensando en qué me van a decir o qué me va a pasar en tal campo”, explica Eduardo, árbitro vasco. “Hay barra libre, a veces me tengo que tomar una tila o cualquier otra cosa para relajarme”. En una corta trayectoria de arbitraje ya ha llamado a la policía en varias ocasiones. “Pero nunca puedes suspender los partidos. Tiene que ser una situación gravísima, porque nos inculcan que tenemos que aguantar. Siempre nos dicen que traguemos para evitar problemas. La situación está institucionalizada, se ha normalizado, y solo puedes actuar cuando es crítica. Tampoco tienes a quién recurrir. Si hablas te cortan la lengua. Esto es una dictadura. Nos dicen que siempre debemos agotar todos los recursos antes de suspender un partido, porque hay represalias indirectamente. Es una vergüenza, me paso toda la semana pensando en un partido por el que cobro 50 euros. No es plato de buen gusto que te humillen y que no encuentres amparo”.
Perjudicados por sus propios comités
Mario, madrileño, narra el calvario que vivió por suspender un encuentro. En un partido de infantiles—niños de doce o trece años—un padre se pasó el encuentro amenazando e insultando. Tuvo que llamarle la atención varias veces, decirle al delegado que lo expulsara, pero no había manera de parar su ira. “Hice que viniera la policía, pero como no apareció tuve que suspender el encuentro. No lo veía apropiado para los niños, no tenían por qué vivir eso”. Mandó el acta, y a la semana le llamaron para decirle que estaba sancionado un mes sin arbitrar porque no había ningún motivo para suspender el encuentro. “Me hicieron saber que tenía que ser algo absolutamente grave, y que cuando te metes en un campo sabes lo que hay. Además, había que reanudar el partido donde lo dejamos y me hicieron correr con los gastos: desplazamiento de los equipos, alquiler del campo, etc. Menos mal que el partido iba 1-5 y los presidentes se pusieron de mi lado y decidieron no presentarse para que no tuviera que pagar”.
Otro sevillano, Ángel, dice que no le quedan muchos partidos, pero que aun así prefiere mantener su anonimato para no perjudicar su trabajo. “Esto funciona como los cortijos, que se benefician cincuenta, se retroalimentan, se votan, y no cambia jamás. La única solución es democratizar las instituciones. Hay que limpiar las instituciones o el fútbol se va a contaminar. Más de lo que ya está”. Asegura que en las mismas clases que reciben antes de la temporada les han llegado a decir que algunos árbitros merecen que les peguen. “Son señores que llevan ahí treinta años y que lo único que quieren es ganar dinero. Hay un ánimo de recaudar que lleva al árbitro a ser señalado si denuncia, a no tener opciones de subir de categoría”.
Eduardo lamenta que las injusticias hacia los árbitros se producen en los despachos. Cuenta el ejemplo de un comité que celebraba elecciones y donde se presentaron 12 árbitros “elegidos a dedo”. Indignados, otros 12 árbitros hicieron una candidatura paralela. “En cuanto se enteraron de que se estaba formando ese plan en su contra, pusieron a los 12 árbitros a dirigir partidos de fútbol escolar las siguientes dos jornadas. Son árbitros profesionales, de Tercera, División de Honor, Preferente… Pero les empezaron a poner partidos escolares y muy lejos, así que teniendo que pagar desplazamiento salían perdiendo dinero”, explica. “Los que mandan son gente vitalicio que no aceptan que opines distinto. Si te enfrentas te juegas una sanción, así que hay que mirar para abajo y tragar orgullo”.
Machismo
Ana lleva siete años arbitrando en el fútbol base sevillano. Ya está acostumbrada a que le digan que no vale para el fútbol, que se vaya a fregar o que se meta el silbato por el culo. “Si voy a un campo donde ya más o menos me conocen no pasa nada, pero campo nuevo al que voy, campo en el que me dicen de todo”. Sabe que vive en un mundo de hombres y que tanto el público como los familiares de los niños utilizarán el sexismo para atacar. “Cuando entras te lo dicen, que sabes a lo que vas, y que la gente va al campo a desfogarse. Pero cuando eres mujer te insultan por ser mujer, y cuando eres hombre por ser hombre. Van a lo fácil”. Son cinco mujeres en un total de 100 árbitros. Se protegen y animan entre ellas, pero no encuentran ningún tipo de ayuda en el comité. “No puedes denunciar, porque te dicen que no es bueno, sales tú perjudicada. Pasan un poco, las sanciones son de risa, te dicen que no hables…”.
Suelen decir los futbolistas que lo que sucede en el campo se queda en el campo. En base a esa máxima deportiva se justifican actos que fuera del fútbol serían condenables. La grada se ha convertido en el lugar de peregrinación de los frustrados, de quien necesita desahogarse. Un reflejo de un deporte que en ocasiones no se respeta a sí mismo. “Un deporte que ofrece tal repertorio de conductas que no hay modo de codificarlas”, dice Villoro en ‘Dios es redondo’, “sobre todo porque muchas de ellas son hipócritas, arena donde los egocéntricos declaran como hombres humillados y virtuosos que hacen cualquier cosa por engañar al árbitro. Ningún otro deporte admite tan alta cuota de histrionismo”.