A veces, lo liviano puede suponer una vía de escape inmejorable para quienes cargan con demasiado peso en sus vidas; hombres, mujeres y niños que arrastran guerras, miseria y hambre. Aunque sea durante 90 minutos, cambiar el dolor y el amargo sabor del campo de refugiados en el que viven por darle patadas a un balón, puede ser lo más parecido a la felicidad.
En Nea Kavala poco importa la edad. Tanto viejos como jóvenes sólo necesitan un campo de fútbol para echar a volar su imaginación. Infantiles, como niños, sueñan por un momento con ponerse en la piel de su ídolo y golear como él lo hace. Y regatear. Y hacer paradas. Porque todos se permiten el lujo de rebajar sus sueños al subconjunto de lo posible, a un lugar en el que no haga falta ser Messi para marcar un gol por la escuadra tras driblar a siete rivales.
Estos soñadores eventuales también están de paso en Grecia. O eso esperan. Pisan suelo europeo, pero viven enclaustrados en campos de refugiados, sin poder avanzar hacia sueños más profundos. Por eso, la agencia helena de inmigración ha organizado un torneo para ellos, una suerte de microcosmos en el que puedan evadirse. Y volver a darle patadas a un balón. Como en Siria e Irak, de donde provienen y donde han dejado familia y amigos. El fútbol, allí como aquí, forma parte de ese lenguaje universal que todos hablamos.
El terreno de juego es algo desigual y las líneas que lo delimitan están a medio acabar. No les importa. A los equipos amateur de los alrededores de Nea Kavala que participan en el campeonato, tampoco. Ni siquiera a los espectadores que se amontonan sobre las improvisadas gradas laterales -conformadas por casas a medio construir- o, directamente, sobre el mismo césped. Nadie quiere perderse el espectáculo de baile y tambores que ameniza el partido inaugural, entre el Hersos y el Nea Kavala, dos equipos que representan con orgullo el nombre de sus campos de refugiados.
Olvidados en Europa
Hay 60.000 refugiados en Grecia en su misma situación. En tierra de nadie, olvidados. A menudo, suplicando por una ración de comida o de agua ante el desabastecimiento parcial al que se ve sometido el campo, regentado por el Ejército griego. Sólo los niños empiezan a tener ciertas garantías: la semana pasada, el gobierno heleno aprobó la escolarización de 1.500 jóvenes en 19 centros educativos. El ambicioso proyecto espera conseguir lo mismo con un total de 20.000 niños.
La situación de bloqueo retiene a los refugiados en Grecia desde hace meses. Los trámites para conseguir el asilo político se alargan, mientras su situación no parece mejorar: desde las tiendas de campaña que se levantaron sobre la marcha para formar improvisados campamentos cuando se inició la crisis migratoria, se han trasladado a fábricas y edificios vacíos, más espaciosos, pero también más precarios.
El abarrotamiento de los últimos meses no ayuda a la delicada situación del suministro de servicios básicos. Ubicados en lugares inhóspitos y aislados, los campamentos de refugiados son de difícil acceso para organizaciones no gubernamentales. No es una decisión tomada a la ligera: el gobierno griego pretende que el control estricto de la entrada en los campos impida que aflore de nuevo el tráfico de personas. Sin embargo, la inestabilidad en el país hace que el negocio siga siendo rentable.
Tras el acuerdo entre la UE y Turquía para que el país ejerciera como puerta de entrada al continente, casi 10.000 de los refugiados en Grecia fueron asignados al Régimen de Ankara. Sin embargo, las tensiones en el país, que derivaron en la intentona golpista del pasado 15 de julio, han ido posponiendo la decisión sobre el destino de los refugiados durante semanas y meses. Y, aún hoy, la mayoría sigue sin saber qué le deparará el futuro. Por eso, optan por soñar.