En el primer tiempo, el Madrid jugó el mismo partido de siempre ante un rival que jugó exactamente como juegan siempre todos los rivales del Madrid. En una temporada que hasta la fecha es afanosa en el mejor de los casos, fallida en el peor, el Madrid ha jugado pocas veces mal. No juega mal, juega igual. El rival, que cada día es uno pero es siempre el mismo, tiene automatizadas las respuestas a sus movimientos por obra y gracia de la previsibilidad de los mismos. Hay un madridismo que reclama cambios en el once o eso cree. En realidad reclama la aparición de un factor sorpresa que (quizá por esa vía acierten) se antoja más fácil con retoques en la alineación inicial que sin ellos.
Con todo este primer párrafo hizo Cristiano, al inicio del segundo tiempo, un gurruño de papel que la papelera engulló. Es a lo que reducen los genios las sesudas consideraciones de los que hacemos como si supiéramos algo de fútbol. Yo he dejado aquí ese primer párrafo como muestra -patética pero sincera- de mi propia mortalidad. Algunos estamos en esta existencia para especular torpemente sobre la Historia mientras otros la hacen. Entre estos últimos destaca un señor de Madeira al que algunos odian con todo el poder de su corazón, acumulando así razones para odiarse a sí mismos un poco algún día. Si saben que a su retirada se rendirán ante él, ¿por qué no empiezan a rendirse ya? Sería más noble y decoroso.
Cristiano hizo Campeón del Mundo a su equipo con un lanzamiento de falta que no estaba en el guión. Ninguna jugada a balón parado lo está, ni siquiera para Dios, que incide solo en la fluidez del juego. En los tiros de falta (y solo en ellos) habita el libre albedrío del ser humano. También el de los semidioses, esos que modifican el curso de los ríos, aun de los que (no) transcurren por el desierto.
Los franceses llaman al orgasmo la pequeña muerte, y hay quien dice que en el más prosaico y menos provechoso lance del estornudo morimos de modo infinitesimal. En el golpeo de esa falta, en cambio, en esas pocas centésimas de segundo propiamente dichas, el Madrid fue resucitado. No solo ganó sino que empezó a jugar bien no a base de dejar de jugar mal, sino a base de dejar de jugar igual. Cristiano obró el ensalmo con ese tiro que se abrió paso, que se abrirá paso para siempre, en la barrera del Gremio.
Gracias a esa cita con la gloria de Cristiano, convenientemente consumada, se desató la versatilidad que debería caracterizar el juego del Madrid siempre, y así volvió a marcar en contragolpe espléndido aunque injustamente (creo) se anulara el segundo gol del portugués. Así, también, llegó el casi-gol de Bale y un placido deslizarse de los minutos en pos de un título pequeño en sí mismo, si se quiere, pero grandioso como parte del mejor año de nuestras vidas.