Tan clara fue la metedura de pata de los jueces del VAR que la voz de Emilio Butragueño clamó suave y atronadora. Su manifestación fue una crítica feroz en boca de un personaje que lleva toda la vida huyendo de la altisonancia, siempre comedido y humilde. El diplomático perfecto, el hombre que nunca se altera ha cambiado su discurso en los últimos tiempos, avaladas sus razones por muchas temporadas de contención en el juicio. Sus palabras ponen de relieve que Florentino se ha hartado de paños calientes y que el Madrid no está dispuesto a que los árbitros se vayan a su casa escuchando sólo la voz de su conciencia.
Hay algo en la esencia del fútbol que lo sumerge en una continua indeterminación. Sus dioses o sus genes, una tradición anclada en la mente de sus dirigentes o vaya a usted a saber por qué, este deporte vive en un constante desasosiego. Ni siquiera la implantación de la tecnología ha permitido suavizarlo. Los fallos continúan, sólo que ahora son más flagrantes todavía, porque los árbitros tienen la ayuda de las repeticiones en la pantalla.
Y así continuarán, máquinas o no de por medio, puesto que la solución es el camino que nunca se toma: un reglamento objetivo que defina las situaciones sin que medie tanta interpretación. Mientras la subjetividad siga tan presente, los agraviados siempre se sentirán con derecho a recurrir, aunque sea al pataleo, y los errores continuarán de tal calibre que hasta a este humilde escribidor, siempre partidario del arbitraje tecnológico, ya mismo, le entran ganas de pedir que se vaya a freír espárragos.
Por lo demás, el Madrid tuvo el partido en sus manos y Messi nos enseñó su cruz, esa cara que aparece con más frecuencia de la que señalan sus promedios y sus galardones privados, como el último Balón de Oro, el más injusto de los últimos tiempos. Concedido al jugador más genial, fue otro año en el que volvió a fracasar con su selección argentina y en la Liga de Campeones, es decir, en las grandes citas. Pero la máquina mercadotécnica del fútbol engulle los errores del argentino como si fuera Dios, o el Papa que es paisano, que nunca se equivoca en ámbitos dogmáticos.
Y así se trata a Messi, como asunto de fe. Se obvia que, nada más y nada menos, es uno de los héroes de este juego apasionante, el que más brilla, pero el que más sombras ofrece. A cambio de muchas jugadas sorprendentes y únicas, es un hecho que no ha marcado un gol en las fases eliminatorias de un Mundial y sólo en uno de los ¡dieciséis partidos! de las últimas ocho eliminatorias en las que el Barça fue apartado de la competición europea. Esta tendencia a la inhibición, a desaparecer por completo en momentos cruciales, pone su divinidad en tela de juicio. Y lo malo no es que no marque. Messi, al acecho de la jugada que decida el encuentro, se mueve menos que la mandíbula superior y condena a su equipo a defender con diez. Ayer vimos las consecuencias, liberado su equipo por un VAR tan nefasto que hasta sacó a Butragueño de sus casillas.