Acostumbra el Sevilla más laureado de la historia a escribir guiones en los que la comedia se funde al alimón con la tragedia. En los que a una ocasión a favor fallada le sigue una oportunidad consumada por el rival. Como si al equipo lo zarandearan a partes iguales el espíritu optimista de Demócrito y el alma pesimista de Heráclito, como si su esencia se fraguara sobre el fervor de una lucha de contrarios, el equipo de Berizzo asegura ilusión a la vez que despierta temores poco habituales en una calurosa noche de agosto. Porque es un equipo que nunca defrauda al espectador, pero que, a veces, no puede evitar decepcionar a sus más fieles.
Las expectativas eran altas, aunque el rival, de un perfil inferior a los de Nervión, ya mostró en la ida las virtudes de todo un subcampeón de la liga turca. El primer enfrentamiento lo pudo ganar cualquiera. Y eso lo sabía Berizzo, como también lo sabían los sevillistas, que alentaron como acostumbran para animar a un equipo que soñaba con sacar su tercer billete consecutivo a Europa. Si hay un himno que podría igualar la magia que desprende la canción del Arrebato es el de la Champions.
Comenzaron con buen pie los andaluces. Correa, tras un pase de Banega, erró un mano a mano frente al portero, que adivinó la trayectoria del disparo. La asociación entre el extremo y el centrocampista ya vaticinó maravillas en el partido de liga. También Ben Yedder la tuvo frente al meta. Pero la pelota, en este caso, se fue fuera. Los jugadores del Sevilla percutían por todos los lados. De forma azarosa e imparable. Era el equipo andaluz un salvaje mar de intenso oleaje que amenazaba con el naufragio a las naves turcas, que solo encontraban respiro en Adebayor, quien, de espaldas, sostenía a todo su equipo.
Pero el Sevilla de las grandes noches también falla. Ahí radica su encanto. Tras un balón al poste de Mercado, Adebayor salió del área, cayó a banda y cedió el balón a Caiçara, un puñal en el costado, que, prácticamente solo, mandó una bola rasa al corazón del área pequeña. Elia, en tromba, no marró. Se hacía el silencio en el Sánchez Pizjuán, que, como sus jugadores, tardó diez minutos en reaccionar.
Sin embargo, si algo caracteriza, por tradición y por currículum, al club andaluz es su gen ganador. Solo había un dilema: arriesgar o asegurar. Y allí, a la sombra de la Giralda, lo tienen claro. Al principio, la segunda parte solo tuvo un dueño, pero varios protagonistas. Navas, Ben Yedder y Nzonzi asumieron los galones que el entrenador les concedió. Las internadas del hijo pródigo fueron un verdadero dolor de cabeza para un Clichy que ya no está para estos trotes. Por ahí llegó el primer gol de los sevillistas: un centro de Navas que dejó solo a Escudero templó los nervios de la afición.
Tampoco en la banda opuesta andan faltos de calidad: Correa es un cuchillo que, en sus regates, deja entrever el talento de un extremo que sigue dudando cuando ha completado lo más complicado. A él lo sustituyó Nolito, que, sobre el tapete, puso en valor todas sus delicias. Su calma, su calidad. En el borde del área, recortó, amagó con el disparo y se la pasó a Ben Yedder, quien continúa dando argumentos para hacerse con el 9 del equipo.
Dominaba el equipo con sus acometidas, hasta que Visca, en el 82, sembraba con su potente disparo las dudas en el feudo andaluz. A falta de un minuto, un balón al palo de Emre desde la frontal enmudeció las gargantas sevillistas, que se quedaron temblando los últimos cuatro minutos de añadido. Por fin pitó el árbitro. Y toda Sevilla respiró. Berizzo tiene trabajo, a nivel táctico y, sobre todo, a nivel mental. Porque la plantilla, que jugó muy bien durante gran parte del encuentro, se vino abajo en el momento decisivo. Lo importante, no obstante, es que el conjunto hispalense estará en uno de los bombos cuando el próximo jueves se sortee la fase de grupos de la Liga de Campeones: al final, sonrió Demócrito.