En el metro, en un andén, el viernes por la mañana, alguien manda un WhatsApp: “¿Quedamos para ver el derbi?”. “Claro, he hablado con unos amigos. Único requisito, trae cervezas a casa”, le responden.



En Acacias, en el rellano de un piso cualquiera, una madre regaña a la abuela: “¿Por qué le has dejado ponerse la camiseta del Atleti al niño?”. Y el chico, con voz trémula, exculpando a su cómplice, contesta mientras guiña un ojo: “No te preocupes mamá, no me la quito hasta después del partido”.



Un niño, una madre, una abuela y unos amigos. Este sábado, todos ellos verán el partido entre Atlético y Real Madrid desde casa. Escucharán, a través del televisor, el último aliento del Calderón en el choque castizo de la capital. Otros, en cambio, lo harán desde la butaca de siempre, sacando el bocata de la mochila de los recuerdos y cantando un réquiem que jamás se olvidará por no estar muerto. El derbi dirá adiós al coloso rojiblanco. Y el estadio, como si fuera un ser vivo, pedirá un gol capitular, un cantar eterno para guardar en la memoria, una despedida de héroe con honores made in Hollywood, el capítulo final de una novela de pasión…



Será el último trotar de muchos al templo rojiblanco para ver un derbi. El último recuerdo del socio que nunca olvida resultados ni choques, el último verso al Calderón del nostálgico que marcha por el Paseo de los Melancólicos, el último suspiro del vecino que linda en sociedad con el Manzanares, el último trago en el bar de la esquina, el último debate… En definitiva, el final de una película que comenzó hace 110 años en otro escenario y 50 al lado del río, en el barrio Imperial del distrito de Arganzuela.



De aquel primer derbi, del acto inicial, reverberan todavía los nombres, pero no queda nadie. La idea de inaugurar esta rivalidad -tan sana y tan de barra de bar-, se le ocurrió a Carlos Padrós, que, tal y como cuenta la hemeroteca, el 2 de diciembre de 1906, en un campo de juego frente a la Plaza de Toros, reunió al Real Madrid y al filial del Athletic Club para disputar un partido. Con una temperatura “más propia de la Siberia que de la villa del oso y del madroño” -el Heraldo de Madrid dixit-, el enfrentamiento finalizó con 2-1 a favor de los blancos. Allí, el pistoletazo de salida.



Muchos años después llegó el Metropolitano, el olor a puro, la tierra mojada y el sentimiento rojiblanco -ese que, ya saben, no se puede explicar-. Pero también apareció el Calderón al lado del río de Madrid. Era un 16 de abril de 1967, no toda la grada ofrecía butacas, y el Manzanares, frío como un témpano, buscó el abrigo de la afición rojiblanca. Y allí se refugió, con Otto Gloria y Miguel Muñoz en los banquillos; Pirri, Collar, Adelardo, Grosso, Amancio y muchos otros sobre el césped. Nombres recitados de un primer acto duro, de esos que duelen, con un empate (2-2), lluvia de almohadillas y bronca arbitral por un penalti no pitado de Medina Iglesias.



Aquel fue el principio del universo vikingo y la oposición de los indios. Un pistoletazo que dio origen a un sufrimiento colectivo, a una pasión sin medida, a aquellos motivos para creer y estas ‘Maneras de vivir’ que Rosendo canta al final de cada acto en el Calderón. Del himno de Sabina, de la lírica, la rima, su verso y de muchas otras cosas. De la manija del Cholo -en el campo y en la banda-, de la ‘flecha’ de Kiko, de las travesuras del ‘Niño’ y los goles del capitán Godín o del ‘Príncipe’ Griezmann. De la historia de tiempos pretéritos y del ahora, el tiempo que acaba capitulando sin morir del todo. Con la Liga en juego y ese último abrazo, beso o lloro. Da igual. Graben el 19 de noviembre de 2016 porque nunca lo podrán olvidar. Disfruten del adiós de un epílogo para la historia.

Un aficionado, tras un partido en el Calderón. Getty Images

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