El primer beso, la primera mirada; el primer amor, la primera cita; el primer cambio de hogar, la primera mudanza; el primer trabajo, la primera rutina… La vida, esa concatenación de pasos iniciales, ofrece constantemente oportunidades para estrenarse, pero también para volver a empezar. A menudo, sin conocer el camino, sin saber qué hacer o cómo actuar en esos días inaugurales. Siempre, en cualquier caso, los bautizos llegan. Amanecen entre dudas y concluyen entre certezas. Lo sabe bien el Atlético, que despidió su pasado, el Vicente Calderón, metido en verano, y dio la bienvenida a algo nuevo en otoño, en el Wanda Metropolitano. Dio la bienvenida al césped, a la grada y al escudo, pero mantuvo himno, afición y sentimiento. Desde primera hora, y hasta la última.
Los mayores lo aceptaron. Fueron felices en el Calderón y lloraron en su despedida, pero, en esa recuperación semanal de la infancia que es el fútbol, rescataron la ilusión y renovaron el abono. Al lado, sus hijos, de la mano o con una litrona esperando en la explanada del nuevo estadio. Acudieron juntos, como mandan los cánones familiares. A eso de las 11:00 horas, los primeros dieron la bienvenida a la nueva época. Entraron en la tienda, más espaciosa –aunque con colas inevitables en su inauguración– y llevaron a los niños a las colchonetas. Mientras, cerveza para los más mayores, conciertos para todos y fotos, muchas fotos. Selfies por aquí y por allá, con unos, con otros, o con el que se acercara.
El día ofreció sol y actividades. Reencuentros entre abonados y muchas sonrisas. El gesto serio quedó enterrado el viernes, en los quehaceres del día a día y en la rutina del trabajo. El sábado, el del estreno del Wanda, era para disfrutar. Y así fue. El club abrió las puertas dos horas antes y el goteo de gente fue llenando las gradas poco a poco. Sin agobios, sin caos, sin prisas. El Atlético recomendó acudir en metro y la afición cumplió: entró a su nueva casa en transporte público y buscó su butaca con tiempo para acomodarse. Cumplió, como era su deber y, sobre todo, obedeció.
No todos, sin embargo, siguieron el plan establecido. Algunos, los menos, quisieron mostrar su desacuerdo con la inclusión de Hugo Sánchez como leyenda rojiblanca. Su placa, en el paseo de la fama, sufrió del vandalismo de unos pocos. Pero ahí se quedó. No hubo más grietas en una fiesta que se deducía perfecta y se celebró como tal.
Había, aún así, ciertas dudas. ¿Qué himno sonaría? ¿Cómo sería la jornada inicial? Y la respuesta llegó a eso de las 20:30 horas, después del calentamiento. El Atlético honró a su memoria recordando sus hogares previos: desde el estadio del Retiro, pasando por el de O’Donell, estableciendo una parada en el primer Metropolitano y parando en el Vicente Calderón. Y, por último, apareció el cartel del Wanda.
Encogió la nostalgia el tiempo pasado y dio la bienvenida al futuro la patrulla de paracaidistas. Ellos llevaron el balón al césped y se lo trasladaron al árbitro. Después, sonó el himno, el de siempre; cantó el respetable, el de toda la vida; apareció el equipo, el de todos; y el balón echó a rodar, como era de esperar. Eso sí, el ambiente palideció en los primeros minutos. El sentimiento sucumbió ante la ilusión, pero sólo durante la primera parte. En la segunda, con el gol de Griezmann, la grada recuperó el color y el ritmo.
Y finalizó. Sí, dijo adiós la afición al primer gran día. Ese en el que pasó por primera vez a su casa. Y dudó, sí. Y también tuvo miedo de romper algo que no sentía todavía suyo. Y después movió cajones, se sentó en el sofá, encendió la televisión y se acomodó. Celebró el gol, se sintió a gusto y disfrutó. Vio por último celebrar la victoria y explotar entre fuegos artificiales. No dijo adiós. Quedó con ganas de más. Y, con las luces apagadas, el público acabó entonando un hasta pronto. Quizás, quién sabe, si hasta un amor eterno a la que, hoy por hoy, es la casa de sus sueños.
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