El 2 de octubre de 2009, la periodista brasileña Juliana Barbassa decidió regresar a su tierra natal. Aquel día, sin saberlo, también se hizo escritora. Mientras tecleaba en su trabajo, en la oficina de Associated Press de San Francisco, la cadencia de unos tambores la atrajo hacia la televisión de la redacción.
Desde Copenhague se retransmitía la designación de la sede de los Juegos Olímpicos de 2016. Jacques Rogge pronunció las palabras mágicas (“Río de Janeiro”) y la realización dio paso a la playa de Copacabana, donde una multitud de cuerpos desataban su euforia entre banderas brasileñas, cerveza y mucha música. Aquellos tambores imantaron a Barbassa, que unos meses después aterrizaba en la ciudad que había abandonado cuando Río era sinónimo de decadencia.
“Al volver, parecía que estaban a punto de llegar un montón de cosas y que Río estaría en el candelero mundial. Seis años después hemos visto que esa confluencia de factores positivos se puso del revés. Volvieron a los titulares los problemas de siempre”, dice por teléfono desde Zúrich, adonde se mudó hace unos meses. Antes publicó Dancing with the devil in the city of God, un libro que retrata las contradicciones de una ciudad que parece haber dejado pasar su oportunidad. Su autora resume estos cinco años en la ciudad: el período en el que Río vio pasar por delante su edad dorada.
El 27 de abril comienza la cuenta atrás para los Juegos. Quedarán sólo 100 días para el encendido del pebetero en Maracaná el 5 de agosto y la ciudad, como el país, se muestra atosigada por un sinfín de problemas que emergen en el peor momento: por un lado, el estallido de una crisis política sin precedentes, que deja la incógnita de quién será el presidente del país durante los Juegos, si Dilma Rousseff o el hasta ahora vicepresidente, Michel Temer. Por otro, una crisis económica impensable hace cinco años y que ahora no ve el final.
Esta semana, el secretario de la Casa Civil -una especie de jefe de gabinete- del estado de Río de Janeiro, Leonardo Espíndola, reconoció que el panorama está muy cerca del "colapso social". Según Espíndola, "la situación es de tragedia, no hemos podido ni pagar el sueldo de marzo a más de 130.000 jubilados". Ni una tesitura así puede detener los Juegos, cuya organización no corre peligro, pero su celebración, lejos de ser la rúbrica del prometido salto hacia adelante de la ciudad, se contempla como el final de un trampolín hacia el abismo. Un triste recordatorio se dio este jueves con el derrumbe por una ola de una pasarela de la nueva ciclovía de Río de Janeiro, que ha causado la muerte de dos personas.
De espejo a espejismo
A 100 días de los Juegos, en Río apenas se habla del “sueño olímpico” que hace siete años se vislumbraba como el colofón a los años de bonanza. El Mundial de fútbol de 2014 pasó y apenas dejó un legado reconocible más allá de la reforma del estadio de Maracaná, cara y polémica. Los Juegos, en cambio, obligan a desarrollar grandes inversiones para cumplir la llamada matriz de responsabilidades olímpicas: el compromiso por escrito con el Comité Olímpico Internacional (COI).
Según las previsiones, los Juegos ayudarán a solucionar o mitigar los grandes problemas de la ciudad a través de grandes obras: vías de conexión entre barrios muy distantes, la ampliación del transporte público, la revitalización del centro y el puerto, la descontaminación de la bahía de Guanabara y la urbanización en algunas favelas. A poco más de 100 días de la cita, la mayoría de obras olímpicas se han terminado. Las de mejora de la ciudad continúan y algunas ya se sabe que no terminarán del todo.
Para Barbassa, el evento olímpico no es tanto un motor de renovación como un acelerador de cosas que no son necesariamente positivas: “Los Juegos han creado un estado de excepción por la urgencia de las fechas. Las obras deben estar terminadas antes de tal mes de tal año y eso se ha convertido en una excusa para saltarse algunos reglamentos. Hubo un campo de golf que se construyó en una reserva natural sin que hubiera un informe de impacto ambiental”.
Los Juegos abrieron una fuente de financiación para el evento, pero también para el futuro de la ciudad por valor de unos 10.000 millones de euros. Muchos cariocas vieron en esa vía su gran oportunidad. La misma que vislumbró Barbassa cuando se decía que Brasil era espejo para otras naciones emergentes. "Era el sitio para estar en el mundo”, recuerda. "Es doloroso decirlo hoy".
El Comité Organizador ha tenido que recortar 500 millones de euros del presupuesto por la crisis, un 5% del total previsto y un 27% de la parte operativa del evento, que no incluye las obras de infraestructura ni las de la construcción de estadios. Sí influye, en cambio, en el número de empleados y de instalaciones que no se ven por televisión. Es una forma de minimizar costes de productos y servicios destinados a la cita olímpica.
Todo lo que crecía el país hace un lustro ahora se va por el desagüe: la economía de Brasil encogió un 3,8% el pasado año y va por el mismo camino en 2016. La inflación alcanza los dos dígitos, el real se ha depreciado un ciento por ciento frente al dólar desde 2009 y la estabilidad política ha dado paso a un embrollo que mantiene paralizado al país.
Mario Andrada, portavoz del comité organizador de los Juegos, minimiza el asunto poniendo buena cara: "Nos habría encantado hacer los Juegos con más dinero, pero lo importante no es el tamaño del presupuesto, sino que no deje deudas". El alcalde de la ciudad, Eduardo Paes, lo expresó de un modo más gráfico en siete palabras: “Vamos: no somos China ni somos Inglaterra”.
Escombros de otras vidas
En el parque olímpico se ven palas, grúas y, más allá de unas vallas, el yermo. O eso parece. Pero si uno da la vuelta y se mete en ese otro lugar al otro lado de la cerca, verá algo más que tierra quemada.
Delante del reluciente edificio que pronto será inaugurado como hotel para los enviados especiales a los Juegos, había un barrio ahora casi derribado por completo. Sobreviven apenas esqueletos de casas con la vida de otros al descubierto: ventiladores herrumbrosos, portalámparas, paredes desconchadas, sillas fuera de lugar, el suelo de una cocina de azulejo estallado y hasta una serpentina de banderines, preparados como para una fiesta que nadie va a celebrar.
Delante, una ducha al aire libre y al fondo la mole olímpica flamante entre los escombros y lo que no se ve pero se huele: una tubería reventada de agua residual. Es un escenario más parecido al de un bombardeo que al de una ciudad olímpica. Se llama Vila Autódromo y en rigor aún existe, aunque esté escuálida y casi sin vecinos. Ocupó durante décadas las márgenes de la laguna de Jacarepaguá, un precioso entorno natural donde se construyó el circuito homónimo de velocidad en los años en los que Nelson Piquet era un ídolo y se alumbraba la leyenda de Ayrton Senna.
Allí, entre la pista y la laguna, se encajó este barrio de trabajadores. A diferencia de la mayoría de comunidades informales de la ciudad, obtuvo el rango de barrio y sus pobladores no fueron considerados invasores del terreno público. Hoy la mayoría de los vecinos se han trasladado a un complejo cercano. Muchos han cobrado cuantiosas indemnizaciones. Pero hay vecinos que no quieren el dinero y se resisten a irse por lo que consideran una injusticia vital.
Maria da Penha Macena y Luiz Cláudio Silva viven desde el 8 de marzo entre cajas de cartón y con la vida empaquetada dentro de una iglesia precaria. Un día llegaron las palas y derribaron la casa que ellos mismos habían construido 23 años antes. Era la última medida de presión para que aceptaran un piso oficial. Pero ni eso los echó de su barrio.
“Las casas pueden caer, pero no las personas. Tuve que renunciar a mi vivienda, pero no a la comunidad. Aquí nos quedaremos, aunque seamos pocos”, dice apenada Maria da Penha, menuda, enjuta, 50 años.
Allá, a unos cientos de metros de la iglesia, está su marido, Luiz Claudio, haciendo cuentas con el futuro: “Todo el mundo sabe que lo que acaba con la Vila, lo que ha transformado la vida de las familias en un infierno, no son los Juegos, sino lo que viene después: la construcción de viviendas de lujo. O sea, la especulación inmobiliaria”.
Lo dice sereno sobre una explanada de tierra recién apisonada justo donde se levantaba su casa. Queda sólo, como recuerdo baldío, un árbol de aguacate que daba sombra a la casa: “No sé por qué lo dejaron aquí”.
El alcalde ha llegado a replicar públicamente al matrimonio, convertido en estandarte de la lucha del barrio. El alcalde de la ciudad ha defendido las expropiaciones y la demolición de las casas como un peaje del progreso, poniendo enfrente la herencia que dejarán los Juegos: una ciudad más urbanizada y mucho más conectada por las obras de movilidad. Pero en Vila Autódromo no lo ven así.
“El legado sólo va a ser un montón de hormigón y destrucción de la historia de muchas familias. Tenemos una educación y una sanidad fallidas. En eso se podrían invertir los millones de los Juegos, que son un evento de 17 días”, concluye Luiz Cláudio entre pintadas en las paredes que quedan en pie.
La guerra sin fin
Hasta hace menos de un año, Lucas trabajaba en la UPA (unidad de atención primaria) del Complexo do Alemão, el mayor conglomerado de favelas de la ciudad y bastión del narcotráfico derrotado por el Estado en noviembre de 2010, cuando 2.000 soldados y policías de élite lo tomaron al asalto en la operación más sonada del proyecto de pacificación de las favelas, iniciado en 2008.
“Esa es la teoría”, interrumpe Lucas, que ha escogido este nombre ficticio para contarme lo que ocurre en ese lugar. “El Alemão nunca estuvo pacificado. Eso sólo fue una fachada y no sirve de nada. Sólo funcionaría sin corrupción. ¿Pero qué van a hacer los policías cuando se les acerca un jefe de una boca de fumo (punto de venta de droga) y les ofrece unos miles de reales? Con el sueldo que tienen es normal”, afirma siguiendo la teoría más extendida sobre los policías corruptos pese al empeño gubernamental.
El secretario de Seguridad del estado de Río, José Mariano Beltrame, pretendía con la pacificación que el Estado se adueñara de plazas tomadas por grupos criminales que ostentaban un poder paralelo en las más de mil favelas de la ciudad.
De un lado, estaban las facciones de narcotraficantes. Del otro, las llamadas milicias, grupos de policías o expolicías y militares que extorsionan a los vecinos ofreciéndoles protección a cambio de la venta de servicios básicos.
Desde 2008 hasta ahora, más de 100 comunidades, agrupadas en más de 40 Unidades de Policía Pacificadora (UPP) han cambiado su estatus, al menos sobre el papel. Ahora en esas favelas, la mayoría del centro y la acomodada zona sur de la ciudad o bien cerca de las sedes de los grandes eventos deportivos, patrullan policías que tienen instalado un cuartelillo dentro del barrio.
En los primeros cinco años, el modelo no dejó de crecer y su éxito parecía imparable. Después, el desgaste empezó a aparecer al mismo tiempo que la crisis económica. Llegaron los recortes y también los problemas.
“Las UPP están en crisis desde 2013. La escasez de recursos no es buena noticia nunca, pero tampoco es determinante: el año pasado fue muy malo desde el punto de vista financiero, pero bueno en los números de ese área”, dice el sociólogo español Ignacio Cano, profesor de la Universidad Estadual de Río de Janeiro y uno de los mayores expertos en violencia en Brasil.
Cano cree que las UPP eran una gran oportunidad para cambiar el paradigma y dejar atrás la guerra contra el crimen. “El problema es que no hemos avanzado”, dice. “La gente sigue viendo agentes de ocupación y no de protección. En el Alemão habría sido mejor no entrar”, dice Cano sobre el lugar.
Allí Lucas dice haber visto episodios horrendos: “Incluso en el centro médico los traficantes eran los jefes. Entraban y salían cuando querían si había tiros”. Ahora trabaja en el hospital Getúlio Vargas, otro símbolo de la violencia de Río por ser el lugar donde ingresan más heridos de bala de la ciudad. En Navidades, el hospital cerró durante unos días, como otros centros estatales, por las deudas y los impagos. Ahora está abierto de nuevo trabajando como siempre al ritmo que marcan las balas en la violenta zona norte de Río.
En 2015 se registraron 1202 asesinatos frente a los 4081 de 1994, el año más violento de la ciudad. Pero la tasa de homicidios aún roza 18,6 por cada cien mil habitantes y 2016 ha empezado con un aumento en las cifras. Con los Juegos Olímpicos al caer, ¿corren peligro los visitantes? “Las autoridades ocuparán las zonas clave”, dice Cano. “Habrá patrullas intensivas y no habrá incidentes. No le interesa a nadie [que haya problemas]. Los Juegos son una fuente de riqueza para todos. También para el crimen porque vende más droga. Todos ganan con un evento así”.
¿Una nueva Barcelona?
Las autoridades de Río apelan al tirón olímpico para modernizarse, a imagen y semejanza de ciudades como Barcelona. El ayuntamiento pone el ejemplo de la ciudad catalana y asegura que quiere emularlo reformando uno de los barrios históricos y degradados: el Puerto.
Primero le buscaron un apellido: Porto Maravilha. A partir de ahí proliferaron las acciones socioculturales a la par que los emprendimientos inmobiliarios: un hotel de cinco estrellas, un centro cultural, un conjunto de viviendas de lujo, un acuario.
El último en llegar fue Santiago Calatrava, que firma el Museo do Amanhã en la histórica Praça Mauá. Muchos ven en este empeño un triunfo de la modernidad. Otros ven la desnaturalización de un lugar histórico y una excusa para expulsar a los vecinos más pobres.
Los acentos culturales y sus críticas han sido constantes en Río en los últimos años y van más allá de colores o sabores, exposiciones o conciertos. Se trata de la esencia de la ciudad, que continúa potenciando lo que todos conocen antes de viajar a Brasil: las playas de Copacabana e Ipanema, el Cristo, el Pan de Azúcar, todo incrustado en la zona sur, que apenas ocupa una esquina del inmenso mapa de una ciudad inabarcable, con una extensión que dobla la de Madrid.
Marcus Faustini hace teatro y cine. Es un artista con un proyecto social, un agitador cultural nacido y crecido en Santa Cruz, un barrio a 60 kilómetros del centro de la ciudad. Desde su ONG Agencia Redes para la juventud, desarrolla proyectos para dinamizar las periferias y es un crítico de la concepción del Río turístico.
Si bien reconoce los cambios de los últimos años, Faustino cree que los grandes eventos han estimulado la cultura creativa en eventos de diseño o ferias alternativas. “El problema es que eso no se ha asociado a la disminución de la desigualdad”, dice. “Hay más soluciones para hacer una ciudad innovadora que para eso. Ése es el desafío de Río: llevar el campo creativo a combatir la desigualdad”.
Faustini recuerda que la crisis en Río es “un termómetro del país, porque aquí la promesa de futuro fue muy grande” y elogia el trabajo del alcalde, pero apela a cambiar los clichés que inundan el mundo: “Río no es sólo una playa ni una ciudad creativa. Es una ciudad popular, llena de trabajadores. Si logramos cambiar su lógica territorial, disminuirá su desigualdad”.
Las autoridades de Río se miran en el espejo de Barcelona 92. Al escucharlas, Faustini piensa, se mesa la barba, niega con la cabeza y dice: “La mayor potencia de Río es Río”.