Maracanã nació envuelto en drama, desde el mismo Mundial de 1950. En este ciclo insuperable que ahora se cierra –desde aquel torneo hasta los Juegos Olímpicos– paralelamente a los días más grandes también se han ido escribiendo las páginas más tristes.
El primer partido disputado sobre su césped, aunque resulte extraño, no contaba con ninguna estrella de renombre. Se trató de un enfrentamiento entre los ingenieros de la obra y los trabajadores que acababan que rematar el estadio de los estadios. Más calidad tuvo el choque del estreno, el 16 de junio de 1950, que enfrentó a las selecciones con los mejores jugadores de Río de Janeiro y de São Paulo. El primer gol se lo pidió Didí, al que años más tarde ficharía Santiago Bernabéu para el Real Madrid.
Ni en la primera pachanga ni en el partido de inauguración hubo, obviamente, problemas a la hora de conseguir entradas. Esos problemas comenzaron en el Mundial que echó a andar semanas después. El campeonato, que pasó a la historia por la derrota de la selección brasileña ante la uruguaya en el partido definitivo, dejó un momento trágico en la fase final, con España como testigo.
Se enfrentaban, en la segunda y penúltima jornada del grupo decisivo, Brasil y la selección española –en este Mundial de 1950 no hubo final como tal, España había accedido a esta última ronda tras el mítico gol de Zarra a Inglaterra precisamente en Maracanã–.
Goleó Brasil 6-1, pero fue en las horas previas cuando lamentablemente sucedió algo que anticipaba algunas características del futuro de la industria del fútbol. Unos enormes altercados en la cola de venta de las entradas acabaron con una persona muerta y 206 heridos. El diario O Globo publicaba, a este respecto, el artículo “Los aficionados en un pandemonio”, que explicaba así el horror:
“Lo sucedido anoche es consecuencia de la explotación, las vejaciones y la angustia a las que se expuso al pueblo durante 48 horas en los cuatro puntos de venta de entradas. La decepción después de una larga espera para al final no conseguir nada, la malicia de los reventas haciendo negocios sin pudor y, lo peor de todo, la venta a la misma persona de centenares y a veces millares de entradas, contribuyó para crear la indignación general”.
A partir del partido clave ante Uruguay, y de los goles que encajó, todos los traumas recayeron en Moacir Barbosa, el portero brasileño. Era uno de los mejores de su generación, sin embargo, aquella aciaga actuación le marcó para toda la vida.
Siempre decía, hundido, que había cumplido una pena mayor que la que tiene cualquier delincuente en Brasil. Solía decir también que él estaba muerto desde el gol del uruguayo Ghiggia, por lo cual tendría dos muertes, como las que tuvo el Quincas Berro d´Água de Jorge Amado, pero con menos glamour.
Barbosa, en el colmo de la mala suerte, consiguió un puesto de trabajo en la sección de mantenimiento del estadio, por lo cual nunca pudo escapar jamás de sus sombras. El día que cambiaron las porterías de madera por unas modernas, le ofrecieron llevarse los palos a casa. Pidió los de la portería en la que encajó el gol que más ha dolido a un país en todos los tiempos. El gol del silencio de los 200.000 espectadores. Le llamaban gafe, y quería quemar los postes a modo de ritual. Acabó haciendo una barbacoa con los amigos, con los fantasmas ardiendo bajo la carne.
Maracanã no salió ilesa tampoco del régimen militar que azotó Brasil de 1964 a 1985. Una de las primeras decisiones de sus dirigentes, después del golpe de Estado, fue acercarse más a los ciudadanos, dejarse ver. El plan ideado por uno de ellos, el General Médici –hincha de Grêmio– fue decir que le encantaba el Flamengo –la torcida más grande de Brasil– y ser asiduo al estadio.
En 1968, el régimen quiso dar un plus en este intento de transmitir una imagen de normalidad, también hacia el exterior, festejando la visita de la Reina Isabel II de Inglaterra. La monarca quería conocer el Cristo Redentor, el Pan de Azúcar y a Pelé. Y nada mejor que organizar un partido en Maracanã, recurrir como era habitual a las selecciones de Río y São Paulo y dedicarle una gran ovación, mientras saludaba a Pelé en el palco de autoridades.
Durante los días previos, la prensa brasileña se dedicó a pedir a los asistentes el mejor recibimiento posible a la Reina, y un clima festivo. Una de las firmas que solicitaba este buenrollismo en medio de la dictadura fue uno de los grandes dramaturgos brasileños, Nelson Rodrigues, considerado también como el mejor cronista deportivo de su época.
Un año despues, cuando los grupos revolucionarios que se enfrentaban en la clandestinidad a esta dictadura comenzaron a reunir fuerzas, Maracanã volvió a ser protagonista. El embajador de Estados Unidos fue secuestrado y estuvo más de setenta horas en manos de la Dissidência Comunista de Guanabara y de la Ação Libertadora Nacional (ALN).
Formaba parte de una negociación para liberar presos políticos. Cuando ambos grupos consiguieron la excarcelación de quince de sus compañeros, procedieron a liberar al embajador. El lugar elegido para hacerlo fue Maracanã, a las puertas del estadio, cuando el árbitro señaló el final de un Fluminense-Cruzeiro de septiembre de 1969. Allí, entre la multitud, y con los ojos vendados, apareció el diplomático estadounidense.
Con el drama y la tensión siempre rondando, el estadio se iba quedando viejo. A principios de los noventa, el aspecto de buena parte de la infraestructura pedía a gritos una ayuda urgente. Pero tuvo que suceder una tragedia para que se tomaran medidas. Se disputaba el partido de vuelta de la final del Campeonato Brasileño de 1992, entre Flamengo y Botafogo. Cinco minutos antes del comienzo del encuentro, una de las gastadas protecciones del graderío cedió, cayendo al vacío decenas de aficionados.
Un helicóptero aterrizó en el césped para llevarse a los heridos. El partido, a pesar de los acontecimientos, comenzó como si tal cosa. Al rato se confirmaron tres fallecidos. Júnior, el capitán flamenguista, era uno de los que estaba informado. No dijo nada a sus compañeros para que no se despistaran. Festejaron el título, rodeados de luto.
Con días más tristes, y días más o menos, en Río de Janeiro manda Maracanã, todo lo demás no importa. Da igual que el alcalde entregue por fin al Comité Organizador la última instalación del Parque Olímpico –el velódromo–, da igual las prisas que ha habido, el estreno de modernos estadios y las veces que se ha utilizado el nombre del legado en vano. La verdadera leyenda, a pesar de los pesares, siempre ha surgido en el templo del fútbol mundial.