En primer lugar, y en estricto orden de llegada: el sufrimiento (aglutinado casi todo en los españoles y en el francés Diniz). Comenzó en el kilómetro 5, por lo menos para José Ignacio Díaz. La delegación española ya estaba muy pendiente de sus isquios, pero su gesto con la mano atrás, nada más comenzar la carrera, presagiaba una mañana muy dura.
Los tres representantes de España, Miguel Ángel López, Jesús Ángel García Bragado y José Ignacio Díaz viajaron por separado desde el principio en la siempre esperada cita de los 50km marcha. López intentando no despegarse de las primeras aceleraciones, Bragado, que no se acaba nunca, en mitad del grupo y Díaz en la cola.
Muy pronto los tres se toparon con la cruda realidad de una carrera que se iba a hacer muy cuesta arriba. La temperatura, desde las 7:30h, era de más de 25ºC (llegó a superar los 30ºC), la humedad agobiaba incluso al público, y además la carrera se rompió desde las primeras vueltas al circuito. Díaz, el peor parado, ocupó la última posición durante bastantes kilómetros.
A partir de las dos horas de carrera, este circuito más bien parecía el paseo marítimo en hora punta, con gente yendo y viniendo, unos con más prisa, otros más despacio. Unos adelantados, otros rezagados, redoblados, olvidados e incluso también resucitados. Díaz, arrastrando los dolores, apretaba los dientes con fuerza e iba avanzando metros como podía, contagiando de tristeza a todo aquel que le miraba.
El hombre de hierro
García Bragado, inmortal, llevaba el sufrimiento con más entereza y más nostalgia, echando de menos los buenos tiempos. Miguel Ángel López, que doblaba competición en estos Juegos (lo suyo son los 20km) lucía una cara de quien sale a pasear al perro por la playa, pero no logró nunca conectar con la cabeza de carrera.
Era difícil comprender lo que impulsaba a Díaz a continuar en carrera. Con veinte minutos de desventaja sobre el primer clasificado, y con la piernas tiesas, electrificado entre la marabunta de adelantamientos. Cada paso suyo por meta era enternecedor y duro, muy duro.
Bragado parece de hierro. Es un mito viviente de la marcha y del olimpismo. Acabó vigésimo. “Veremos a ver si sigue compitiendo Chuso o no”, decían desde el equipo español, en la zona de llegada. “Mientras nadie le quite la plaza… Yo si fuera él, seguiría hasta los sesenta años”, se llegó a escuchar a la delegación, mientras reconocían que el día era malo. Se acaba de retirar, además, Miguel Ángel López. Todo el mundo estaba extrañado porque su cara no era mala durante la prueba. “Su cara es siempre la misma, nunca la cambia”, recordaron sus preparadores.
Después de más de tres horas de esfuerzo a raudales, cuando le quedaban ocho vueltas al circuito (y al resto entre 5 y 6), Díaz hizo amago de pararse a paso por meta. Caminó lentamente durante unos segundos y remotó el ritmo. Menos de un kilómetro, después, ya descansaba merecidamente, fuera de competición, poniendo fin a la agonía.
En segundo lugar: el resultado. El eslovaco Toth se llevó el oro de manera espectacular, en una carrera en la que todo aquel que la lideró, después de hundió, dando unos toques épicos que los espectadores agradecieron.
El francés Diniz (nunca se nos olvidará este nombre y este hombre) se puso a la cabeza desde el inicio, marchando como un tiro durante toda la primera parte de la prueba. En los primeros compases parecía una intentona inocente, de prueba, pero poco a poco fue poniendo serios a todos los demás atletas.
En el grupo perseguidor, que en el kilómetro 15 ya estaba atrasado casi un minuto, venían Tallent (el australiano campeón del mundo), el eslovaco Toth, el ecuatoriano Chocho, el chino Yu, los japoneses Anai y Tanii, el canadiense Dunfee, el irlandés Heffernan y el mexicano Nava. Ni rastro de los españoles. Sin embargo, A Diniz se le hizo largo. Porque es muy largo. Y porque sus problemas estomacales dejaron una de las imágenes más impactantes de estos juegos: el francés se defecó encima, bajando el rastro de su descomposición y su heroicidad por las perneras.
Cuando Dunfee alcanzó a Diniz y decidió ganar la carrera, parecía que no habría nadie que le pudiera sacar la idea de la cabeza. Su tirón hizo estragos entre los pocos que quedaban con fuerza. Un jolgorio no escuchado hasta entonces se expandió entre el público. Se oía de fondo el sonido de las medallas, y la emoción del tramo final.
Dunfee, unos kilómetros después, también cayó. Y llegó el australiano Tallent, con una superioridad que todos presuponían pero que llevaba relajadamente guardada hasta ese instante. Era el favorito entre los favoritos y lo empezaba a demostrar.
Entonces, rugiendo desde la valla, entre el público, corriendo a más no poder de un lado para el otro, se empezó a ver al entrenador del eslovaco Toth. Su pupilo estaba aguantando el tremendo acelerón del gran campeón australiano y podía darle alcance. Finalmente lo consiguió. En la recta final, con 200 metros de ventaja, desde su cuerpo técnico le pasaron al vuelo la bandera eslovaca. La agarró con la poca energía que le quedaba y envuelto en ella fue a recoger el oro. Tallent logró mantener el segundo puesto (un milagro porque todos los que habían encabezado la carrera acabaron perdiendo varias posiciones) y el japonés Anai se llevó el bronce.
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