Como cada noche del año, una profunda oscuridad invade Ndabibit, una pequeña aldea situada en la parte occidental de Kenya, a 200 kilómetros del lago Victoria. Pasan un par de minutos de las cuatro y media de la madrugada. No se mueve ni un alma. Y no se distingue ningún rescoldo de luz porque el poblado carece de electricidad desde las primeras fechas de la década de los ochenta.
En ese mismo instante, al otro lado del Océano Atlántico, en el Estadio Olímpico de Río de Janeiro, Faith Kipyegon cruza la línea de meta de la final del 1.500 en primera posición. Alza los brazos y se lleva las manos a la cara para posteriormente derrumbarse sobre el tartán. El oro es suyo. Pero en Ndabibit, su pueblo natal, nadie se entera de dicha gesta hasta el día siguiente.
La joven fondista keniata de 22 años derrotó en la cidade maravilhosa a la invencible Genzebe Dibaba, plusmarquista mundial de la distancia. Era su primera gran victoria en una competición internacional -había quedado subcampeona del mundo en Pekín 2015 por detrás de la etíope- y el despegue definitivo de una prometedora carrera atlética. Pero el triunfo en el plano deportivo no fue sólo un número más que sumar al medallero, sino que se convirtió en la coartada perfecta para dar visibilidad a las condiciones tercermundistas de Ndababit.
“Demando al presidente Uhuru Kenyatta que se asegure de que nuestra aldea esté provista de electricidad para que pueda ver cómo mi hija Faith corre y gana medallas para Kenia”. Así de claro habló el padre de la flamante campeona olímpica, Samuel Koech, el día después de que Kipyegon aupase la bandera de su país al cajón más alto del podio en unos Juegos. Palabras de rabia e indignación tras verse privado de contemplar la emotividad de un momento irrepetible.
Sin embargo, las quejas del señor Koech dieron sus frutos antes de lo esperado. Ni veinticuatro horas después de la demanda, un equipo de técnicos provisto por el gobierno de Kenia comenzó a instalar postes de alimentación de línea eléctrica. En sólo nueve días, la luz llegó a Ndababit. Y Kipyegon se erigió en la salvadora.
“Agradecemos a Faith que nos haya liberado de los poderes de la oscuridad. La recordaremos a ella y a su medalla de oro hasta el final de nuestras vidas, porque a nuestra aldea ha llegado la electricidad gracias a su excelente actuación en los Juegos Olímpicos”, confesó un vecino al diario Daily Nation. Su padre presumía orgulloso de descendiente: “Sólo puedo agradecerle a Dios que me haya regalado una hija tan maravillosa que ha transformado nuestro pueblo y pido que le dé fuerza y salud para que siga ganando más medallas para Kenia”.
Con línea eléctrica en Ndabbabit, a la familia de la campeona olímpica de 1.500 sólo le falta la infraestructura de aparatos digitales necesaria para ver las carreras. Samsung ya ha prometido al señor Koech una televisión de última generación y la empresa SuperSport le regalará un decodificador. Ya no habrá impedimentos insalvables para seguir la progresión de la mediofondista keniata.
Antes de viajar a Río de Janeiro, Faith Kipyegon dejó atrás su aldea, sumida en unas condiciones que necesitaban solución. Un par de semanas después, la situación ha dado un vuelco de ciento ochenta grados. Su oro ha terminado por iluminar casi cuatro décadas de oscuridad.