Pepe Barahona Fernando Ruso

“Es duro, muy duro. Duermes a ratos, a intervalos de media hora. Tratas de moverte poco para ahorrar toda la energía que puedes. Entras en algo parecido al modo letargo. Vas mojado todo el viaje. Todo está húmedo. Malcomes. Te ves solo en mitad del océano. Sin hablar con nadie. Sin distinguir nada en el horizonte. Solo ves agua. Piensas en la familia. También te mareas. Joder, somos humanos y no estamos hechos para estar en el agua. Ahí reniegas. Y te juras y perjuras que será la última vez, que cuando llegues a puerto le meterás fuego al barco. Pero no. Todo lo malo se olvida. Y estás deseando volver a hacerlo”.

MINI TRANSAT



El sueño de Pablo es cruzar el Atlántico en solitario y en un barco hecho con sus propias manos. Hacer la Mini Transat, una regata para veleros de seis metros y medio de eslora desde La Rochelle, en Francia, a Le Marin, en la costa de Martinica. Y a punto estuvo de conseguirlo. La suya es la historia de un fracaso. Y de un nuevo intento.



Pablo es un adicto a la mar. Lo es desde que su padre lo subió por primera vez a un pequeño velero en la costa de Cádiz. “Ahí me enganchó”. En Sevilla, donde nació hace 35 años, no hay mar, pero él siguió navegando por el Guadalquivir. Regatas, competiciones varias y hasta una travesía de dos años por más de 30 países a bordo de la Nao Victoria incrementaron su pasión por la navegación a vela.



Hoy navega en compañía de EL ESPAÑOL. El velero, pequeño, de seis metros y medio de eslora, rompe las olas y huele a mar. La sal se puede paladear en mitad de las maniobras que Pablo ejecuta para gobernar el barco. La cubierta está repleta de cabos multicolor que el regatista maneja con destreza. Todo tiene su orden. Jala de uno y una imponente vela de yergue para acelerar la marcha. El viento sopla fuerte en la costa de Cádiz. Y se tiene una inigualable sensación de libertad. Sigue sabiendo a mar.



“He navegado mucho, también con el equipo preolímpico y fue de lo mejor que he hecho en mi vida”, explica el joven Pablo Torres, ingeniero técnico naval de formación. Acabó yéndose a Valencia, donde se competía la Copa América, nada más terminar sus estudios con el firme propósito de construir su propio barco. “Mi objetivo era diseñar, construir y navegar”, explica. Y lo consiguió. Ahorró dinero, compró los materiales, los libros necesarios y se puso a hacer su propio barco: El Bicho, en honor al capitán de la Nao Victoria, José Luis Duarte.



“Hice muchos amigos construyendo el barco, mi padre me ayudaba al salir del trabajo, me empujaba; cometí muchos fallos y aprendí una barbaridad”, recuerda. El proyecto, hecho realidad entre Valencia y Sevilla, culminó en diciembre de 2011. El Bicho se botó en Cádiz, en Puerto Sherry, y ahí empezó un nuevo periplo, el de navegante a bordo de su propio barco. Durante 2012, Pablo navegó y navegó, venciendo vientos de cara y adversidades de todo tipo.

Pablo Torres posa para EL ESPAÑOL Fernando Ruso EL ESPAÑOL



EL HUNDIMIENTO DE EL BICHO



Pero en Francia, justo cuando volvía de su primera prueba de clasificación para la Mini Transat, El Bicho se hundió. “Fue durísimo. Barco perdido. Un palo”.



Ocurrió en el Golfo de León. Se partieron las cogidas de los timones, entró en un temporal y Pablo tuvo que abandonar el barco. Cuando la Marina francesa lo rescató no llevaba nada encima. En el puerto tuvo que comprarse ropa. “Unos vaqueros, lo justo para volver”, recuerda.



El desastre se completó cuando trataron de sacar el barco. Al izarlo, lo partieron por la mitad. Para colmo, robaron todo el equipamiento. “Y el seguro no quería pagar”, detalla el regatista.



“Era un proyecto vital que se iba a la basura —explica Pablo—, no tenía ni idea de qué iba hacer”. Aunque, en el fondo, siempre supo que con la pérdida de El Bicho, se iniciaba una nueva aventura: la de El Bicho II.



“Quise hacer un nuevo barco”. Y Pablo se fue a Persico Marine, en Bergamo (Italia), donde se hacen los barcos de la Volvo Ocean Race. No como ingeniero, sí como constructor. Por su gesto se ve que esos dos años fueron duros. “Jornadas de doce o catorce horas, semanas completas de trabajo —detalla—, pero mereció la pena, es como hacer un máster acelerado”.



Pablo volvió de Italia con la cartera llena y con un buen número de trucos en el equipaje. “Sabía que haría un barco muchísimo mejor”, narra ilusionado. “Iba a hacer un barcazo”, apunta.

Pablo Torres posa para EL ESPAÑOL. Fernando Ruso EL ESPAÑOL



NAVEGAR PARA CONSTRUIR UN BARCO MEJOR



Diseñar, construir y navegar. Otra vez. Aunque la realidad, siempre caprichosa, acabó por darle la vuelta a los planes y Pablo alteró el orden: navegar, diseñar y construir. Para volver a navegar.



“Se me cruzó este barco en 2015 y lo compré”, explica sobre la cubierta de su nuevo velero. Ahora sí, El Bicho II. “Tiene buen palmarés, ha corrido varias Mini Transat y creo que necesito aprender a navegar mejor para que eso me ayude en el proceso de diseño y construcción del que será El Bicho III”.



Y Pablo ya espera a octubre para que se inicie la mitad que le falta de su sueño: cruzar el Atlántico en solitario.



“Siempre digo que hay dos competiciones —enumera Pablo—: llegar a la línea de salida, porque antes tienes que conseguir el barco, correr las regatas clasificatorias, no romper, no hundirte por el camino, no tirar la toalla, conseguir el apoyo necesario para poder participar; y después está la regata en sí, que ya es un premio. Y ahí, navegar, que es duro. Siempre con el miedo de no romper”.



Pablo relaja por precaución la velocidad de El Bicho II en su encuentro con EL ESPAÑOL. Lleva meses reparando el mástil y no quiere forzar. Pero se sube a él con una destreza que sorprende. Desde abajo, a las puertas del angosto camarote en el que dormirá durante todo un mes, se le ve sonreír. Está feliz al ver su barco completo. Dispuesto para echarse al mar.



Y disfrutar de las dos mil millas que exige la organización de la Mini Transat para poder clasificarte. “Ellos priman la seguridad por encima de todo y se quieren garantizar que el barco y el regatistas lleguen en plenas condiciones”, confirma. Esta semana compite en el trofeo Marie Agnes Peron, en Francia, la última regata clasificatoria antes de empezar su gran aventura.

Pablo Torres posa para EL ESPAÑOL. Fernando Ruso EL ESPAÑOL.



UNA MARATÓN EN MITAD DEL ATLÁNTICO



“La Mini Transat es como una maratón”, detalla el regatista sevillano. “Peleas con la mar —sigue—, pero sobre todo contra ti mismo. La cabeza debe estar tranquila”. La organización no permite embarcaciones de más se seis metros y medio de eslora, el velero no debe llevar ningún tipo de ayuda mecánica, solo cinco velas a elección del navegante (a excepción de un tormetín, que es obligatorio). Solo se necesita viento.



También dinero, unos 25.000 euros. Más lo que cuesta el barco, una cifra que Pablo no revela por no dar información a sus competidores, pero que está entre los 30.000 y los 50.000 euros. El seguro de El Bicho pagó y sufraga parte de los gastos con la ayuda de varios patrocinadores, entre los que se incluye Puerto Sherry, en El Puerto de Santa María, donde está anclado el velero.



Pero las dificultades se tornan ventajas en la carrera. “Hay muchos chavales que compran el barco, navegan, lo hacen bastante bien —defiende Pablo—; pero no tienen diez años de bagaje en diseñar un barco, construirlo con tus propias manos, involucrar a un montón de gente para que te ayude, hundir ese barco, irse a Italia, tragar carbono por un tubo… Todo este proceso es duro, bonito, amargo. Pero todo suma. Y se nota en la regata”.



Ahora toca la parte más amable. La de echarse al océano. La de vencer los vientos de morro en el Golfo de Vizcaya, superar Finisterre, disfrutar de los vientos portantes en Portugal y dejar que los alisios hagan el resto desde las Canarias hasta Martinica. Un mes, puede que más o tal vez menos, solo en alta mar.



Y mucho tiempo para pensar en El Bicho III, el barco que ya llegará.

Pablo Torres posa para EL ESPAÑOL. Fernando Ruso EL ESPAÑOL

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