Montecarlo

A media tarde, la fotografía lo dice todo y queda para la posteridad. Arrodillado sobre la pista de Montecarlo, Rafael Nadal confirma que las leyendas nunca se olvidan de ganar, ni aunque todo el mundo piense lo contrario. Tras vencer épicamente a Gael Monfils (7-5, 5-7 y 6-0), el mallorquín consigue el tercer Masters 1000 de la temporada y pone fin a los peores días de su carrera pegando un portazo que se oye en el mundo entero. El título tiene un significado especial y asombroso: en el comienzo de la gira de tierra batida europea, su parte más importante del año, el español ya sabe que puede soñar con lo que quiera, incluso con mirar ambiciosamente hacia París.

El triunfo desencadena una catarata de récords alucinantes. El español iguala a Novak Djokovic en Masters 1000 (28) recuperando la posición que perdió hace unos días (el serbio le adelantó coronándose en Indian Wells y Miami), suma su título número 68 (48 en arcilla) y estira el dominio que posee en Montecarlo con un noveno trofeo (¡nueve!) para la historia. Vuelve, además, a conquistar un escenario de primera categoría tras mucho tiempo viendo a otros de sus rivales hacerlo: desde Roland Garros 2014, cuando consiguió el último grande de los 14 que tiene, no levantaba los brazos en una cita del máximo nivel.

Lo que un día se convirtió en una mercurial rutina (ocho títulos consecutivos en Mónaco, de 2005 a 2012) y de repente dejó de serlo (tres años alejado de la copa) sabe mucho mejor ahora. La razón es evidente: salir del infierno tiene más mérito después de haber estado sentado en lo más alto del cielo durante toda una vida.

Nadal durante la final ante Monfils en Mónaco. Eric Gaillard Reuters

El partido se compite en un día plomizo. A primera hora de la mañana, el español se refugia en una de las pistas cubiertas del torneo para calentar mientras la lluvia descarga con violencia sobre Mónaco. Tal es el chaparrón que Nadal tiene que suspender la puesta a punto porque el agua se está colando por la cubierta, retomando el entrenamiento cuando el temporal concede una tregua. A esas condiciones (pista húmeda y bola pesada) tienen que adaptarse los finalistas, que llevan toda la semana disfrutando de un sol radiante.

De arranque, Nadal se aclimata de maravilla. El mallorquín, de menos a más según avanza el torneo, juega largo y con intención. Queda claro que no quiere un inicio como el que protagonizó ante Andy Murray en semifinales, perdiendo la iniciativa como consecuencia de la falta de profundidad en sus tiros. Aunque no está acunado por las altas temperaturas, que convierten sus golpes en balines disparados por una catapulta, la puesta en escena del número cinco es impecable: salva una bola de break (con 1-1), abrocha su servicio (2-1) e inmediatamente rompe el de su oponente (3-1), procurándose una bolsa de oxígeno que explota en segundos.

“Allez!”, se anima Monfils con la mandíbula abierta, pidiendo apoyo a la grada para buscar un título que no se queda en casa desde el año 2000 (Cedric Pioline). El francés aterriza en el encuentro martilleado por su pobre balance en finales (cinco ganadas por 18 perdidas). Lo hace, sin embargo, dispuesto a romper esa estadística que le viene a la cabeza cuando su oponente amenaza con arrancarle la victoria de las manos demasiado pronto.

Tras ver a Nadal abrir brecha en el marcador, Monfils reacciona. De la derecha del francés nacen tiros fulminantes, auténticos estacazos que suenan como bombas en pleno campo de batalla. Así recupera el número 16 el primer break (3-3) y así goza de sus mejores minutos en la final, llevando a Nadal de esquina a esquina. Así es capaz de volver a reponerse tras otra rotura (de 3-5 a 5-5, con Nadal cometiendo doble falta cuando saca por la primera manga con 5-4) y hacer que el público estalle, alimentándose de sus aplausos y creciendo con sus vítores.

Entonces, la intensidad del pulso traspasa la frontera de la lógica. No hay intercambio que baje de 20 golpes y con frecuencia se superan los 30. No hay juego que dure menos de ocho minutos. No hay forma de ganar un punto sin ofrecer 100 litros de sudor como tributo. Nadal, que deja escapar tres bolas de set (con ese 5-4), parte primero en esa carrera del esfuerzo y el sacrificio. Él, maestro en la adversidad, consigue sobrevivir a un exigente calvario de 1 hora y 13 minutos para hacer suyo el primer parcial de la final, rompiendo de nuevo el servicio a su rival y gritando a los cuatro vientos su candidatura a la copa.

Monfils, en cualquier caso, no se ha ganado el apodo de 'La Pantera' por casualidad. Sus felinos movimientos son como los de un animal que está de caza. Con la bola en juego, el francés salta y brinca. Se estira y hace escorzos imposibles. Parece que es de goma porque esa elasticidad es incompatible con los huesos del cuerpo humano. Monfils no es un jugador de tenis, es un malabarista con raqueta.

Gael Monfils celebra un punto ante Nadal en Montecarlo. Eric Gaillard Reuters

Imprevisible en cada intercambio, Nadal nunca sabe qué será lo próximo que el francés se sacará de la chistera. Incluso se atreve a sorprender haciendo saque y red, una temeridad en arcilla. Los fotógrafos no pueden despistarse ni un segundo si quieren la mejor imagen, la más espectacular, la que acabe formando parte de la selección de final de año.

Sin variar su esquema, el francés se adelanta 3-1 en la segunda manga. Tiene bola para 4-1 y saque. Luego, 4-3 y servicio. Desaprovecha todas esas ocasiones porque sufre vértigo cuando está por delante en el resultado, olfateando la posibilidad de empatar el duelo. Nadal, que se defiende como gato panza arriba de los trallazos del francés, sale ileso de todos los breaks que va dejándose por el camino hasta que sucede lo inevitable: Monfils aprovecha una de las mil oportunidades que tiene tras volver a quebrarle el saque (6-5) e iguala la final.

Se juega el set decisivo y los oponentes acumulan un peaje físico y mental (2h16m de tira y afloja) que no es ninguna broma. Monfils usa su raqueta como bastón para apoyarse porque está muerto. Resopla, saca la lengua y no tira la toalla al suelo de milagro. Nadal está igual o peor. Tiene la cinta del pelo empapada y la falta de nervio se traduce en fallos incomprensibles (qué volea estrella contra la red en el comienzo del parcial). Ocurre, claro, que el balear es un maestro del desgaste, el rey de la agonía, el mejor cuando se trata de ir al límite. En consecuencia, y aprovechando que su enemigo está fuera de combate, el número cinco le propina un 6-0 de parcial y cierra el asalto a la copa con un tiro imposible, de los que han cimentado su fama de mito.

Al final, queda lo mismo de tantas otras tardes. Nadal compite su final número 100 como si fuese la primera. Parece increíble que este jugador, que lo ha ganado absolutamente todo, siga manteniendo intacta la ilusión. Posiblemente, el día que se le agote el mallorquín aparcará la raqueta, dirá hasta luego y se dedicará a otra cosa. Mientras tenga hambre, hay jugador para rato. Con el motor de la pasión encendido, el español llega hasta el título apretando los dientes y dejándose el alma sobre la pista, dos de sus rasgos más reconocibles de siempre, válidos en cualquier ámbito de la vida. Eso es admirable. Ayer, hoy y mañana.

Nadal celebra su triunfo número 28 en Masters 1000. Eric Gaillard Reuters

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